Sucesos

Relatos de la Justicia: Todos los negros

No faltó nuevamente el pendenciero que dijo que si todos tomaran vino en la misa como él, más bien tendría que correrlos de la iglesia a escobazos.
sábado, 12 febrero 2022
Helen Hernández | Un misterio quedó resuelto, pero faltó uno más

Los zancudos hicieron su fiesta durante toda la noche, aquella piel cundida de las pequeñas protuberancias que dejaban sus picadas, hacían que el escozor que producía el infernal sarpullido no le dejaran dormir en toda la noche. Un concierto de palmadas se desplegaba en todas las habitaciones, era un hecho, a nadie dejaba dormir la endemoniada plaga.

La necesidad de brisa fresca nocturna en medio de ese inusual verano, que se extendió hasta bien entrado el mes de mayo, les obligaba a dormir con las ventanas abiertas, con lo cual permitían que los bichos entraran y salieran a discreción.

Uno que otro soplido entraba por la ventana en la quietud de la noche, pero no refrescaba, era como si alguien soplara por encima de la pavesa de una vela y su calor calentara el viento, propagándose como un vaho pegostoso que todo lo cubría, lo que los hacía sudar y con ello atraer más a los inmisericordes zancudos.

En el sopor de aquella noche pasada las doce pero antes del conticinio, todos escucharon como a lo lejos, muy pero muy a lo lejos, sonó una acompasada frase la cual como si fuera un quejido de ultratumba vociferado por un alma en pena decía: “toooodoooos loooos neeeeegrooos”…

Todos lo escucharon, pero nadie dijo nada. Siguieron fingiendo que dormían, los adultos pensaron que sería su inconsciente que les jugaba una mala pasada producto del insomnio, los más jóvenes no dudaron en cubrirse hasta las cabezas con las delgadas sábanas, que casi no les protegían ni de los zancudos, menos lo harían de un espanto.

El fantasmal ruido no se escuchó más por un buen espacio de tiempo, pero ello no favoreció al sueño colectivo, por el contrario, todos expectantes tiritaban de pánico por el espeluznante suceso. Nadie tuvo el valor de levantarse y asomarse al porche de la casa y verificar que había producido ese extraño y siniestro sonido.

Ya casi para despuntar el alba, justo cuando dicen los entendidos de las artes oscuras la noche se vuelve más negra y tenebrosa, un soplo de brisa ardiente se descolgó desde lo más alto de la loma que circundaba el pueblo y con mucha más fuerza y más audible, volvió a escucharse aquella escalofriante voz que repetía: “toooodoooos loooos neeeeegrooos”.

De inmediato los mayores brincaron de las camas y fueron a la habitación de los más pequeños, que por fortuna yacían rendidos gracias a la fragilidad de su sueño, más no así los adolescentes que despavoridos gritaban como si al mismísimo diablo hubieren escuchado y corrieron en busca de refugio a los brazos de Mamá Luisa, la matrona de la casa, quien también se levantó en batola de dormir con el rosario en una mano y persignándose repetidamente con la otra, mientras rezaba un compendio de oraciones entre el Padre Nuestro, la oración a San Marcos de León y a San Miguel Arcángel.

Todos en la sala de aquel ranchón del caserío esperaron a que Papá Pedro regresara a decir que ruido era ese, pues fue el único valiente que se atrevió a salir a averiguar que “guarandinga” había sido esa, pero regresó con el torso aún desnudo y con cara de confusión solo atinó a decir: “Seguro que eso jueron las guacharacas que ya está por amanecé” mientras se rascaba la cabeza.

Pero Mamá Luisa con más experiencia en lo esotérico y con el carácter que la definía solo dijo: “Guacharaca no espanta, mucho menos cacarea antes que el rocío, esa es la pelona que viene a buscá alguien, pero de esta casa no va asé”, y procedió en el acto a escupir en el suelo, le hizo la señal de la cruz al escupitajo y luego con el pie lo cubrió con tierra de aquel piso humilde del ranchón.

El suceso como era de esperarse se hizo noticia en todo el pueblo, ya para medio día las historias se multiplicaban y se les aderezaba exageradamente, uno dijo ver una bruja caer en su techo, más allá por los lados de la quebrada escucharon algo caer y chapotear justo después del siniestro grito, por la acequia dijeron ver una luz que alumbraba desde el cañaveral y así se fueron replicando más y más cuentos, tantos como la inventiva, la credulidad y la superstición colectiva lo permitieron.

