Relatos de la Justicia: La amenaza de “la Gata”
Esta historia comienza con la típica llamada telefónica, la cual recibí justo a la salida de mi jornada laboral en tribunales. Era el Fiscal Superior del Estado para la época, con quién afiancé una amistad que aún hoy conservo.
Del otro lado de la comunicación escuché: “Te llamo para encomendarte una misión de alto riesgo que solo a alguien con tu serenidad le pediría”.
“Hay un importante empresario que hace unos días recibió una amenaza de muerte, aparentemente es de un grupo hamponil relacionado presuntamente con un entredicho sindicalista de no muy buena reputación”.
“Lo cierto del caso, Miguel, es que el presunto sicario contratado para tal objetivo se comunicó con el empresario y ofreció darle detalles del plan, los involucrados, el nombre y las pruebas de la persona que organizó todo, pero la condición de este presunto sicario es que se reúna con él ahora y que vaya con un fiscal, porque él quiere negociar esa información a cambio de que lo ayuden con un caso donde es imputado”.
Apenas culminó su explicación yo de inmediato le dije: “Doctor, usted me va a disculpar, pero eso que está proponiendo es tipo imposible en derecho”.
“Sí, lo sé Miguel”, me respondió en un tono algo agitado, “pero es bueno escuchar la información que va a dar y acompañar al empresario, porque está nervioso y no quiere que faltar a la cita, no vaya a ser que se torne en una retaliación”.
Acepté, aunque con mis dudas. Las instrucciones finales eran que me pasaría buscando su escolta de confianza, junto con el empresario, a bordo de una camioneta blindada.
Al cabo de unos minutos, fueron por mí y emprendimos la ruta al encuentro, tomamos la vía El Playón, un lugar predilecto del hampa para picar carros robados y hasta personas. “Simpático el lugar que escogieron (pensé en el trayecto)”.
Llegamos casi al final del “deshuesadero”: la pista de motocross. Rondaban las cinco de la tarde y había no menos de 100 motocrosistas usando y practicando en la pista, por lo que el sol, el calor, el polvo y lo distante del lugar, harían complicado cualquier posible rescate (ya estaba entrando en paranoia) que intentarán a favor nuestro.
Nos estacionamos y luego de haberle escuchado toda la narración de los hechos al empresario, le pregunté: “¿Ajá y ahora qué hacemos? Porque yo no traje mi moto”.
Él todavía nervioso me contesta: “No sé, porque él me ha llamado siempre de un teléfono fijo”.
Le pido me muestre su celular para ver el número y la repetición de los dos últimos dígitos me confirmaban que lo llamaban de un teléfono público.
Estuvimos ahí cerca de 20 minutos viendo y escuchando la bulliciosa faena de práctica de un centenar de pilotos. Luego se separan del grupo de pilotos rodeando a la camioneta unas 20 motos, del lado derecho de la camioneta se acerca uno de los pilotos totalmente equipado con todo lo necesario para la práctica del motocross y quitándose solo el visor toca la ventana de la camioneta para que la bajaran y sin quitarse el casco, cosa que imposibilitaba verle bien el rostro, señala al chofer que a su vez era nuestro escolta y nos dice: “Le pedí que vinieran sin policías”.
Hizo señas al piloto que estaba cerca de la puerta del conductor, al tiempo que le ordena: “Dale a este policía un paseo por el circuito mientras hablamos aquí”, viendo retirarse de parrillero en una moto deportiva hacia un rumbo desconocido a nuestro único salvamento.
Acto seguido se dirige a mí y me pregunta: “Epa, señor fiscal usted cree que me puede ayudar con esto” y metiéndose la mano dentro del peto protector de su indumentaria, (juré que sacaría un arma de fuego), sacó un sobre manila y de él extrajo unas hojas donde había un manuscrito con unos números anotados, que por su composición adiviné de inmediato que se trataban números de expedientes criminales. Cada uno de ellos llevaba anotado también en manuscrito los delitos.
