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El Mago de la Niebla: Mistajá

En las selvas sagradas, en los adoratorios y en las riberas de las lagunas andinas, los piaches hacían ceremonias singulares a los ídolos, pero la reina continuaba enferma.
domingo, 29 agosto 2021
Cortesía | Aquella noche Mistajá no pudo conciliar el sueño

Existen muchas historias sobre el origen del díctamo real, pero con el tiempo las he ido olvidado y en el presente mi memoria sólo logra recordar la de don Tulio Febres Cordero:

Hubo un tiempo en que reinaba entre los indios de los Andes una mujer por extremo hermosa, que ejercía un poder inmenso sobre las tribus. Los mancebos más arrogantes y valerosos la cargaban en un palanquín de oro por los floridos campos y las márgenes de los ríos, al son de los instrumentos de música. Las doradas espigas del maíz y los lirios silvestres se inclinaban ante ella y volaban gozosas las avecillas para endulzar sus oídos con la melodía de los cantos.

—Bueno, don Epifanio, ¿me va contar la historia del díctamo o la de una cacica que gobernaba a los primeros habitantes de los páramos?, mejor sería un relato sobre las amazonas, como a las que se enfrentó Aquiles en Troya y sólo tenían un seno para usar el arco montadas a caballo. ¿No se recuerda cómo hace unos meses leímos unas páginas de esa leyenda?, o podríamos hablar también, como contaba don Ramón, de cómo los conquistadores y buscadores de El Dorado se enfrentaron a las amazonas en las selvas del sur.

—No seas tan impaciente, en la cordillera andina los ancestros de los mucuchíes rendían culto a diosas y la mujer era la imagen terrestre de Chía la luna, como aún ocurre entre los kogi en la Sierra de Santa Marta. Por favor escucha, ¿sí?, en lugar de estar interrumpiéndome.

Tan prendados estaban los indios de su reina, que miraban como calamidad pública el más leve quebranto de salud que la afligiese. No se consideraban felices sino bajo el suave influjo de sus gracias y la sabiduría de su gobierno.

—Esto parece un sermón, apúrese don, en la casa me están esperando para darme un regaño y usted, como buen palabrero que es, no sabe cuándo callarse.

—Deja la grosería y respeta a los mayores, escucha.

Pero sucedió que un velo de tristeza empezó a cubrir el semblante de la hija del sol, y poco a poco fue apoderándose de ella una enfermedad desconocida que la consumía sin dolor. Las danzas y la música sólo le producían lágrimas.

Sus salidas cada vez eran más raras, tristes y silenciosas como un cortejo fúnebre. La comarca entera se conmovió profundamente y por todas partes se hacían demostraciones públicas para aplacar la cólera de los ches.

Entre ellas estaba la danza de los flagelantes, donde una procesión de danzantes flagelaba la carne hasta hacerla sangrar, mientras con la otra mano tocaban la tradicional maraca, todo dentro de una algarabía en la que se mezclaban el ingrato sonido de aquel instrumento musical, las declamaciones de dolor y los gritos salvajes.

En las selvas sagradas, en los adoratorios y en las riberas de las lagunas andinas, los piaches hacían ceremonias singulares a los ídolos, pero la reina continuaba enferma. Día a día se adelgazaban más sus formas bajo la vistosa manta de algodón y perdían sus mejillas aquel color de nieve y rosas que les daba el aire puro de los Andes.

Mistajá era una graciosa doncella, favorita de la reina. Penas y alegrías, todo era común entre ellas, de suerte que la joven india, en la enfermedad de su amiga y soberana, vivía con el corazón traspasado de dolor, velando día y noche al lado de su regia e infortunada compañera.

—Mistajá, amiga mía —le dijo un día la reina—, la muerte se acerca y yo no quiero morir. ¿Sabes tú si los piaches han agotado todo remedio?

—No, no es posible —le contestó la doncella bañada en llanto.

—Dime la verdad. ¿Sabes tú qué les ha contestado el ches sobre mi mal?

—Ciertamente nada sé, porque han guardado silencio profundo.

—Pues mira, Mistajá, mi única esperanza está aquí —le dijo la reina mostrándole una joya de oro maciza configura de águila. —Cuando mi padre ya moribundo la colocó sobre mi pecho, me dijo estas palabras:

—Esta águila es la mensajera de los favores con que el ches nos ha elevado sobre los demás… Si las pierdes, arruinarás tu estirpe. Yo, Mistajá, antes que el poder prefiero la vida, y por ello estoy dispuesta a confiarte el águila de oro para que subas en secreto al páramo de los sacrificios y des las ofrendas al ches.