No era de dudarse que aquel suceso no hubiera de llegar a oídos del Padre Genaro, quien fue el único del pueblo que no escuchó la fantasmagórica y espectral voz, por tanto no fue extraño que un faltón dijera que fue gracias a su predilección por el vino de consagrar, el cual libaba justo al cerrar la puerta de la Iglesia.

El Padre Genaro, fiel defensor del catolicismo, sus dogmas religiosos y franco detractor de la superstición y el esoterismo, no tardó en reprender a todos ese día en el sermón de la misa de las seis, argumentando que esas alucinaciones eran producto de su distanciamiento con Dios y la Iglesia, por lo cual los exhortó a volver a misa, a confesar sus pecados y a retomar la comunión, así como también a los padres a bautizar a los pequeños que aún no recibían su primer sacramento.

No faltó nuevamente el pendenciero que dijo que si todos tomaran vino en la misa como él, más bien tendría que correrlos de la iglesia a escobazos.

Ese día luego de la misa corrió el chisme como caudal de un río crecido que el compadre Ramón el marido de Doña Jacinta, había desaparecido justo la noche del misterioso y espeluznante episodio de la voz de ultratumba.


Muchos fueron los curiosos que se acercaron hasta la casa de la doña a indagar de primera fuente, para luego agregarle su ponzoña y alimentar el morbo del chisme hasta volverlo un monstruo de siete cabezas.

Allí estaba postrada en su sufrir y llanto en una mecedora al frente de su casa, consolándola sus dos más queridas comadres y con un séquito de chismosas a sus pies, que solo buscaban hurgar las llagas de su sufrimiento para regodearse con el mal ajeno.

¡Se le fue con otra! ¡Se fue pal sur de Bolívar a buscar diamantes y oro, estaba quebrao! ¡Descubrió un entierro y se fue guillao pa no compartí con Jacinta las morocotas!

Esas y más fueron las teorías que sin pudor se sorteaban las pérfidas invitadas, ninguna se ocupó de buscar alguna razón lógica y humana, del porqué o los motivos de la desaparición del compadre Ramón.

El chisme fue tan voraz que de inmediato se hizo una larga cadena de él que llegó al conocimiento del Padre Genaro, y éste sin siquiera darle oportunidad de cambiarse la sotana luego de la misa corrió a casa de Doña Jacinta a socorrerla en su sufrir.

El Padre la hizo pasar a su casa para apartarla del público de tribuna que su pesar originó, allí en la intimidad de su hogar y luego de que la turba hambrienta de chisme se hubo retirado, le explicó que en esos casos había que esperar a que transcurriera un tiempo prudencial para que las autoridades iniciaran la búsqueda, pues quizás andaba de parranda o por qué no en las lides amorosas con una amante furtiva.

¿Pero cuál parranda? ¿Cuál amante? ¡Si Ramón nunca ha bebido y siempre ha sido un hombre de su casa! Fueron las respuestas ahogadas de llanto que le dio Jacinta a sus insinuaciones. “lo sé Jacinta, lo sé, pero así lo dice la ley y hay que obedecerla” respondió el Padre mientras le convidó a rezar un rosario por la pronta aparición de su ausente marido.

Al día siguiente Doña Jacinta en compañía de sus dos inseparables comadres se hicieron presentes en la prefectura a primera hora de la mañana, sin cumplir las recomendaciones del cura de esperar un tiempo prudente, se apersonó urgida por la desesperación y nuevamente ahogada en llanto le suplicó al Prefecto que iniciara la búsqueda de su consorte.

Este como primera autoridad del Pueblo le explicó exactamente lo mismo que el Padre le había explicado la tarde anterior, pero ante la súplica agónica de Jacinta decidió alistar a dos gendarmes para que hicieran una búsqueda preliminar del compadre Ramón.

