Relatos de la Justicia: Drama sexagenario
Comenzaba la semana y como buen lunes me animaba luego del primer sorbo de café, anudar la corbata era para mí un signo idéntico a colocarme una armadura, que me sirviera para siquiera proteger el alma de tantos dramas humanos que nos toca ver, vivir y padecer en este intrincado camino hacia la JUSTICIA.
Esa semana me estrenaba en un área para la que nunca había estado física y psicológicamente preparado, me comisionaron para encargarme de la Fiscalía de Régimen Penitenciario, esa que se encarga de velar por el correcto y fiel cumplimiento de las penas impuestas por los Tribunales a los condenados.
“¡¿CÓMO ES LA VAINA QUE TENGO QUE SUPERVISAR A LOS QUE LLEVÉ A PRISIÓN?, MEJOR PÓNGAME LA PISTOLA EN LA CABEZA Y QUE CUALQUIERA DE ELLOS APRIETE EL GATILLO!”
Fue lo primero que dije cuando recibí la llamada de mi jefe notificándome de la “descabellada idea”
– Cálmate que sabes muy bien que no es decisión mía, mandaron la comisión de Caracas con tu designación, el Fiscal de ese cargo tiene 5 años sin tomar vacaciones.
– Y yo tengo 6, le gané. Le dije.
– Mírale el lado bueno -insistió mi jefe- vas a tener menos estrés porque ordené que te dejarán solo a cargo del trabajo administrativo, las visitas carcelarias las hará tu equipo de asistentes, cálmate -insistió una vez más mi jefe-
– Ok, está bien pero que quede totalmente claro de que ¡NO HARÉ NI UNA SOLA VISITA A NINGÚN CENTRO DE RECLUSIÓN!
– Así será, dijo el jefe antes de colgar.
No había siquiera llegado a la oficina de la Fiscalía Penitenciaria, cuando me llamó uno de mis asistentes.
– Aló, doctor mucho gusto mi nombre es David, soy uno de los asistentes de la Fiscalía Penitenciaria.
– Mucho gusto David, sí ya me informaron la noticia de más pésimo gusto.
-Le entiendo doctor, no es fácil. Pero despreocúpese, acá le vamos a apoyar 100 %. Pero también le llamo porque recibí una llamada de una defensora pública que tiene un caso de un condenado que desea estudiar con usted.
– Bueno dígale que apenas llegue a Ciudad Bolívar y me ponga al día con ustedes le agendamos una audiencia.
– Está bien doctor así lo haremos, dijo David antes de despedir cortésmente la llamada.
Al llegar a Ciudad Bolívar, lugar donde se encontraba la oficina y luego de conocer al personal y la dinámica de trabajo, le pedí a David que llamara a la defensora pública y la citara para la tarde.
Puntualmente llegó a las 2:00 p.m., la reconocí de inmediato al verla entrar por la puerta principal de la fiscalía, pues a pesar de que nunca antes nos habían presentado, ya la había visto en algunas oportunidades en los quehaceres comunes y cotidianos de ambos en los Tribunales.
La recibí en mi oficina mientras le pedía amablemente a mi secretaria nos regalara uno de esos exquisitos cafés que preparaba con sabor y olor a especies.
Nos sentamos a conversar y a conocernos y coincidimos en varias cosas, como la universidad donde habíamos estudiamos, algunos profesores y hasta dos amigos en común.
Pasamos al tema profesional y me dice:
– Estimado colega, vengo por un caso que llevé desde el principio y a pesar de que fue un delito atroz el que cometió mi defendido, él me ha pedido, más bien rogado, que le logre una entrevista personal con usted, porque él desea hacer una confesión que ni a mí misma se ha atrevido a hacer.
– No creo que pueda ayudarla con eso estimada colega, La atajé.
– Pero déjeme explicarle primero.
– No, usted no me entiende, acepté este cargo temporalmente con la única condición de no hacer visitas carcelarias.
– Pero es que…
– ¡Pero es que nada! -le interrumpí enérgicamente- Usted no sabe a cuántos delincuentes he ayudado a condenar por sus crímenes, entienda que expondría mi integridad y mi vida misma visitando un solo preso, en cualquiera de las cárceles del estado y quizás del país.
