Sucesos

Relatos de la Justicia: Feliz navidad, mi sargento

Esas palabras le hicieron reír hasta no más de la emoción como una forma inédita en él de soltar la presión, por lo cual el sargento se paró al frente y con su característica voz de trueno le dijo con la seriedad de su autoridad: “Con esa reidera no va a llegar a Comisario nunca”.
sábado, 25 diciembre 2021
Helen Hernández | Su sueño fue siempre ser policía

No había llegado a la pubertad y ya deseaba cumplir los dieciocho años para enlistarse en la academia de policía, este a pesar de que es el sueño de muchos niños, en él era mucho más que un sueño, estaba más cerca de ser considerada una obsesión.

Cada vez que veía una patrulla policial, detallaba cada línea de su estructura, los colores distintivos, los emblemas, pero ponía especial cuidado en cómo se desenvolvían los patrulleros, para luego emular cada gesto al momento de recrearlos con sus amigos cuando jugaban a ladrón y policía.

No hay que ser adivino para atinar cuál era el disfraz que año a año repetía en cada fiesta de carnaval, tratando de superarse cada vez más en los detalles, llegando al punto de pedirle a su abuela que cosiera una tira de tela blanca a cada costado de su pantalón de la escuela color azul marino, para imitar perfectamente el pantalón de un uniforme policial, petición que ni loca cumplió la abuela, para evitarle a su hija el mayor de los disgustos, pero ello no fue impedimento para que con un tiza color blanco completara su diseño, lo que obviamente le valió la paliza del siglo, pero la satisfacción valió cada uno de los correazos, su cara sonriente lo confirmaba, desde ese día se le conoció en el barrio como “paliza feliz” pues nunca lloraba con ellas, debido a que todas siempre fueron por una travesura hecha en pro de su obsesión policial.


En el colegio siempre fue disciplinado, de hecho fue el jefe más joven del cuerpo de disciplina escolar, sus maestras siempre le celebraban sus formas como controlaba los “desbarajustes” en los recreos, enlistó a un grupo de diez muchachitos a los que les hizo hacerse insignias de fieltro en forma de estrellas, al mejor estilo de una placa policial, a quienes dirigía con el carácter de un general y les permitía de vez en cuando hacer alguna detención por indisciplina, haciendo cumplir pena a los desafortunados con un férreo tiempo fuera.

Llegó la adolescencia y con ella el desarrollo físico, el crecimiento corporal y el incremento del deseo de recibirse como oficial de policía algún día. Sus compañeros de clase le tenían como el más serio de todo el Liceo, ello le hizo ganar el remoquete de “Cañón”, que nunca se lo decían de frente pues casi todos habían sido testigos en par de oportunidades, de sus habilidades para neutralizar a algún facineroso que quisiera pasarse de listo con él.

La medalla de bachiller fue la moneda con la que pagó el viaje rumbo a su primera selección de nuevos ingresos de la academia de policía. Su madre no había terminado de colgar su camisa de bachiller en el closet, cuando lo vio partir con destino a lo que sería la materialización de su sueño.

La selección de los futuros cadetes policiales no era tarea sencilla, luego de superar dos pruebas de intelecto, una psicotécnica y una médica, debía lograr entrar dentro de los primeros que completaran la temible prueba física, que duraba tres días con sus noches y se realizaba en un lugar desconocido por todos en medio de la nada.


Al llegar al campamento y formados en perfecto orden los más de quinientos aspirantes, un agrio sargento con voz de trueno y cara de mar embravecido, se encargó de leerles la cartilla de normas de la A, a la Z, en perfecto orden y sin equivocaciones, les dejó claro que de ese inmenso grupo solo los primeros ciento cincuenta aspirantes, que lograran completar satisfactoriamente la prueba física, serían los encargados de ingresar al plan de formación académica de las más importantes agencias de policía del país.

Ese número retumbó en sus oídos y en su mente, se le hizo complicado entender y aceptar que no estaría dentro de esos ciento cincuenta afortunados, y desde ese momento se hizo uno con su concentración.

Desde la primera prueba que consistía en una carrera rápida de ocho kilómetros llegó de primero en todas, su paso por el atletismo escolar y sus más de veinte torneos nacionales en carreras de fondo y pista, le permitieron completar sin problemas todas las pruebas físicas, motivos por el cual, el sargento desde ese instante le puso el ojo.

Al momento de seleccionar a los primeros el sargento intencionadamente lo fue relegando de último, para que justo luego de nombrar al aspirante número 149 se dirigiese a él y le dijera: “usted no pasó la prueba” y luego de hacer una larga e inquietante pausa que le hizo bajar la mirada con decepción, el sargento agregó a su discurso: “usted la reconfiguró, luego de sus tiempos nos ha puesto a pensar que debemos modificar la prueba física por que usted la pasó muy fácil”.

Esas palabras le hicieron reír hasta no más de la emoción como una forma inédita en él de soltar la presión, por lo cual el sargento se paró al frente y con su característica voz de trueno le dijo con la seriedad de su autoridad: “Con esa reidera no va a llegar a Comisario nunca”.

