Relatos de la Justicia: Cómo matar a un asesino (Pasa, II parte)
El sol comenzaba atenuar su furia, la sombra de los ranchos ya se estiraban sobre el asfalto y se proyectaban al infinito en las curvas de la carretera negra, hacía el recorrido a pie desde donde lo dejaba la ruta del “jeep” más cercana a su casa, el morral lo traía a cuesta de forma asimétrica sujetándolo a su torso por una sola de sus asas, no sabía si por moda o por demostrar hasta en eso su rebeldía adolescente, como también lo demostraba su camisa azul del liceo por fuera del pantalón y la docena de sellos de las tapas de los envases de comida para bebés, que usaba como pulseras en ambas muñecas.
A todos saludaba con un sobrenombre en el recorrido por la empinada carretera, algunos reían otros le recordaban su progenitora, insultos que también celebraba con una carcajada, hasta que esas risas convulsas pararon en seco con el zumbido de una bala que escuchó a centímetros de su oreja izquierda y que fue a incrustarse en un poste de luz, emitiendo el inconfundible ruido del metal haciendo impacto contra otro metal.
Su experiencia con la violencia armada que se vivía a diario en su barrio, le indicaba que esa bala había sido disparada desde lejos, pues nunca escuchó la detonación del arma, que sucedía por reglas de la física segundos después del paso del proyectil, ello significaba sin dudas, que en algún lugar cercano había un enfrentamiento.
No pasaron más de dos minutos cuando se comenzaron a escuchar las múltiples detonaciones de las armas de fuego, ahora sí muy cerca de él, de inmediato su instinto de supervivencia barriotero le hizo correr agachado por el medio de la acequia del lado derecho de la carretera, protegiendo su cabeza con el morral que ahora sí, se vio forzado a usarlo por las dos asas.
El ruido de la aceleración de las motos de alta cilindrada junto con el estruendo de los disparos se convirtieron en cotidianos, eran signos inequívocos de que un enfrentamiento se producía entre los miembros de cualquiera de las bandas que abundaban en el sector, contra los temibles efectivos policiales del escuadrón motorizado de la Policía Metropolitana, o como mejor eran conocido: Los Pantaneros.
Muchos fueron los rumores que corrieron entre la gente de que esos policías no eran tales, que eran delincuentes sacados de sus bandas y reinsertados en ese escuadrón a cambio de sus libertades, esos rumores se debían a que no era normal el desempeño de esos efectivos policiales en comparación con el desenvolvimiento promedio del resto.
Sus maneras de moverse era similar a la de muchos delincuentes, la destreza en la conducción de las motos, la facilidad de desplazarse en dos ruedas por los estrechos callejones del barrio, como bajaban y subían en un eje por las escaleras, la jerga en la que se comunicaban por radio entre ellos y hasta la forma de disparar no era de policías, era propiamente de malandros, de hampa, de delincuentes.
Lo cierto del caso es que contrario a lo que se pudiera pensar, los pobladores de muchas barriadas recibieron con buenos ojos a este “escuadrón de policías raros”, ya que ciertamente su manera tan desparpajada de actuar, contribuyó enormemente en la reducción del delito en cada uno de los barrios en los que se hicieron presentes “Los Pantaneros”.
Y no podían ser otros los que se enfrentaban ese día, tres motocicletas cada una con piloto y “parrillero” pasaron en rauda carrera por su lado sin ningún tipo de previsión, más que la de escapar de los temibles Pantaneros que ya pisaban sus talones.
Del cañón de una “Browning 9 mm”, salió el proyectil que fue a despedazar el cráneo del piloto de la moto que lideraba la media docena de delincuentes en fuga, la pérdida del control sobre la maniobra hizo que se estrellaran estrepitosamente contra el cerro que bordeaba la margen derecha de la carretera, el copiloto aún con vida y reflejos abrió fuego desde la misma acequia donde se guarecía el rebelde adolescente, contra el ya develado miembro de los “Pantaneros” que guiaba la persecución, quien con mucha puntería y sin pensarlo disparó nuevamente aquella “Browning”, impactando al parietal izquierdo al segundo de los abatidos, todo ello frente la mirada despavorida y a sólo escasos metros de aquel púber testigo.