– Está bien doctor le comprendo su posición perfectamente y no le voy a insistir, pero espero entienda que a pesar de que mi defendido está muy delicado de salud, él desea solamente ayudar con su testimonio a que un inocente recupere su libertad.
– Claro así son todos, después de sus crímenes se vuelven redentores. Que tenga buenas tardes doctora, le dije levantándome de mi silla y dirigiéndome hasta la puerta de la oficina y abriéndola en señal de que la reunión había terminado.
La defensora se levantó con pesar, tomó su maletín y justo al pasar frente a mí me miró y me dijo misericordiosamente:
“Doctor no olvide que la clemencia es también hija de la justicia”, bajó su mirada y salió de mi oficina dando gracias a mi secretaria por el exquisito café y despidiéndose muy cariñosamente de todo el personal, quienes apenas la defensora cruzó la puerta de salida, me miraron con ojos acusadores, como si de alguna manera tomaran parte a su favor en la disputa recién acontecida.
En ese instante consideré en riesgo mi posición y trasladándome al centro de la oficina les hice señas para que se acercaran todos y les dije en tono audible:
¡”QUIERO QUE LES QUEDE CLARO A TODOS QUE POR NINGÚN CONCEPTO HARÉ VISITA CARCELARIA, ASÍ QUE NO SE MOLESTEN EN AGENDARME AUDIENCIAS DE ESTE TIPO, Y DEJEN DE MIRARME CON ESOS OJOS, ES MI VIDA LA QUE SE PONE EN RIESGO Y SE PONEN A TRABAJAR!”
Todos se encogieron en hombros y volvieron a sus ocupaciones, mientras yo regresaba a mi oficina cerrando la puerta a mi espalda y con los ojos cerrados pensé: “Qué carajos querrá confesarme el tipo ese”.
Al día siguiente en momentos en qué entraba al Palacio de Justicia de Ciudad Bolívar me topé con la defensora pública nuevamente, al observarla a lo lejos mi ceño se frunció enseguida y mi cara se transformó de inmediato, fue tan súbita la transformación que la colega pudo darse cuenta de mi cambio.
Caminó más despacio hasta lograr que le alcanzará y al tenerme cerca me soltó un: “Muy buenos días tenga usted doctor”, al que respondí casi gruñendo con un inaudible: “Bunnnsdias”.
Ella al ver mi actitud me detuvo en el acto sujetándome del brazo izquierdo y me dijo:
– “No, Doctor, así no, volvamos a conocernos, quizás ayer no le di la mejor impresión” y dándome su mano derecha insistió: “Mucho gusto mi nombre es María Carolina”, le di un apretón de mano y retomando mi paso le dije sonriendo: “El mío es Pepito y voy tarde para una audiencia”.
Aún sin soltarme la mano hizo que me detuviera y que girara hacia ella sorprendiéndome con su movimiento y haciéndome reír un poco, lo que la motivó a que también riendo me dijera: “Al menos ya sé que sonríe, le brindo hoy yo el café”, “No puedo voy retrasado”, le dije aún sonriendo.
– “No se preocupe que la audiencia a la que va es conmigo”, me miró con una sonrisa pícara, me tomó del brazo y me dijo: “Venga yo lo llevo, que usted ni siquiera sabe dónde queda el Tribunal” y caminamos juntos todo el trecho hasta la oficina del juez, nos anunciamos, me presenté y el juez nos pidió que tomáramos asiento.
Al cabo de unos minutos ya nos adentrábamos en temas propios del caso que nos tocaba resolver ese día. Al finalizar la audiencia el juez le pregunta a la defensora:
– ¿Doctora que pasó con el médico ese que quiere hacer una confesión? Ella me miró tímidamente y señalándome le dice: “El doctor no hace VISITA CARCELARIA”
En eso el juez hace llamar a su secretaria y le pide sentado desde su silla que por favor le ubique en el archivo “el caso del médico” para que acto seguido se dirigiera hacia mí y me dijera:
– “Mire doctor yo no soy quién para decirle qué cosas si o qué cosas no debe hacer usted, pero ese médico está bastante delicado de salud yo creo que no termina de cumplir su condena porque se muere primero, ya lo he mandado a emergencias tres veces en lo que va de mes y el médico forense lo va a examinar para ver si le doy una medida humanitaria para que muera en su casa”
– ¿Usted sabe la cantidad de delincuentes que estarían felices de verme nuevamente?, le pregunté al juez.
