Relatos de la Justicia: Confesión tardía (Todos los negros II)
La sequía de esos años había significado la quiebra de muchas familias, no es que fuera un pueblo de gente adinerada, pero nunca antes en su historia el hambre había sido huésped en sus aposentos.
Familias enteras tuvieron que empacar lo poco que les quedaba después de tres años ininterrumpidos de sequía y largarse a otros destinos. Los más arriesgados lo vendieron todo y se fueron a la capital a probar fortuna con sus familias a cuestas, los más timoratos solo se llevaron cuanto tenían encima y se fueron buscando las bondades del Orinoco, ya que según decían en sus cuencas la sequía nunca parecía siquiera cercana, más sin vender ni despojarse de sus propiedades, cerrándolas con candado y un letrero con letras grandes donde se leía “Propiedad Privada”, mismas que funcionaban como un guardián impenetrable en un pueblo donde la ley se hacía respetar, sí o sí.
Para los menos afortunados como Ramón solo les tocó aferrarse a la fe y apelar de las dádivas que los pocos viajeros que cruzaban el pueblo rumbo a “Mundo Nuevo”, les daban por las cestas de palma, los chinchorros de pita y las esculturas de barro creadas por las manos famélicas de sus artesanas.
No hubo ganado que sobreviviera a tan inclemente castigo, ni la santa Yerbamora pudo sortear los embates del hambre, así como alguna vez su leche fue salvadora, su carne también lo fue para mitigar el hambre de toda la cuadra, que entre tripones y preñadas sirvió de condumio por quince días.
Solo los zancudos comieron en el pueblo durante esa pésima sequía y el momento de su hartazgo fue precisamente la noche en que desapareció Ramón.
Tras el descubrimiento de su cadáver muchas fueron las historias que se crearon entorno a su muerte, pero el Prefecto como primera autoridad civil y jefe de la gendarmería que brindaba la seguridad en el pueblo, estaba resuelto a no escuchar chismes, su responsabilidad estaba centrada en resolver la muerte en extrañas circunstancias de Ramón, un hombre afable, alegre, bondadoso y sin enemigos aparentes.
La primera incógnita a despejar era la del por qué la distancia, entre el lugar donde fue hallado el cadáver y el lugar donde se encontraron sus pertenencias. Era más que obvio que uno de los dos o quizás ninguno de los dos había sido el lugar del crimen, más bien el de liberación, por un lado su humanidad maltrecha y por el otro todos sus pertrechos.
A quien primero fue a buscar para comenzar la indagatoria fue a Doña Jacinta, consorte de Ramón, debía iniciar con el primer elemento: la última persona quien le vio en vida.
Entre tanto estrés y el trauma de la muerte ya habían episodios que había olvidado, aparte de que no le fue para nada fácil sacarle los recuerdos a una viuda entre tanto llanto y desvaríos.
Tres cosas destacaron en sus declaraciones, las que se encargó de llevar bien apuntadas en su libreta de anotaciones, María, una supuesta querida que tenía por los lados de Santa Inés, una supuesta rencilla añeja que tenía con un Tío lejano de nombre Jacinto, quien vivía curiosamente también en Santa Inés y una misteriosa y hasta ahora improbable tenencia de unas tierras ¡oh sorpresa! en las fructíferas tierras de Santa Inés.
De inmediato la brújula de la investigación giró hacia esas latitudes.
La llegada del Prefecto a Santa Inés fue de lo más sigilosa, salió del pueblo sin dar mayor explicaciones a sus subalternos, más allá de decirles de un supuesto exhorto que recibió de la Gobernación de la Capital exigiendo su presencia, excusa que inventó para no generar un chisme que llegara a Santa Inés más pronto que él y le ahuyentara la posibilidad de realizar una imperceptible y efectiva investigación.
Con las pocas pero eficaces estrategias de investigación aprendidas en la Academia de Gendarmes, se hizo de la primera pista, María la supuesta querida de Ramón existía, pero sospechosamente se había desaparecido también de Santa Inés, nada más y nada menos que el mismo día de la desaparición de Ramón, lo que hacía intuir que era probable ese supuesto romance, mucho más cuando los testigos le hicieron saber que le habían visto reunida en varias oportunidades en las que Ramón visitó Santa Inés, pero sin ánimos de añadirle cosas a un chisme, los interrogados fueron uniformes en que la percepción es que no era una relación amorosa la que sostenían entre ellos, bien por la gran diferencia de edad o bien por la forma del trato de Ramón con María, si se quiere de protector o de un dedicado mentor.