Y dirigiéndose a su asistente académico le preguntó ¿A este no era al que le apodaban cañón? “Sí señor” respondió el asistente, contestando casi entre los dientes el sargento pero con suficiente potencia como para escucharlo: “Pues será cañón de agua por qué se va a mear de la risa”.

Se metió entre ceja y ceja ser el número uno de la academia, a pesar de que desde ese día donde resultó ser el mejor en la prueba física, el sargento le exigía mucho más que al resto de los cadetes.


Durante tres años recibió los más inclementes tratos del sargento, lo sometió a crueles castigos, sanciones, incrementó sus horas de estudio sin motivo alguno, pues su rendimiento académico era sobresaliente, hasta que entendió por uno de los supervisores que si el sargento le venía tratando así, era por qué seguro tenía entre sus planes llevárselo al nuevo cuerpo de policías municipales, del que había sido encargado formar.

Y en efecto fue así, luego de los años de rigurosa exigencia justo en el día de su graduación se le acercó mientras se hacía acompañar por su orgullosa madre y vestido de gala, le extendió su enguantada mano blanca y con un apretón de manos le dijo: “Has sido el mejor cadete que en mi historia de formación he forjado, para mí sería un honor que me acompañaras como oficial de la nueva policía municipal”.

No fue necesaria una larga respuesta, sin emitir sonido alguno asintió con la cabeza, hizo un estruendoso firme y con la señal del saludo oficial aceptó, no sin antes dejar correr una tímida lágrima por su mejilla derecha, lo que hizo que de inmediato el sargento se le acercara a su oreja y le susurrara: “Ya vi tu show de risas, no quiero que ahora tu madre vea el show de lágrimas”. Se saludaron, se despidieron y luego de meses se volvieron a encontrar en aquel recién creado cuerpo policial.

Durante años hicieron gala de su formación, ambos estaban formados de la misma madera, habían nacido para ser policías, no había duda de eso. Las estadísticas en la baja criminalidad del lugar donde servían daban luces de la calidad de su trabajo, crearon grupos de trabajo, se mancomunaron con los habitantes y lograron que la seguridad fuera un bien apreciable y no simplemente una sensación.

Un buen día en un mes de diciembre luego de una ajetreada jornada, en momentos en que se dirigía junto a su compañero de patrullaje a la sede de la comisaría a la que estaban destacados, se le ocurrió a éste invitarlo a comerse un perro caliente antes de llegar a la sede, lo pensó por un minuto y sabía que no era lo correcto, ese código rojo de ética que nadie conoce por escrito, le imponía un deber moral de no mancillar el honor del uniforme, lo cual haría si se atrevía a comer comida ambulante uniformado, ello aunque pereciere baladí, para los más altos y encumbrados estándares de la conducción ética de un oficial de policía, estaba más que proscrito.

Pero la insistencia de su compañero que valga acotar, no poseía aquellos estándares suyos, más el hambre inclemente producto de una agotadora jornada de trabajo le hicieron flaquear.

Al cabo de unos minutos se encontraban aparcando la patrulla sigilosamente tras unos camiones y con la sutileza propia de los gatos sobre los tejados, se desplazaron inadvertidamente hasta el expendio de perros calientes, donde ordenaron su pecaminoso manjar callejero, pero la diosa fortuna no hizo guardia ese día en su favor y justo antes de que pudiera afincarle el diente a ese jugoso y apetitoso perro caliente, vio desfilar frente a sus ojos la patrulla del sargento, deteniéndose frente a ellos y señalándolos les gritó desde la ventanilla del auto oficial. “Ustedes dos en cinco los quiero ver en la Comisaría”. El destino de aquel perro caliente sin morder fue el bote de basura junto a su moral.


Al llegar a la Comisaría por orden de un castigo se imponía el deber de esperar a su superior en las afueras de ésta, parados firme y saludando con vista al horizonte, ello hacía entender a todos que habían sido receptores de una sanción fuera de la sede policial.

Luego de más de tres horas apareció el sargento en su patrulla y pasó sin girarles instrucción alguna sobre su castigo, no fue sino una hora después que les ordenó pasar por intermedio de un subalterno.

La clase de moral, ética, decoro y normas de comportamiento ejemplar fue épica, les acusó de desleales a la honra de la institución y hasta los amenazó de degradarlos de manera deshonrosa si aquello se repetía, imponiéndoles un castigo de un arresto por setenta y dos horas más noventa y seis horas a disposición luego de cumplido el arresto. Jamás habían recibido una humillación igual.

Lo más curioso del asunto es que a él a diferencia de su compañero, aquel castigo no le pareció ni injusto ni exagerado, sabía que había deshonrado su uniforme y más que eso a él mismo.

Cumplido el arresto quedaron a disposición del sargento, a su compañero lo envió a cumplir una misión con agentes de inteligencia y a él le ordenó patrullar al volante mientras llevaba como compañero a un subalterno, ello en sí era una nueva humillación.