Comenzaron por inspeccionar la vivienda, allí se percataron junto a Doña Jacinta que el compadre se había llevado una maleta, algo de ropa, cosas personales y hasta unos documentos de unas parcelas que había ido comprando poco a poco durante toda su vida, que quedaban por los lados de Mundo Nuevo, los oficiales inmediatamente cambiaron entre ellos el estatus de “desaparecido” al de “fugado” y así se lo hicieron saber a la desconsolada rogante, a la cual notificaron con una muy folclórica pero tajante decisión extra judicial: “mi Doña la autoridad no puede seguir buscando a alguien que no quiere ser encontrado”.

Con ello dejaban claro que una cosa es un desaparecido en extrañas circunstancias, y otra muy distinta lo es un evadido sigiloso, que procuró no dejar rastros de su huida y menos aún de su paradero.

Aquella mujer quedó destrozada al saber que la autoridad competente de buscar a su marido, no movería un dedo más pues consideraban que no hubo tal desaparición sino más bien un abandono.

Pasaron tres días con sus noches para que la búsqueda frenética que mantenía Doña Jacinta por calles y lejanos parajes, preguntando por el paradero de su amado Ramón, finalmente llegara a su fin.

La nefasta noticia la trajeron unos guarichos que andaban de cacería por la rivera sur del río Amana, éstos encontraron el cuerpo sin vida del compadre Ramón, entre unos matorrales cercanos a la carretera de tierra que conduce a Santa Inés, había sido encontrado con evidentes signos de violencia en todo su cuerpo, era evidente a simple vista que algo con mucha fuerza y contundencia lo había golpeado por las extremidades y el cráneo, donde se observaban grandes cantidades de sangre seca y putrefacta y sus ropas en girones y llenas de tierra de la carretera, como si hubiere sido arrastrado por un atajo de mulas.


De inmediato esa misma autoridad que cambió el estatus de búsqueda se hizo presente en el lugar, con el propósito de corroborar la información e iniciar de inmediato las investigaciones. A falta de perito forense en la zona por lo intrincado que era llegar al pueblo desde la ciudad más cercana, hubo la imperiosa necesidad de valerse de los servicios del médico rural que a cada tiempo cambiaban en el dispensario, una vez que cumplían en pocos meses aquella penitencia de ir a atender enfermos y “tuyíos” en lo más recóndito de la provincia.

¡Yo no soy experto en eso! Dijo de entrada el imberbe galeno con manos temblorosas y verbo entrecortado, producto de la delicada responsabilidad encomendada de emitir un diagnóstico, o más bien una causa de muerte, en razón de la evidente e inalterable condición de cadáver de ese inédito paciente.

“Lo que sí les puedo decir es que a este señor lo atropelló un carro” dijo el aspirante a médico con semblante pálido y ojos vidriosos, cuyo asombro en su conclusión mostraba tras esos mínimos anteojos redondos.

“Y pues nada, ese atropello causó seguramente estos politraumatismos generalizados que le causaron la muerte por desangramiento o por el fuerte golpe en la cabeza, lo que posiblemente haya ocasionado también un traumatismo craneoencefálico”.

El prefecto viendo la rimbombante respuesta pero a su vez la inseguridad evidente de aquel “patiquín caraqueño”, se dirigió a él con la egolatría que otorgaban aquellos cargos de autoridad en la Venezuela rural y con vehemencia le increpó en forma de interrogante: ¿Y si usted no es experto como carajos sabe que lo atropellaron y no fue más bien que lo arrastró una bestia?

A la cual el anémico interrogado respondió, ahora sí con el aplomo que da la certeza de lo evidente, y haciendo uso del sarcasmo le espetó: “Que yo sepa las bestias no usan neumáticos” y señalando con el larguirucho dedo índice de su diestra, mostró unas inequívocas marcas de neumáticos en el tercio superior de los muslos del cadáver, justo por encima de las grandes heridas, solo que algo difusas por la cantidad de sangre ya putrefacta que las cubría, pero con ayuda de una gasa impregnada en solución fisiológica, las comenzó a limpiar dejando a la luz una prueba contundente de su temblorosa pero certera conclusión.


