El Mago de la Niebla: El ángel que coronaba a Juan Félix Sánchez
Su vida siguió transcurriendo con tranquilidad. La creación de los murales de su cuarto se convirtió en una obsesión.
Le costaba separarse de ellos para realizar las actividades cotidianas, como ayudar a la peonada a cuidar el ganado, o ir al molino a moler el trigo… Así conoció a Legorio Rivas, un peón de su misma edad que se hizo amigo de él y de su familia, era uno de sus compañeros cuando iba a cazar venados al páramo de La Ventana.
En sus correrías le pusieron nombre a muchos sitios por los que acostumbraban pasar; así, en una de esas largas caminatas se sentaron hambrientos en la cercanía de una cueva a comer sardinas y desde ese momento el sitio se llamó Cueva de La Sardina. La forma de hablar de su amigo era peculiar, a Juan siempre le costaba comprender lo que decía; hablaba muy rápido, parecía atragantarse con las palabras.
Mientras pasaba el tiempo, sin pensar ni hacer lo que le había pedido Epifanio, continuó trabajando en los murales, varias veces tuvo que rehacerlos y repintar la pared de blanco, al terminarlo veía algo que le desagradaba, y empezaba de nuevo.
Avanzaban lentamente. Delineaba los dibujos que tenía en su cuaderno con lápices de grafito oscuro, y los pintó con pinceles de pelo de oreja de buey, corrían suavemente sobre la pared, los que había hecho con el pelo de cola de caballo no lograba deslizarlos sobre pared donde pintaba el mural, para poder lograr los verdes y azules que deseaba.
Finamente en la pared ubicada frente a su cama de madera y cuero, hecha por su padre, dibujó un cazador cazando un venado, y felinos con paisajes montañosos y marinas. En el respaldar de su cama había pintado un ángel azul con las alas extendidas que entre sus manos llevaba una corona de laurel. Frente al ángel hizo una cruz roja sobre una base azul rodeada de hojas de sauce, en el extremo de la cruz pintó una estrella plateada de cinco puntas.
El mural y las pinturas no las había hecho para que su cuarto le hiciera gracias, todo tenía un sentido.
El ángel lo hizo para que lo santificara por las noches. Para él, los sueños eran el lenguaje de Dios y los antiguos dioses como los llamaban como los llamaba Maraco, y deseaba tener lejos la sombra del innombrable.
La cruz está en el sitio al cual dirigía la vista al despertarse todas las mañanas.
Los primeros pensamientos que tenía eran para tratar de recordar la vida de Cristo, para evaluar su vida y ser un buen cristiano y hacer piel el amor al prójimo, debajo de la cruz estaba la ventana por donde se escapaba por las noches a bailar por ahí; así se decía el Señor lo protegería en las noches de farra.
—Al la lado de la cruz había una estantería hecha con tablas y mecates con libros como las Tradiciones y Leyendas de Tulio Febres Cordero, la Biblia, entre algunos libros de aventuras de Julio Verne, y Robert Stevenson.
Dominado por las dudas, empezó a seguir los consejos de Asunción; aprendió cómo hacer aparecer y desaparecer, a ojos de los demás, pequeñas piedras y animales.
Comenzó practicando con cajas de fósforos; tenía por ellas una gran afición que Benigno alimentaba regalándole algunas siempre que tenía ocasión; luego continuó sus juegos de magia con objetos cada vez más grandes.
No se atrevió por un tiempo a hablar o mostrar su habilidad, que había enriquecido con la lectura de libros sobre hipnosis.
Sabía que debía andar con cuidado, la gente del pueblo era supersticiosa y seguramente, al conocer lo que hacía, pensarían que había pactado con el mismo demonio.
En el San Rafael de ese entonces se estaba en contra de todo lo que rompiera con los ritmos de vida tradicionales, todo acontecimiento fuera de lo normal era visto con malos ojos.
Al único al que le estaban permitidas sus excentricidades hasta ese momento era a Wecelao, quien con su cenicienta barba y su verborrea sobre extrañas máquinas, hacía que todos quedaran asustados; pero no se atrevían a reclamarle nada pues vivían atemorizados por las inquietas noticias que llegaban confirmaban las profecías del Henoch de San Rafael; algunos se preguntaban ¿cómo era posible que supiera esas cosas?, ¿será que en lugar de ser inspirado por el Señor sea el diablo quien lo engaña? Pero el viejo los tranquilizaba con sus rezos y santurronerías, tras cada ataque de locura profética.
