El Mago de la Niebla: Un dolor muy fiero
Al salir de la pulpería empezó a caminar con el paso acelerado. Estaba inquieto por llegar a su casa y extraer la botella con el díctamo real que le había dado don Epifanio; aún no lo podía creer, tenía entre sus manos la panacea de los Andes.
En antiguas leyendas la llamaban la piedra filosofal de los páramos. El cura del pueblo gustaba de este tipo de libros, le encantaba hurgar en lo oculto.
Y él disfrutaba de esa curiosidad, así llegó a conocer muchas historias sobre los poderes milagrosos de esa planta y de la enfebrecida búsqueda de monjes, sabios y carboneros por transformar un metal innoble como el plomo en oro, sin comprender el significado espiritual del proceso de transformación del metal.
Sólo faltaban unos meses para seguir los consejos del viejo pulpero y quizás tuviera razón.
Cuando Vicenta lo envió a buscar el papelón para el guarapo estaba apurada, Benigno tenía que irse con la peonada a comenzar a recoger la cosecha de papa. Era octubre. No sabía realmente Vicenta qué hacer porque Juancito se tardaba mucho, se encontraba en un aprieto.
Mientras pensaba en sus temores, se acercó Benigno al fogón, silenciosamente se sentó en su silla a orar y al terminar le dijo:
—No veo el guarapo para echar el café, sólo hay agua hirviendo en el fogón ¿Es que acaso se te ha olvidado?, ¿acaso nos quieres amargar la mañana?
Fueron momentos tensos. Aun siendo Benigno su esposo durante tanto tiempo, nunca se podía prever cómo respondería en algunas situaciones.
No sabía qué responderle, no podía salir del paso contestándole que Juan había ido a buscar la panela, por la tardanza, lo que le esperaría sería muy doloroso.
Menos mal que Vicentica pronto regresaría de la casa del pulpero, la había enviado a ver qué había ocurrido con su hermano.
Pero la tardanza de su hijo no se justificaría el haber perdido la llave del candado de la caja donde guardaba las panelas ¡Ese muchacho!, ¿por qué se tardaba tanto?
Benigno se acercó a Vicenta. Al sentir la tensión que la dominaba, para su sorpresa con dulzura el patriarca de la familia le dijo:
—¿Qué pasa, Vicenta? ¿Qué te preocupa tanto?
—Perdí la llave de la despensa donde guardo las panelas.
—¿Sí?, ¿la perdiste? Eso no tiene importancia.
Vicenta quedó sorprendida. Al decir estas palabras Benigno se le acercó y la miró amorosamente. Esta Vicenta, siempre tan arregladita, sin una arruga en la falda, ¿cómo hará?
El vestido que la cubría era azul celeste, su color predilecto, la caída de la tela de la falda resaltaba su espigado y fuerte cuerpo.
El pelo, como de costumbre, lo tenía recogido con un moño hacia atrás, nunca había querido usar perfumes ni joyas; a pesar de que en algunas ocasiones le había traído de regalo anillos y cadenas de oro, ella lo reprendía cariñosamente por el gasto.
Lo que ocurría en realidad era que le daba vergüenza ponerse esas prendas tan caras mientras en el pueblo había tanta miseria ¿Sabría Vicenta, que ella era el mayor tesoro que le había dado la vida? Algún día se lo diría.
Mientras seguía los laberintos de sus pensamientos, un haz de luz se coló por el techo abrazando a Vicenta. Al verla rodeada del resplandor se le acercó, susurrándole al oído:
—Te amo.
Para Benigno hacer brotar estas palabras de su corazón debió romper un muro interno.
—¡Cómo ha pasado el tiempo!, parece que nos hubiéramos conocido ayer.
Olió amorosamente su piel mientras la acariciaba con el filo de su nariz, su aroma era penetrante como el frailejón, la besó instintivamente en sus delgados labios.
—No te preocupes más por esa llave; en la caja donde guardas la harina, en el fondo del lado derecho, escondí varias panelas, y debajo de las camisas en el cuarto hay otra llave del candado, ¡cambia esa cara de afligida!
Así era Benigno, impredecible, nunca se podía tener certeza de cómo actuaría. A veces, por menos, era capaz de armar un zafarrancho.
En varias ocasiones cuando Juan era niño, fue víctima del mal humor de su padre; la última vez fue por causa de un dolor de muelas; preocupado y asustado por los gritos de su padre, fue a llevarle una infusión de árnica que le había hecho Vicenta.
Cuando se la daba, una punzada atravesó la boca de Benigno, quien al no poder soportar manoteó en el aire con todas sus fuerzas y lo golpeó, tumbando la jarra de metal con el bebedizo.
Sobre el pobre Juan cayó ese pesado cántaro derramando su tibio líquido sobre él… Absorto por su dolor, Benigno no le prestó mucha atención a este hecho y, sin disculparse, se fue al solar a seguir quejándose.
Ante tal dolor no se le ocurrió otra cosa que salir a casa de Salomón Villareal, en Apartaderos, quien era el mejor sacamuelas de la zona. El viejo era muy atendido y en su casa había siempre mucha gente. Al verlo Salomón a Benigno, le dijo:
—Venga, mano Benigno, pa’ sacale la muela, aquí mismo tengo la herramienta, po’que no habrá venido pa’ que le eche un cuento, ¿no?, y apenas las semana pasada le corté el pelo.
Al llegar a su casa aliviado del dolor gracias a unas amargas hojas mezcladas con polvo de conchas de caracoles de mar que guardaba Villarroel en una totuma, las mastico por un buen rato y traía más envueltas en hojas de mazorca de maíz, por si le volvía a dolerle el hueco que tenía en su boca tras haberle extraído la podrida muela.
Lo primero que vio cerca del fogón fue a Juan escondido detrás de unas cajas de madera, mojado aún y oliendo a árnica. Al verlo, lo montó sobre sus piernas:
—Juancito, hijo no vaya a creer que su padre le tiró esa jarra a propósito, lo que pasa es que el dolor de muelas es salvaje y da rabia porque es un dolor muy fiero. Y cuando la gente le habla a uno le da furia y cuando no también. Perdone a su padre, no se ponga triste; encontré en casa de Salomón Villareal un trompo para ver si jugando se le pasa el mal rato que le di.
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