– “Eso es lo de menos, yo mismo lo acompañaría y le pediríamos a la Guardia Nacional que nos de la protección, además la reunión sería en la oficina del director de la cárcel”, me dijo el juez con toda su concentración en el discurso para convencerme.
– “No sé porqué pero aun con todo eso no me siento seguro”, le respondí.
– “Bueno doctor lo dejo en sus manos” fueron las palabras del juez antes de que llegara su secretaria con el expediente, al hacerle entrega el juez me señaló para que su secretaria me lo entregara a mí.
La defensora me tomó de ambas manos haciendo un sándwich con sus manos las mías y el expediente en medió y me dijo:
– “Revíselo muy bien por favor y si usted ve allí algo que nosotros no hayamos visto nos lo dice, pero segura estoy que lo que sea que quiere confesarle el médico, en ese expediente no está”.
Me levanté de mi asiento y le pedí al juez me facilitara un lugar para revisarlo sin incomodar las ocupaciones del tribunal, le dio instrucciones a su secretaria quien me habilitó un lugar en el despacho donde no iba a ser molestado, desde la puerta se asomó la defensora y me dijo:
– “No olvide que le ofrecí un café, no se vaya sin avisarme”, me saludó con su blanca y pequeña mano y se despidió cortésmente de todos en el tribunal, agitando su ondulada cabellera castaña al girar para salir.
De inmediato me sumergí en el expediente, los acusados se trataban de un médico cirujano acusado por el delito de aborto agravado y el coautor del delito el futuro padre de la criatura, la víctima mortal una adolescente hija también de un conocido y respetado médico de la ciudad, como bien me lo hizo saber una de las asistentes del tribunal que me interrumpió mientras estudiaba el voluminoso expediente.
Revisé y todo parecía estar todo en su sitio, pruebas, autopsia de la víctima, testigos, juicio bien llevado, derecho a su defensa incólume, parecía no faltar nada, tal como me lo hizo saber la defensora.
Una vez terminada mi exhaustiva revisión le devolví el expediente a la secretaria y me despedí del juez que ya se disponía entrar a otra audiencia, me saludó no sin antes decirme en voz alta desde su silla:
– “Me avisa lo que decida para coordinar lo que le prometí”.
Asentí con la cabeza y lo saludé, salí del Tribunal con más dudas de las que entré.
Al llegar a la puerta del Palacio de Justicia me tomaron con fuerza de la mano derecha desde atrás y haciéndome girar me percaté que era la defensora quien con ojos de sorpresa y en tono exaltado me preguntó:
– ¿En serio se pensaba ir sin aceptarme el café?
De verdad lo había olvidado, me sumergí tanto en las preguntas que me generó el caso que me disponía abandonar el Palacio sin honrar la promesa.
– “Caramba mi doctora que pena, pero es culpa suya, pues pensando en su caso había olvidado su invitación”, le dije ruborizado.
Nos dirigimos al cafetín del Palacio y ya con café en tazas y sentados en una cómoda mesa de una esquina la colega me preguntó:
– ¿Que vio en el expediente doctor?
– Nada fuera de lugar.
– ¿Vio?, ¿Qué le dije? Yo misma hice ese juicio y todo lo incriminaba, se lo dije desde que asumí la defensa y vaya que usted mejor que nadie sabe, que esos casos de delitos repudiables nadie los quiere tomar, la víctima era una niña que bien pudo ser hija de cualquiera de nosotros, sin embargo lo defendí bien sin dejar que la subjetividad me poseyera. Por eso le pido que piense en la oferta que le brindó el juez.
– Está bien doctora lo consultare con mi almohada, mañana les doy mi respuesta, me terminé el último sorbo de café y me despedí cariñosamente.
Al día siguiente me llama a mi celular la defensora para informarme que su defendido la estaba llamando con insistencia desde el centro de reclusión, ya sabíamos para que. En ese momento tomé la decisión:
– “Está bien Doctora hable con el juez y que organice todo para hacer la visita de su defendido”.
Juraría que escuché unos aplausos y una ahogada celebración desde el otro lado de mi oficina donde trabajaban mis asistentes y el resto del personal.
– “¡Aquí no pagan por chismes!”, les grité desde mi silla mientras colgaba la llamada de la defensora.