Mistajá perdió el color y tembló de pies a cabeza. Era cosa muy grave lo que ordenaba la reina, pues solamente los piaches y los ancianos subían a aquella altura desconocida para el pueblo, teatro de horribles misterios.

—¿Tiemblas, Mistajá? Yo iría en persona si tuviese fuerzas, pero no puedo levantarme siquiera y sólo confío en ti, pues ni los piaches ni los guerreros consentirían jamás en este sacrificio por su desgraciada reina. En la madrugada debes partir para que al rayar el sol estés en el círculo de piedras que debe existir en la cumbre solitaria. Allí cavarás un hoyo en el centro y, después de invocar al ches con tres gritos agudos que se oigan lejos, enterrarás el águila de oro y esparcirás por todo el círculo un puñado de mis cabellos ¡Ay, Mistajá!, que así lo hagas y que observes con gran atención si en el cielo, en el aire o en la tierra aparece alguna señal favorable.

Aquella noche Mistajá no pudo conciliar el sueño. Cuando llegó la hora de partir, la reina la invistió con sus propias armas y le entregó, junto con su preciosa joya, un hermoso gajo de su abundante cabello. La doncella lo miraba todo en silencio, sin poder articular ninguna palabra.

Dos horas de fatigosa marcha había desde la choza real hasta lo alto del páramo de los sacrificios. Mistajá caminaba aprisa, ora por el borde de algún barranco sombrío, ora subiendo por ásperas cuestas, sin volver jamás la espalda, dominada por el miedo y espantándose a cada momento con el ruido de sus propios pasos. No tenía más rumbo que el vago perfil que dibujaba el misterioso cerro sobre el cielo estrellado.

Cuando hubo llegado a la altura, una aparición bastante extraña le hizo detener de súbito. Quedó enclavada, lela de espanto a la vista de unos fantasmas que blanqueaban entre las sombras. Instintivamente se dejó caer en tierra, sin atreverse siquiera a respirar. Una larga fila de indios cubiertos de pies a cabeza con mantas blancas le cortaba el paso. Estaban rígidos, como petrificados, por el frío glacial de los páramos.

Largo rato permaneció Mistajá sobrecogida de terror hasta que comenzaron a asomar los claros del día por el remoto confín. Entonces sus ojos fueron penetrando más en las tinieblas y la fantástica aparición tomó lentamente la forma de una hilera enorme de piedras blancas clavadas de punta sobre la planicie que remataba el cerro sagrado. Recordó al instante el círculo del que le había hablado la reina y continuó su marcha hasta descubrir una entrada por oriente.

Era aquel un campo cerrado, una plaza circular de bastante extensión y simétricamente deslindada. Mistajá buscó el centro y con el dardo más fuerte que halló en su alforja, se puso a excavar en la tierra húmeda por el rocío.

Luego se irguió al oriente y lanzó con toda el alma tres gritos que resonaron por los cerros vecinos. Con mano trémula enterró el águila de oro y esparció después por todo el círculo los cabellos de la reina en momentos en que la aurora teñía de púrpura el lejano horizonte.

Como le estaba ordenado, quiso fijarse en el cielo, en el aire y en la tierra, pero un sueño profundo tumbó sus párpados y se dejó caer rendida, como presa de un poderoso narcótico. Era el instante supremo de manifestarse el ches sobre la empinada cumbre.

El paso de la cierva le despertó sobresaltada… Un olor fragante se difundió bajo sus pies; todo el círculo, antes yermo y triste, apareció a sus ojos cubierto de una yerba fresca y lozana que la cierva devoraba con delicia. Todo el espanto y los sufrimientos de los que había sido víctima se tornaron como por encanto en un gozo inmenso, en una alegría inefable.

Tomó algunos manojos de aquella prodigiosa yerba, descendió rápidamente del páramo de los sacrificios para presentarse a la soberana de los Andes, que recibió la aromática planta como una medicina del cielo; y volvió el calor a sus mejillas, el brillo a sus ojos y la alegría a su corazón.

Desde entonces existe en los páramos de los Andes el oloroso díctamo, nacido de los cabellos de la hija del sol, o la yerba de cierva quien primero comió de ella a la hora en que el sol bañaba con tinte de rosas los escarpados riscos; pero el precioso díctamo desaparecerá como por encanto el día en que alguien desentierre el águila de oro ofrendada al ches en la misteriosa cumbre

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