El segundo asunto que vino averiguar a Santa Inés no fue muy difícil corroborarlo, pues era moneda común en su propio pueblo de origen el odio entre Ramón y su Tío paterno Jacinto, la razón, según alegó una vez bien borracho el propio Ramón en la taberna del pueblo, que aquellas tierras que una vez le prometió su difunto Padre le legaría, aparecieron sospechosamente a nombre de su Tío cuando se hizo la indagación para la partición de la herencia.
Pero no fue por ello que resultó infructuosa la averiguación, ésta no había rendido sus frutos debido a que Jacinto no había sido visto más en Santa Inés, intrigantemente desde aquella famosa noche de espantos y audiciones demoníacas, por ello fue imposible interrogarlo.
El tercer y último de los pendientes en Santa Inés era el rastreo de las supuestas tierras, las cuales nadie de los entrevistados supo dar respuesta, aunque varios de ellos supieran decir que las únicas tierras sin propietarios conocidos, eran aquellas que daban hacia los lados de “El Horcón”, las cuales se sabían eran privadas, más, nunca se supo la identidad de sus propietarios, pero era imposible que éstas le pertenecieran a Ramón, dijeron coincidencialmente los emplazados, pues su precio no podría ser costeado por éste ni en dos vidas juntas, por su reconocida condición de pobreza.
De regreso al pueblo el Prefecto sentía que no avanzaba en la investigación, con lo poco que indagó en Santa Inés, no podía establecer un patrón que le llevara hacia una línea de investigación coherente.
Pero cuando todo parecía tomar forma de un crimen sin culpables, Doña Carmen trajo a regañadientes desde Santa Inés a Juvenal, un “güaricho” de unos 10 años, su nieto, ella supo tardíamente que el Prefecto anduvo por aquellos lares indagando sobre el crimen del Compadre Ramón, pero lo supo tarde y cuando dispuso buscarlo, éste ya habría retornado, aún así, Carmen, en respeto a la amistad de su familia con el difunto Ramón, aunado a la deuda moral con su memoria, debido a que este en vida era quien le amenizaba con su Bandola cuanta celebración ésta organizara.
Juvenal fue quien meses atrás descubrió el cadáver de Ramón a orillas de la carretera que conduce a Santa Inés y dio parte a los mayores quienes a su vez participaron a las autoridades, su testimonio fue parco y directo cuando su abuela Carmen lo sentó frente aquel escritorio del Prefecto: “Despué que vi al difunto Ñó Ramón salí a la carretera y vi al Páe Genaro que llevaba una maleta, igualitica a la que sigún espantaba de noche, por allá por los laos del Valle de Urica”.
Como si fuera una película que se rebobinara en su mente, el Prefecto revivió toda aquella larga noche de búsqueda en la que dieron con el enigma de la espelúznate audición de “TODOS LOS NEGROS” y como si fuera una alarma en su memoria que le alertaba de que estaba cerca de una revelación importante, repasó los detalles en profundidad de cómo la recordaba y para cerciorarse que se trataba de la misma maleta, le preguntó al guaricho: ¿Y cómo sabes tú que es la misma maleta? ¡Guá porqué sigún dizque la que encontraron es de cabritica con cuero negro cruzáo como si juera una atarraya e pescá y así igualitica jué la que yo miré que llevaba el cura! Respondió el infante, haciendo abrir los ojos del prefecto por el asombro que le produjo aquella revelación, cuya descripción guardaba idéntica similitud con la que su memoria trajo en ese preciso instante.
A pesar de que aquella revelación le estaba siendo dada en una hora de la noche para nada prudente, pero con ella se le daba un giro a su brújula indagativa, no esperó a que amaneciera y se trasladó raudo hasta la casa sacerdotal y cómo si su mano habría devenido en un pesado martillo, la golpeó hasta más no poder, hasta que un beodo sacerdote le recibió en etílico y alucinante estado, fuera de toda condición para rendir una indagatoria, por ello ordenó un apostamiento policial y que a primera hora de la mañana lo condujeran a la prefectura en el estado que fuere, y si aún seguí borracho, le quitaría la borrachera a fuerza cubetazos de agua fría.
Las súplicas sacerdotales que como aullidos expresaba el ahora incriminado sacerdote, no le permitieron al Prefecto dormir en toda la noche ¡Ayúdame Dios Mío!, ¡Ayúdame Dios Mío!, ¿pero en qué le va ayudar Dios a este cura borrachón? Fue la pregunta causante de su inédito insomnio. ¡Me irán a meter preso pero mañana le arranco la verdad al curita ese! Sentenciaba a cada rato mentalmente el Prefecto en esa larga noche.