Esa misma tarde nos dispusimos hacer la visita, acudimos al Internado Judicial de Vista Hermosa, la defensora, el juez de ejecución y nos esperaba una comisión de la Guardia Nacional quienes nos brindaron la custodia hasta la oficina del director, no hubo mayor escándalo a nuestra llegada, casi ningún recluso sabía de nuestra visita y mucho menos el motivo, la oficina del director quedaba en un lugar donde necesariamente debíamos atravesar buena parte del internado judicial, como si se tratara de una película de policías vi varios rostros familiares que desde distintos lugares me observaban, vi a alias “Spiderman”, a “Cheo” el asesino de la maestra y hasta al “Burra Negra” que aún en esa época no se fugaba, el odio destilaba por sus ojos y la impotencia de no poder agredirme se les notaba en los puños apretados y en las mandíbulas rígidas.
Llegamos afortunadamente a la oficina del director, ahí nos esperaba el suplicante con un nada alentador estado físico, apenas podía hablar y luego de que el director se presentara y me explicara algunas reglas de seguridad del penal, nos dejaron solos en la oficina.
El recluso se llevó a la boca una botella de agua mineral que le llevó su defensora, tomó un sorbo de agua y casi balbuceando comenzó lo que sería la necesaria confesión por la que tanto había insistido a través de su abogada.
Lo que narró cambiaría radicalmente su caso, la justicia había fallado garrafalmente, pero ese grave error lo indujo la misma persona que lo confesaba en ese instante, por eso lo hacía con el convencimiento de que no podía llevárselo a la tumba, pues la injusticia prevalecería aún después de muerto.
El recluso comenzó a convulsionar antes de culminar su confesión, tosía vigorosamente a la vez que daba arcadas, no había que ser médico para darse cuenta que estaba teniendo una crisis, abrí la puerta y le pedí al director que llamara a un médico urgente que lo atendiera, el me miró de manera incrédula y me pregunta:
– ¿Un médico? ¿Dónde cree usted que está doctor en la Penitenciaria de Sing Sing? Aquí lo que tienen los presos pa’ los dolores es perico.
– “Bueno entonces habrá que llevarlo al hospital” le dije. “Si usted trajo carro con mucho gusto”.
Se encogió de hombros y extendió sus palmas hacia los lados y me dijo:
– “Acaso creía que teníamos ambulancia”, “Bueno pero vamos de una vez antes de que se nos muera, agilice la autorización”, le reiteré de forma airada mientras el director sin mayores formalismos y señalando con sus
manos hacia adelante me dijo:
– “Lo estoy autorizando doctor ¿o requiere de un sello húmedo?”
Con la ayuda de varios Guardias Nacionales levantaron al recluso de la silla y lo cargaron como si se tratara de un gran saco de papas, su cuerpo famélico no oponía resistencia a los movimientos bruscos de sus “camilleros” improvisados que le hacían ver cómo si estuviera hecho de papel.
No supimos quién ni cuando, propagó el rumor en el internado de que nos encontrábamos torturando al recluso y sacándole una declaración a los golpes.
Pero lo cierto es que en apenas unos minutos el centro de reclusión entero se había volcado hacia la dirección de manera agresiva y amenazante, decenas de chuzos se observan blandidos por los reclusos en alto y gritando enfurecidamente “mátenlos, mátenlos”.
Los Guardias Nacionales que llevaban al recluso se regresaron y le pidieron al sargento que pidiera apoyo al comando pues ya los reclusos habían tomado la entrada del Internado.
Todo aquello que aconteció desde ese momento hasta la llegada del equipo antimotines, fue sencillamente inenarrable, nuestro suplicante reo se desmayó en uno de sus múltiples convulsiones a la par de que unos reclusos lograron ingresar al pasillo de acceso a la oficina del director y cortaron en un brazo a un efectivo de la Guardia Nacional que nos custodiaba, quien se regresó y se apertrechó nuevamente en la oficina con aquella herida abierta por la cual sangraba profusamente.
Cómo pudimos usando mi pañuelo tapamos la herida y usando las medias pantys de la Defensora aplicamos un torniquete improvisado en su antebrazo. Finalmente llegó el equipo antimotines y disparando gases lacrimógenos y perdigones de plástico se abrieron paso hasta la oficina del director y usando sus escudos de plexiglás hicieron una suerte de nicho bajo el cual nos apertrechamos el juez, la defensora y yo, cuando salimos del pasillo un trecho al aire libre nos separaba de la entrada, desde donde otro equipo antimotines repartió otra dosis de gas lacrimógeno para despejarnos la vía de salida.