Al salir de la medicatura el prefecto fue enfrentado por una furiosa Doña Jacinta quien lo acusó y responsabilizó por la muerte de su marido, “si hubiera ejercido su autoridad como manda la ley de los hombres y la ley de Dios quizás mi marido hoy estuviera vivo y conmigo”, ante semejante abordaje no le quedó de otra al increpado que vociferar ante todos y ordenar a sus subalternos mediante el emplazamiento de “Pesquisar cada vehículo que existiera en el pueblo, revisar minuciosamente a cada vehículo que entrara o saliera de la jurisdicción y comparar las huellas de los neumáticos con las que presentaba el cadáver” fue una orden inmediata, difícil de cumplir pero orden al fin, puso en comisión a toda la tropa de gendarmes habidos en la prefectura para que se ejecutara al pie de la letra lo ordenado…

“Ahora si nos compusimos pué, burro pesquisando carro” se le oyó decir a un famélico policía mientras se dirigía a cumplir la imposible orden cabalgando un jumento.

Esa misma noche se le autorizó al funerario permitiera hacer el servicio a los restos mortales del Compadre Ramón, todos los gastos iban a ser cubiertos por la parroquia, no iba a ahogar en burocracia y más desgracia a aquella mujer que abandonada en principio por sus hijos, ahora lo hacía el marido y por infortunios de la vida, vino a finalizar sus días de esa trágica manera.

La funeraria estaba a reventar, el café y el ron no dejaron de servirse, las tertulias fueron imposibles de detener, los rumores sobre las causas de aquella tragedia retumbaban entre las decenas de grupetes, que se formaron para farfullar durante todo el funeral, Doña Jacinta dispuso de evitar aquella tropelía ofensiva en ese momento tan aciago para ella, mandó a guardar el ron a pesar de que no fue quien lo brindó y les escupió su desprecio a todos por usar la muerte de su amado marido como alimento de su inhumano cotilleo.

No quedó una sola persona más que Doña Jacinta, junto al féretro de su marido en lo que restó de noche en la funeraria.

“Toooodoooos loooos neeeeegrooos” volvió a escucharse como la vez anterior, justo al inicio del conticinio, donde puede sentir hasta el fluir del agua en la acequia, en esta ocasión el leve sonido como si se tratara de la voz del viento, se metió hasta el último vericueto, siendo escuchado hasta por las gallinas que revolotearon en los corrales.


La piel de un pueblo entero se crispó, todos salieron a los porches de la casa en ropa de dormir y con el asombro como común denominador del inusitado desvelo. Las matronas demandaron en pedir la presencia del padre Genaro, a quien habían visto en el funeral libando un poco de aquel ron que ordenaron luego guardar.

“Aquí debe estar obligatoriamente la presencia de Dios, esa cosa es del demonio y hay que rezar para que eso no traiga peste, busquen al cura ya” fue la orden que dio una de las lideresas de las matronas, que sin ostentar la autoridad del prefecto, su orden había que cumplirse con igual prontitud.

Volvió a escucharse la voz del zagaletón de costumbre proferir: “Ojalá no esté rascao, por que iremos a sentir no la presencia del espíritu santo, sino la del espíritu del ron”.

El miedo y el temor no permitieron la carcajada colectiva que esperaba escuchar el atrevido personaje, más bien se escuchó la “pescozá” que le propinó una de las matronas en vela, por falta de respeto.

Llegó el Padre Genaro y con él la quietud volvió a hacerse presente, esta vez no dio un sermón de reproche, pues ya había probado que mejor se atraen las moscas con miel que con vinagre, les pidió caminar hasta la iglesia y a esa hora abrió sus puertas, ofreció una misa en nombre del alma del difunto y pidió intercesión divina para estas inusitadas manifestaciones demoníacas.

No había aún despuntado el alba cuando la misa culminó, el carismático xura dio por terminada la eucaristía, llenando de sosiego a los feligreses que acudieron al llamado, de pronto y cuando ya la última hoja de la puerta del templo fue cerrada, se desprendió una fuerte brisa de lo más alto de la loma y con mayor fuerza retumbó en los oídos de todos quienes regresaban a pie del servicio eclesiástico, nuevamente el enigmático: “toooodoooos loooos neeeeegrooos”.


Las matronas y las mujeres, seguidas de los niños formaron una estampida por toda la calle principal del pueblo, levantando polvo con sus pies con la corrida que pegaron hasta sus casas, sorpresivamente el cura nuevamente no escuchó.