Las leí una a una y el delito de menor pena en esa lista era un robo. Había secuestros, extorsión, sicariato, homicidios, droga y un largo etcétera.
Mientras yo leía la lista, el sujeto se bajó de la motocicleta sin apagarla (nunca la apagó y eso agudizó mi concentración) y caminó hacia la puerta donde estaba el empresario, del mismo sobre, sacó otro sobre con los sellos de una empresa de encomiendas, una foto del empresario y un papel manuscrito donde estaban todas las direcciones de las oficinas y propiedades del empresario incluyendo otras más de su casa y de algunas propiedades.
También sacó una foto de un hombre moreno y mostrándosela le preguntó: “¿Tú conoces a este tipo? Y el empresario respondió con un tímido “Sí”.
“Bueno ese es el que te mandó a joder y esta foto se la tomé yo y se la mandé para que sepa que yo también sé tomar fotos y que me gusta saber a quién le hago un trabajo”.
En eso vuelve hacia el lado de la camioneta donde estaba yo y me dice: “Entonces doctor, me puede o no me puede ayudar”.
Ante su pregunta, le respondí: “Hermano yo vine aquí con la instrucción de ayudarte en un delito, pero aquí hay como 50”.
Él se acerca como tratando de meter la cabeza por la ventana para ver qué estaba haciendo yo con las manos y afortunadamente logré soltar a tiempo el lapicero y la hoja donde anoté los números de expedientes.
Al no ver nada me dice: “O sea doctor que mi información no vale nada”.
Y yo le digo: “Bueno es que no sé cuánto vale, porque no nos has dicho cuánto te pagaron para matar a este”.
El sujeto me respondió: “Ese es un pendejo, me ofreció y que 10.000$ como si uno fuera uno más de los matoncitos esos que trabajan con él”.
“Entonces ese es el precio de esa información y solo puede pagártela quien te contrató”, repliqué y juro que sentí los ojos del empresario en la espalda.
“Ah bueno no sé, aunque si el jefe aquí me da el doble yo le doy bala al loco aquel”, dijo en tono jocoso, por lo que tuve que explicarle que no lo podía ayudar.
“Eso es en las películas, que el hampa negocia, aquí en Venezuela eso no es así, yo no te voy a mentir, esos son demasiados delitos”.
Así que se montó en su moto y se acercó hasta mi ventana y le dijo desde ahí al empresario: “Te voy a dar esta de gratis, en honor a la vieja Luisa porque fuiste el único que veló por ella y fuiste más que un jefe, tanto que le diste el funeral que merecía. Ella me crió”.
Segundos después le dio varias aceleradas a la moto y arrancó otra vez hacia el circuito, no sin antes permitirme ver dos detalles: una cadena en el cuello con un dije con el nombre Andy y el color ambarino claro, casi amarillo de sus ojos, tan idénticos como los ojos de un gato.
Emprendimos el viaje de regreso mientras el empresario me contó que Luisa fue una de sus grandes empleadas y había muerto hacía unos cinco años atrás.
Al día siguiente, el empresario viajó al exterior con su familia por previsión, recuerdo haber recibido su llamada de agradecimiento cuando bajaba del avión en Miami.
Con la información que logré anotar pude ubicar los expedientes y lograr identificar al misterioso personaje que nunca dejó verse el rostro, pero si los inconfundibles ojos.
Su nombre: Andy Díaz, alias la Gata, exmiembro de la mega banda y líder de la banda de los Nacionales.
Meses después de aquella inverosímil cita en la pista de motocross me llama mi jefe y me dice: “Capturaron a alias la Gata, dale toda la información de los expedientes al fiscal de guardia para que lo procese por todos los delitos”.
De inmediato llamé al fiscal de guardia y me puse de acuerdo con él para entregarle los expedientes, no sin antes pedirle acompañarlo en la audiencia de presentación, cosa que me había pedido mi jefe no hacer, pero yo no iba a perdonarme no estar presente en la audiencia del hombre más buscado del Estado.