Pero no fue suficiente, a mitad de nuestra arriesgada misión debimos regresarnos hasta el pasillo nuevamente y esperar que nuestros custodios replegaran efectivamente a los furiosos amotinados.
Hubo un momento de silencio en el que desde el tumulto se desprendió uno de los reclusos, el Burra Negra y con chuzo en mano gritó:
– “No queremos hacerle daño a ustedes, la bronca es con el fiscal, entréguenlo y no les pasa nada y se van tranquilos”.
Justo cuando escuchamos eso le dije al juez y a la defensora viéndolos a los ojos:
– “Ven porque no hago visita carcelaria, ahora por este error la vida de todos corre peligro”.
Al terminar de decir eso, la defensora tuvo un ataque de pánico y comenzó a llorar desconsoladamente y a gritar:
“No quiero morir, no quiero morir”.
Sus llantos fueron interrumpidos por una nueva ola de disparos de perdigones, un piquete de la GN más nutrido hizo entrada al internado judicial, lograron repeler ahora sí a los amotinados, logré ver cómo un impacto de perdigones alcanzaba al Burra Negra justo en el pecho haciéndolo caer vertiginosamente al piso, era ahora o nunca, los efectivos que custodiaban nuestro retorno a la salida comenzaron a gritar:
“¡Vamos, vamos, vamos!”.
Pero cuando me disponía a correr vi que la defensora no podía siquiera moverse del pánico y sin pensarlo la tomé por las piernas y por su espalda cargándola en peso y emprendiendo la carrera hasta la salida, donde nos esperaba el propio capitán a cargo del operativo quien nos dijo:
– “Vengan por aquí”, señalando la ruta hacia una ambulancia que nos esperaba afuera, el mar de curiosos era impresionante, entre ellos los familiares de los reclusos que esperaban fuera de las instalaciones el desenlace del evento.
Cuando llegamos a la ambulancia le entregué a un paramédico a la defensora y le dije:
– “Atiéndela a ella tiene un ataque de pánico, yo estoy bien”-
Mientras la colocaba en la camilla ella tomó mi mano fuertemente y me dijo:
– “No me deje sola doctor”
Yo como pude le dije:
– “No lo haré, pero tenemos que terminar lo que vinimos hacer, sino nada tendrá sentido” le dije al paramédico:
– “Por favor estabilícela mientras vamos por un recluso grave”, cuando dije esto observé que venía hacia la ambulancia el otro grupo de militares trayendo al recluso lo subieron a la camilla de la ambulancia aún desmayado, los paramédicos tomaron su pulso y dijeron:
– “Pulso débil pero está vivo, vamos urgente”.
Debido al poco espacio le dije a la defensora:
– “Voy detrás de la ambulancia nos vemos en el hospital”, y tomando el torso de su pequeña y blanca mano le di un beso y le dije:
– “Tranquila todo va a estar bien”.
Dos gruesas lágrimas rodaron desde sus verdes ojos y asintiendo con la cabeza se despidió lanzándome un beso desde sus labios.
Al salir de la ambulancia fui en búsqueda del juez, iba furioso en procura de él, cuando lo encontré aún estaba pálido y sin esperar que hablara le increpé enérgicamente:
– “Todo esto es su responsabilidad, como es posible que ese recluso esté en esas condiciones y usted no le había concedido antes una medida humanitaria, ¿o es que acaso la vida de los reclusos no les importa a nadie?”.
Su mirada esquiva no podían ocultar la carga de culpa que reflejaban sus ojos.
– “Usted sabe que hay que cumplir con los protocolos de Ley”, me dijo casi tartamudeando.
– “Si yo sé, todos los muertos de los penales usan la burocracia como mortaja, no solo los malandros tienen sus muertos encima, ustedes los jueces también y si este se muere ya tendrá su primer muerto encima, por inhumano”.
Lo tomé del brazo y lo llevé casi a empujones.
– “¿A donde me lleva?” preguntó.
– “A donde más va a ser, al hospital, quiero que usted como responsable vea, sufra y padezca el desenlace que con actos irresponsables podemos cometer muchas veces en el ejercicio de una justicia injusta y desigual”.