Pero esa noche el Prefecto con la honra por el piso por aquella acusación moral de Doña Jacinta en público, quiso reivindicarse y aún y cuando no fue testigo de la enigmática voz, ordenó salir en búsqueda del origen de aquel misterioso fenómeno, dispuso entonces por la autoridad de la ley de una cuadrilla de gendarmes y mandó a llamar a los baquianos con más experiencia en el pueblo, para salir en comisión a tan necesaria misión.

Se dirigieron a pie hasta el Valle para no generar ruido y todos marcharon a su destino en un total y absoluto silencio, mientras se acercaban a las faldas de la loma, escucharon nuevamente la espeluznante voz: “toooodoooos loooos neeeeegrooos”, pero esta vez con más decisión y menos miedo decidieron seguir adelante, a pesar que algunos famélicos gendarmes, quitaban siempre una de sus manos del fusil, para persignarse repetidamente durante todo el trayecto.

“Toooodoooos loooos neeeeegrooos” volvieron a escuchar esta vez mucho más claro, dándose todos cuenta que la voz aparecía cuando soplaba la brisa y cuando ésta era más fuerte, se escuchaba con más claridad.

En uno de los soplidos de brisa uno de los baquianos señaló hacia algo que brilló en la oscuridad, como a doscientos metros de donde estaban y justo al pie de un cují. Volvió a soplar la brisa y se volvió a escuchar la enigmática voz pero esta vez, se agregó una nueva y corta frase “ay mamá Inés”.

Convencidos que desde aquel árbol de Cují provenía todo aquel misterioso fenómeno, se dirigieron todos hacia él con fusiles y machetes en manos y concentrados en todo cuanto ocurría a su alrededor.


“Toooodoooos loooos neeeeegrooos”… “ay mamá Inés”… fue totalmente audible cuando ya todos rodeando aquel majestuoso árbol que con su frondosa copa y sus altas raíces, servían de una perfecta caja de resonancia para hacer realidad el más increíble acontecimiento de la historia jamás contado, un acetato del cantante cubano “Bola de Nieve”, había quedado atrapado entre las ramas de un arbusto, que a su vez aprisionaba su superficie contra la afilada espina del árbol de cují, logrando la brisa hacer rodar el acetato y poner a sonar, ahora si totalmente audible, la canción que decía: ¡Ay mamá Inés, ay mamá Inés, todos los negros tomamos café! sucediendo que por cosas aún incomprensibles, se proyectaba en el viento hasta al pueblo quizás por la resonancia del árbol, sus raíces y su copa, replicada por las faldas de la loma que se enarbolaban al pie de aquel como una gran vitrola, la parte más aguda de la canción y en tono fantasmal se difundía la atemorizante coletilla: “toooodoooos loooos neeeeegrooos”.

Pero el enigma no termina allí, en búsqueda de más evidencias lograron encontrar también el objeto causante del fulgurante brillo, una medalla de plata de San Marcos de León, guindaba de una esquina de una maleta que quedó con una de sus tapas abiertas, producto quizás de la fuerte brisa, pero apretujada contra una ladera de la colina, al revisarla pudieron darse cuenta que en ella, se conservaban las pertenencias de un hombre cuya identidad quedó resuelta al virar la medalla y leer inscrito en su anverso el nombre de RAMÓN BELLO, ello junto al indicio de que el compadre Ramón era el único en el pueblo que tenía un disco de “Bola de Nieve” confirmaba la identidad del dueño de esas evidencias.

Allí estaban todas sus pertenencias, bueno casi todas, el Prefecto recordó que Doña Jacinta le dijo en su entrevista que su esposo se había llevado entre otras cosas las escrituras de unas parcelas que había ido comprando por años, esas escrituras no estaban, quizás fue el viento y la lluvia que las devoró, pero eso también se pudiera corroborar, pues al menos parte de esas escrituras pudieran estar en las cercanías del lugar, cosa que un fue así.

Pero lo que más causó curiosidad en el Prefecto fue la pregunta que todo ello le generó: ¿Cómo se explicaría la muerte “accidental” de un hombre cuyo cadáver fue encontrado a más de veinte kilómetros de donde se hallaron sus pertenencias?

Quedaba resuelto de esta manera el enigma de la fantasmal voz, por gracia de Dios esto no era obra del demonio como se sospechaba en el pueblo, pero quizás sí fue obra de un demonio la planeación del crimen del compadre Ramón.

Esta historia continuará.

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