Al día siguiente, llegó custodiado con uno de los despliegues más impresionantes de seguridad. Ese día ya estábamos en la Sala de Audiencia cuando trajeron a Andy Díaz, alias la Gata y aún puedo recordar la impresión en el rostro de aquellos delatores ojos amarillos cuando me vio entre sus fiscales acusadores.
De allí en adelante no dejó de mirarme fijamente en actitud amenazante, su abogado le manifestó en varias oportunidades que depusiera su actitud y solo lo hizo cuando entró el juez a la sala.
Al final de la audiencia contabilizamos 14 delitos de nueve expedientes que se sumaban a la larga lista que ya yo conocía y ese fue precisamente el encono de alias la Gata.
Justo cuando el juez abandonó la sala, aún nos encontrábamos dentro de ella mi compañero fiscal y yo, la Gata y su abogado, cuando me confrontó: “Eso no se hace doctor, yo confié en usted y usted me hundió con la información que yo le mismo di”.
De inmediato le refuté: “Usted en todos esos expedientes hacía su trabajo y yo hoy estoy haciendo el mío”.
Me vio con furia y me dijo sin pudor: “Yo con usted aún no he terminado mi trabajo”. Su abogado lo tomó por el brazo y lo sentó de golpe y le gritó: “Tú eres loco, cómo vas a amenazar a un fiscal”.
El equipo de alguaciles lo inmovilizaron y le pusieron las esposas, pero justo cuando iba cerca de mí, me le acerqué y le dije: “No te preocupes que no voy a presentar cargos contra ti por esta amenaza, ya tienes suficientes delitos para pasar esta vida y otra en la cárcel”.
Se lo llevaron a los calabozos con una sonrisa cínica en su rostro.
Al salir del Palacio de Justicia, recibí la llamada telefónica más fuerte que he recibido de un jefe, me leyó no menos de cinco normas de cumplimiento interno que violenté y amenazó con levantarme un procedimiento administrativo por faltas.
Al culminar con su descarga le dije: “Usted también me va a amenazar, ya llevo dos amenazas hoy”. Él me interrumpió y me pregunta: ¿Quién te amenazó? ¿La Gata? Te dije que no entraras a esa audiencia, desde mañana tienes asignado un escolta”.
Yo le refuté su orden y le discutí que prácticamente medio cuerpo de policía estaba trabajando en la fiscalía y me negué una vez más a tener escolta.
A partir de ese día, no cesaron las llamadas amenazantes, las persecuciones con vehículos sospechosos, las vigilancias estáticas, los mensajes intimidatorios dentro de la prensa que me dejaban en mi despacho y un largo etcétera.
Aun así, no acepté tener escoltas, recordé un dicho que siempre desde pequeño he llevado como un mantra: “Perro que ladra no muerde”.
Colaboré en la instrucción de la ardua investigación y en la acusación contra alias la Gata, lo llevamos a juicio y meses antes de que enfrentara su juicio, escapó.
Se le logró vincular a una red de delincuentes que extorsionaban y secuestraban y dentro de la cual se pudo descubrir que operaban también funcionarios policiales.
A semanas de su fuga, fue abatido en un enfrentamiento contra cuerpos de seguridad y a los días de ese hecho, cayeron también varios de sus cómplices, entre ellos un funcionario policial activo.
Justamente el día que ocurrió el hecho, me llamó mi jefe para entregarme una foto mía encontrada en la cartera del policía abatido. Me dijo: “Ese era el policía que en teoría debía ser tu escolta”.
Relatos de la Justicia está basada en las experiencias vividas por el autor durante el desempeño de su carrera en el ámbito judicial. Sus personajes y circunstancias han sido modificadas y adaptadas con un poco de ficción para su difusión en el Diario PRIMICIA.
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