– “Ok, está bien” fue lo único que dijo en su defensa.
Ya en el vehículo rumbo al hospital solicité por conducto del juez que se constituyera de emergencia en el propio hospital un Tribunal de Control para evacuar el testimonio del moribundo como prueba anticipada, para que su confesión tuviera valor probatorio y se incorporara al eventual proceso penal conforme lo exige la ley.
Llegamos al hospital y al entrar nos dicen que el moribundo llegó muy descompensado y lo ingresaron con pronóstico reservado, la defensora la tenían en observación por su cuadro de pánico pero ya la habían estabilizado.
Al cabo de unas horas nos informan que debieron ingresar a cuidados intensivos al paciente, por lo que se derrumbaba toda posibilidad de cumplir con nuestros objetivos.
Al salir la defensora de observación nos volvimos a ver en el hospital, nos abrazamos y ambos nos consolamos por lo dramático que habíamos vivido ese día.
Minutos más tarde la acompañé hasta la entrada del hospital donde estaba su esposo que la había venido a buscar, él estaba de viaje rumbo a otra ciudad desde donde regresó de inmediato apenas se enteró de la pesadilla por la que pasó su esposa. Ambos se abrazaron fuertemente y lloraron desconsoladamente.
Debimos esperar cerca de las 2 semanas para que el paciente, saliera de cuidados intensivos a cuidados intermedios.
Su médico tratante nos dijo cuando volvimos con el Tribunal a tomar su confesión:
– “Profesionalmente no puedo recomendar su declaración, pero humanamente el paciente me ha pedido que desea hacerlo, voy a permitirlo siempre que no repitan el show mediático de hace días atrás en el internado Judicial”.
– “Así lo haremos doctor, se lo prometemos” le dije.
Nos reunimos en la habitación del paciente, el juez, un secretario, la defensora y yo, sin mucha parafernalia de portafolio, corbata ni nada que se le parezca, de hecho entramos como visita ordinaria del paciente.
Una vez el médico nos dio las recomendaciones le explicamos al paciente la forma en que tomaríamos su declaración, para que acto seguido este comenzara a narrar los hechos:
– “Quiero comenzar por decir que esto lo hago solo por convicción propia, como un acto para sanar mi pecado y como una forma de redimir la pena o exculpar a un inocente. Quiero que sepan que el día que llegó la muchacha para que le practicara el aborto, llegó bastante mal, le habían hecho ingerir no sé cuántas cosas para hacerla abortar, yo la estabilicé y al día siguiente fue que le practiqué el aborto. Todo había salido bien hasta que se produjo la hemorragia que provocó el hecho por el cual estoy aquí preso y en estas condiciones y una vida menos de una joven muchacha”.
Tomó un sorbo de agua y prosiguió mientras enjugaba las lágrimas que habían brotado mientras declaraba.
– “Yo quiero que sepan que esos días la joven fue acompañada de su pareja y padre de la criatura junto al cual fui acusado y que hoy cumple condena igual que yo, pero había otra persona que prácticamente nos obligó a hacer lo indebido, yo reconozco mi culpa pero ese muchacho es inocente, quien lo obligó a él y a la muchacha ir hasta mi consultorio fue el señor Jacinto Peña”.
Cuando el paciente dijo aquel nombre todos en la habitación abrieron los ojos en señal de asombro, menos yo.
Finalizada la confesión nos retiramos de la habitación dejando al paciente solo con su médico tratante, quien había iniciado otra de sus crisis como consecuencia del estado de nervios que le generó su confesión.
Todos los que me acompañaban fueron uniformes en sus consejos: Tener mucha cautela con los pasos siguientes, Jacinto Peña era un reconocido médico de la ciudad, de abolengo, respetado por todos, dueño de varias clínicas de salud privadas, sus relaciones alcanzaban hasta funcionarios del alto gobierno, por lo que tenía que tener mucha cautela. Pero mi deber era uno solo y el deber obliga.
Ese mismo día y una vez que tuve en mis manos la certificación judicial de la confesión, solicité la orden de aprehensión contra el inculpado y en momentos en los que salía de los tribunales rumbo a ubicar al solicitado, recibí una llamada telefónica a mi celular de un número desconocido:
– “Doctor buenas tardes, ya sé que me anda buscando, no tiene que buscar mucho, venga hasta mi casa, haga lo que debe hacer y no se preocupe que no opondré resistencia”.