Al tercer día de servicio, mientras su cuerpo y su mente se mantenían por obra y gracia del fervor que profesaba por la institución, pues sus fuerzas estaban a punto de flaquear, recibieron por radio una alerta de robo a entidad bancaria con posible toma de rehenes.

El lugar quedaba cerca de la ruta que cubría en patrullaje, apagó la coctelera y la sirena de la patrulla, se detuvo a unas cuadras antes de llegar a la entidad bancaria y le ordenó a su inexperto compañero que pidiera refuerzos por la radio, se quitó el kepi y la camisa del uniforme quedando en almilla, se quitó también sus pertrechos guardándose el arma de reglamento entre su espalda y el pantalón, sabía que si lo veían llegar con la patrulla más el escándalo de la sirena y uniformado, sin duda abrirían fuego contra ellos de manera inmediata.

Al cabo de unos minutos llegó frente a la sede de la agencia bancaria, desde afuera observó movimientos inusuales en el interior del recinto financiero y de inmediato identificó a un par de antisociales con armas en mano, se acercó un poco más y pudo observar a otros dos que sometían al gerente del banco.

Sin poder evitar que los refuerzos aparecieran en la escena con la parafernalia de rigor, se percató que los antisociales comenzaran a disparar hacia el sitio de donde venían las patrullas y sin esperar por otro desenlace, se introdujo a la sede del banco y abrió fuego contra dos de los asaltantes dejándolos de inmediato eliminados, un tercer facineroso abrió fuego contra él haciéndolo retroceder a ponerse a mejor resguardo y así evitar una baja civil, pero de inmediato ripostó en su arremetida y logró con un disparo certero eliminarlo sin daños colaterales.

Desde el lugar donde se replegó para definir una nueva estrategia para ir por el cuarto antisocial, vio como las inmediaciones se atiborraron de patrullas, segundo antes de que comenzara a escuchar las ráfagas de una subametralladora que comenzó a disparar el delincuente, y en una de sus pausas se levantó para repeler el ataque para sentir un potente impacto en su pecho que lo empujó con fuerzas contra un panel de cristal que servía de fachada del banco, la vista se le nubló y el pulso se le aceleró mucho más de lo que ya lo tenía, un fuerte sabor a hierro brotó a borbollones de la boca, un escupitajo de sangre le confirmaba que había sido herido, su última visión fue del sargento entrando a la sede, disparando contra el antisocial y tomándolo a él por un brazo y arrastrándolo hacia la salida, pero sus ojos no pudieron más y se cerraron, de color negro absoluto fue su último recuerdo.


De a milímetros podía abrir los ojos, para ver al sargento sentado en una silla al lado de su cama en un hospital, un tubo de plástico rugoso en su boca le impedía hablar, pero la pesadez de sus ojos no le permitían abrir por completo, eso lo intentó día tras día, sólo para ver un poco, sólo un poco al sargento día y noche sentado al lado de su cama.

Una noche pudo abrir por completo sus ojos, a diferencia de otros días no estaban los doctores ni las enfermeras, pero si el sargento, seguía allí sentado, tozudamente, con su cara de mar bravío y al verlo parpadear se levantó de su silla y con su voz de trueno le dijo sin poder esperar: “Te prohíbo morirte, es una orden, tampoco te vayas a poner a reír, o peor aún a llorar”, con las pocas fuerzas que tenía subió su mano derecha a su frente y saludó al sargento aceptando la orden, ambos sonrieron.

El sargento se volvió a dirigir a él y le dijo “Ni creas que me voy a quedar velando por ti toda tu vida, ya estás bien y estoy seguro que ya no te mueres, sólo quería asegurarme de eso, me voy te dejo, por cierto tremendo regalo me diste, es Nochebuena, hoy es Navidad”, le dio unas suaves palmoteadas en el pecho y se despidió no sin antes escuchar de él casi en susurros: “Feliz Navidad Sargento”.

La emoción y los movimientos corporales hicieron sonar la alarma de los equipos de cuidados intensivos, entrando apresurados el equipo de enfermeras y médicos chequeándole sus signos vitales y estabilizándolo, una vez retirado todo el equipo de ventilación asistida, uno de los médicos le dijo que afuera estaba su mamá y que estaría alegre de verlo, pero que sólo podía estar con ella unos minutos pues seguía en estricta observación.

Su madre entró a la habitación apresurada se abalanzó sobre él, sus lagrimas se confundieron en una sola, le habló de lo mucho que había sufrido y le hizo saber que había pasado semanas en coma.

Él solo pudo decir unas pocas palabras y de cómo veía todos los días al sargento haciendo vigilia por él en la habitación, hasta hacía pocos minutos de su despedida antes de que los doctores entraran.

Su madre en su infinito agradecimiento por su milagrosa presencia, no pudo encontrar la forma correcta de decirle que estaba en un error, pues el sargento murió el mismo día del asalto salvándole la vida.

Rindo con este hermoso relato un sentido homenaje a un hermano que me dio la vida, un intrépido oficial de policía que volvió de la muerte, luego al pasar de los años, Abogado de la República y finalmente un aguerrido Fiscal del Ministerio Público, para mi Compadre J.J.F.C.

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