A las seis en punto de la mañana se hizo presente el Sacerdote en la prefectura, no fue necesario el acompañamiento por la fuerza de la gendarmería, aunque si le escoltaron desde la casa sacerdotal. Bien acicalado y perfectamente afeitado encontró al Prefecto sentado en su silla en el despacho municipal con su escritorio como muralla, su mano derecha ya enarbolaba una humeante taza de café negro, se dirigió hacia su lugarteniente y le ordenó: ¡Prepárale una taza de café cerrero, no quiero que la resaca sea excusa para la desmemoria!.
¿En qué le tiene que ayudar Dios padrecito? Fue la primera pregunta que le disparó a quemaropa el Prefecto al Sacerdote, ¡Porque dice la cultura popular que los niños y los borrachos siempre dicen la verdad! Le acuñó antes de recibir respuesta.
Su mirada cabizbaja y su lenguaje corporal asumieron la culpa anticipadamente por el Sacerdote, como pudo levantó la mirada y pidió al Prefecto le dejaran solos a los dos. Con una simple mirada a su séquito el Prefecto hizo valer la petición.
Apenas cerraron la pesada puerta del despacho, el Sacerdote sentenció anticipadamente su silencio: ¡No puedo decirle mucho pues todo lo que se sobre la muerte de Ramón, sea mucho o sea poco lo sé por confesión de un feligrés y no puedo romper mi juramento, la ley de Dios y de los hombres así lo estipulan! Dijo pesadumbrado.
“Está muy bien Padrecito, eso se lo respeto” dijo el Prefecto, “Pero lo que me va a responder no tiene que ver con su secreto de confesión, sino más bien con el hecho de que usted fue visto en el lugar del crimen con las pertenencias del difunto, eso más que una protección debida es una prueba de su posible culpabilidad”, le increpó con vehemencia.
Ante este certero argumento, el Sacerdote desdibujó de su rostro la impresión de asombro que tenía y volvió a su inicial rictus facial, un par de lágrimas brotaron de sus celestes ojos y reiteró “No he sido el responsable de tan abominable crimen, solamente he aliviado a su penitente autor de tan pesada carga”, con rostro de estar bajo los efectos de la cólera, el Prefecto rugió como un león y le gritó: ¡No me venga con pendejadas cura de mierda, a usted se le vio cargando la maleta del difunto, que luego fue encontrada a cientos de kilómetros del lugar del crimen, eso no es secreto de confesión eso sólo significan tres vainas o es culpable, o cómplice o encubridor!
De un brinco el sacerdote con su rostro envuelto en la expresión pálida del pánico se incorporó de su silla, tomó un abrecartas que el Prefecto tenía sobre su escritorio y con una furia ciega del terror, se lo incrustó del lado izquierdo de su pecho, salpicando de sangre un gran crucifijo que le colgaba del cuello, cayendo al piso de cemento pulido con su negra sotana, tornándose de inmediato de color pardo rojizo, como acostumbran los partes policiales describir el color de la sangre derramada, tal como fue descrita en el manuscrito que sirvió de asiento del acto del levantamiento de su cadáver.
El hecho provocó innumerables reacciones, el Prefecto fue detenido y llevado a la capital bajo cargo de homicidio, no hubo testigos que confirmaran su testimonio, el pueblo entero quedó sumido en un gran silencio, ese que no se escuchaba desde las noches anteriores a aquella, donde la espeluznante voz los despertara. Y así pasaron los segundos, los minutos y las horas, los días y sus noches, los años y las décadas sin que se supiera la verdad de aquel injusto crimen, el Padre Genaro con su Muerte y la injusta prisión del Prefecto impidieron a sus deudos y a un pueblo entero saber la verdad, alcanzar la Justicia.
Cinco décadas más tarde en una distante localidad de cuyas coordenadas nunca se refirieron los emisarios, justo un sábado de gloria de una Semana Santa, al final del último traqueteo que reemplaza el tañir de las campanas, una anciana llamada María revelaba en lecho de muerte: “Mi tío Jacinto mató a Papá Ramón, todo porqué se enteró que yo lo ayudé a comprar las tierras que el mismo le robó de su herencia y que luego tuvo que vender por su vicio de los gallos, el cura fue su cómplice lo engañó diciéndole que alguien de Santa Inés le compraría parte de esas mismas tierras a cambio de ponerlo en contacto con la Petrolera pa sacá el Petróleo que dizque había debajo, lo llevó a una emboscada, papá nunca llegó a Santa Inés, pero su espíritu cantaba todas las noches desde El Valle su canción favorita, Todooos los negros tomamos café”.
Lástima que todo aquello fue tomado por sus deudos como desvaríos de la muerte, pues nunca supieron en vida de sus propios labios la existencia de esos hombres a quienes se refería y nombraba como Tío Jacinto y Papá Ramón, con ella definitivamente moría ahora sí, toda posibilidad de Verdad y Justicia.
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