Me subí a mi vehículo mientras llamaba al jefe de policía para que me acompañara personalmente. Nos encontramos en la entrada de la lujosa residencia y al saludarnos y tocar el timbre de aquella prístina mansión, se acercó hasta el portal de la entrada una señora mayor vestida con la clásica indumentaria de ama de llaves quien nos invitó a pasar, conduciéndonos hasta una oficina que quedaba a la derecha del lobby de la mansión y nos dijo:
– “tomen asiento, le avisaré al doctor que ya llegaron” retirándose sigilosamente.
A los pocos minutos hizo acto de presencia un hombre alto, blanco, de abundante cabellera canosa, vestido de guayabera blanca y pantalón gris de vestir, se presentó muy afablemente, nos extendió su mano al oficial y a mí y nos pidió disculpas por la espera, se sentó en su sillón de cuero negro y madera de teka que regentaba un antiguo escritorio de caoba.
Apenas se sentó nos dijo:
– “Adónde me trajo la vida y mis equivocaciones”.
De inmediato brotaron un par de lágrimas de sus ojos color azul cielo. Se disculpó por ellas y prosiguió:
– “Lo llamé doctor porque no pienso esconderme más de mis pecados y mis delitos, lo que yo hice debo pagarlo de alguna forma u otra, me queda claro a mis 68 años de edad, que todo lo bueno que hagamos en la vida lo daremos al contado, pero todo lo malo será a crédito porque tarde o temprano hay que pagarlo”.
Se levantó de su silla y se dirigió hasta un gran ventanal que iluminaba todo aquel despacho estilo Luis XV, desde ahí continuó su relato:
– “No hay nada que justifique lo que hice, evitando una humillación que mancillara mi nombre, provoqué una tragedia, ese día enterré más que a mi hija y a mi nieto, enterré mucho más”.
Se dirigió a mí y me pidió le entregara orden de aprehensión, me levanté y se la di, tomó sus lentes de un estuche que sacó de uno de los bolsillos de su guayabera, se los colocó y comenzó a leer la orden.
Se detuvo un rato cuando leyó el nombre del juez que la emitió y con una risa algo forzada dijo:
– “Que ironías de la vida, a este muchacho que firmó esta orden fui yo quien lo trajo al mundo, conozco a su mamá desde que era una carricita” de inmediato supe quien habría sido la persona que le habría informado de su orden de aprehensión.
En ese instante retomó su alegato:
– “Quiero que sepan que aquello que hice más que por proteger mi honor y la reputación de la familia, fue por evitar el peor pecado inconfesable.
Hace años conocí a una joven muchacha, campesina de un pueblo del norte del Estado, me enamoré perdidamente pero eso no podía saberlo mi esposa menos aún la familia. Ella salió embarazada y tuvo el hijo del que renegué hasta el sol de hoy y del que lamento mucho haber inculpado de la muerte de mi hija, si esto hace que recupere su libertad pues así será, pero no hay cárcel que pueda redimir mis delitos ni penitencia que pueda exculpar mis pecados”.
Sin darnos sospechas de lo que haría y mucho menos espacio para la reacción, sacó del cinto de su pantalón un revólver cañón corto cromado y llevándolo hasta el interior de su boca accionó el gatillo…
Desde mi silla escuché aquel disparo como un cañón y como si todo sucediera en cámara lenta, vi su sangre salpicar y parte de su masa encefálica desprenderse y caer sobre el lomo de un ejemplar de la Divina Comedia puesto en los primeros tramos de aquella biblioteca. Fue su perpetrador, su juez y su verdugo.
La anterior es una historia recreada por una dinámica que realicé con mis seguidores de la red social Twitter, todos son personajes de ficción, salvo yo que si ejercí aquel encargo como Fiscal de Ejecución, para quienes tienen una mente veloz y son suspicaces han de haberse dado cuenta que es una suerte de continuación o desenlace de esa famosa canción “Romance Quinceañero” escrita por nuestro querido cantautor de la música criolla Luis Silva.
Está demás explicar que de allí viene el título de esta historia “Drama Sexagenario”, si desean pueden comentarle al Intérprete Barinés, quizás nos complazca con una de sus hermosas creaciones convertida en canción e inspirada en este desenlace.
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