En una neblinosa tarde de 1920, Juan se encontraba cansado de practicar sus trucos de ilusionismo fue a la plaza donde Wecelao había ido a dar rienda suelta a las visiones que le robaban el sueño; la hinchazón de sus párpados era mudo testigo de sus largas noches.
Por coincidencia, en esa ocasión pasó Benigno con la peonada y al ver a su hijo entre la muchedumbre, que escuchaba atemorizada las flamígeras palabras del profeta del páramo, lo llamó y le aconsejó que tuviera cuidado no fuera que lo embaucara.
Esa noche, cuando estaban en la cocina comiendo, Benigno se encontraba aislado en su mesa como era costumbre, hundido en sus pensamientos y con la mano derecha metida entre el cuello de la cobija para reposar su mentón sobre la palma de la mano mientras pensaba en voz alta, gestos que delataban la inquietud que lo dominaba.
Inmóvil como una roca, se quedaba hasta hacer irrespirable el aire que lo rodeaba, a su alrededor la familia estaba a la espera de que saliera de su trance para dar los consejos que tramaba en su mente.
Un suceso en esos días era la comidilla de los vecinos de San Rafael y de los Sánchez. Se comentaba que al alegre hijo de don Luis le gustaba llegar tarde a la casa, no por malicia, sino porque se entretenía charlando con un grupo de amigos.
El padre siempre le trancaba la puerta para que durmiera en el portón y, a medianoche, salía para darle una paliza ahí mismo por quedarse holgazaneando hasta esas horas de la noche. Cansado de tal situación, Pedro, que trabajaba como peón de Benigno, tomó la costumbre de dormir en el cementerio para evitar ir a su casa cuando salía de farra; ahí fue creando un grupito que se la pasaba asustando a la gente del pueblo, hasta que una noche fueron descubiertos cuando salieron corriendo del cementerio por el pánico que sintieron al ver un resplandor burbujeante que salía de las tumbas; desde esa ocasión, nunca más volvieron al sitio.
Entre cuchicheos, las hermanas de Juan murmuraban sobre esto; sus palabras se confundían con el ruido de los platos y ollas que recogían para llevarlos a lavar a la acequia. Cuando Benigno terminó de meditar, Florentino y Juan lo supieron porque cambió de posición.
Colocó las manos sobre la base de la silla de cuero; las patas eran de una madera dura, ennegrecida y curada por el humo del fogón. Los miró y les dijo:
—Hijos, no le den mucha importancia a Wecelao Moreno. ¿Por qué ha de haber algo satánico en los adelantos de los tiempos? No todo lo creado por los hombres debe ser obra del demonio. ¿Acaso no fuimos hechos por Dios todopoderoso?
Hablaba pausadamente, sin apasionamiento, como si estuviera sopesando en una balanza cada una de sus palabras. Les aseguro que el primer día que vean en el pueblo un camión, o una caja parlante y oigan las voces y la música que surge de ella, en lugar de estar pensando en esas pistoladas apocalípticas, se pondrán a bailar al son de la música. Debemos acostumbrarnos a los cambios.
Aquí en estos silenciosos páramos, sentimos el fluir del tiempo sólo por el paso de las lluvias y las sequías, los días y las noches; a veces da la impresión de que nada cambia y de que todo siguiera igual día tras día.
Pero cuando salgan del pueblo y vayan a Maracaibo, se darán cuenta de los cambios hasta en la forma de caminar y vestir de la gente.
Realmente no sé si esto será para bien o para mal, pero tampoco hay que estar viendo demonios merodeando por todos los rincones.
Ustedes dos saben leer y les gusta, lean para que nos hagan saber qué está pasando afuera, que a lo mejor no es tan funesto como dice nuestro profeta. Eso sí, encomiéndense a Dios y a la Virgen, no vayan a pecar como lo hizo Eva al comer de la manzana del conocimiento.
Recuerden que el domingo el cura estuvo hablando de ese pecado y mencionó con claridad que el ingenio y el conocimiento no son malos si son guiados por la mano de Dios, encomendándonos a él, alejamos el pecado de la soberbia.
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