Las otras dos motos detuvieron su huída y sus ocupantes se apertrecharon tras unas chatarras de vehículos desvalijados, las que aún permanecían en la entrada del callejón que daba entrada al sector de “las Clavellinas”.
El resto de los “Pantaneros” hicieron lo propio un kilómetro más abajo de la carretera, produciéndose una pausa y un silencio que seguramente servirían de preludio, a la próxima sinfonía que estaba por comenzar de disparos de armas de fuego, silbidos de balas rasantes e impactos de metal contra metal.
Aprovechando esa tranquilidad antes de la tormenta, cruzó la carretera negra hacia la acequia del lado izquierdo, con el tiempo justo para el inicio de la criminal sinfonía, quedando exactamente en medio del codo que formaba aquella curva, obteniendo una vista privilegiada de esa inadvertida guerra campal entre “hampa y Pantaneros”.
De lado a lado cruzaban las balas, a su mano derecha hacia la parte baja de la carretera tenía a los “Pantaneros” y a su izquierda en la parte alta de “Las Clavellinas” al hampa, debatiéndose a fuego crudo el control de la “Paz del Barrio”.
Barrio que enmudeció bajo la lluvia de balas, el ambiente en cada una de las casas era idéntico, familias enteras acostadas en el piso para no tentar a la muerte y uno que otro curioso asomando apenas los ojos por las ventanas con barrotes de cabilla de ángulo de protector, para no perderse el enfrentamiento a expensas de perder la vida a causa de una “bala perdida”.
Desde el grupo de los “Pantaneros” se desprendió el más aguerrido de ellos, el mismo que con disparos certeros había acabado ya con la vida de los dos primeros delincuentes, y con una inusual destreza casi gimnástica, se trepó como un gato sobre los techos de zinc de los ranchos que bordeaban la carretera, para con pistola en mano en posición táctica, comenzar a desplazarse con total sigilo por entre las azoteas, abriendo fuego cuando ya tenía en la mira a sus objetivos.
Dos delincuentes más cayeron tras aquellas chatarras que le servían de trincheras, ambos con impactos en la cabeza, dejando en claro la precisión de tiro de aquel héroe de película de acción.
Apenas se desplomaron contra el asfalto como dos pesados bultos los cuerpos de los dos delincuentes abatidos, sus cómplices arrojaron sus armas gritando desde donde estaban guarecidos sus inequívocas palabras de rendición, momento que aprovechó desde la azotea de donde se encontraba el líder de los uniformados, para hacer señas a su escuadrón para que procedieran a la avanzada.
Fue cuestión de segundos para que toda la unidad de motorizados con sus característicos uniformes oscuros, rodearan al par de antisociales que ahora clamaban por sus vidas.
Del sitio de franco de donde se encontraba el inequívoco líder de aquellos justicieros, descendió blandiendo su arma de fuego en alto y emitiendo alaridos que fueron correspondidos al unísono por el resto de sus colegas.
Como si se tratara de un juicio exprés y teniendo ya en total dominio al par de irregulares rodeados por todos los uniformados, neutralizados con sus manos esposadas a la espalda y de rodillas, el implacable verdugo dio su discurso de clausura de aquel improvisado debate, dirigido a las decenas de curiosos que ahora sí estaban todos, sin excepción, en primera fila asomados en sus singulares ventanas: “SI ME LOS LLEVO PRESOS MAÑANA ESTÁN EN LA CALLE Y SEGUIREMOS SOMETIDOS TANTO USTEDES COMO NOSOTROS” y dicho esto se dio la vuelta y sin parpadear disparó en la frente de cada uno de los antisociales… “ENFRENTAMIENTO ES ENFRENTAMIENTO” fue lo último que gritó antes de montarse en una de las motos y retirarse velozmente con dirección a la parte baja de la carretera.
El cautivo adolescente había sido testigo de la escena más dramática que había presenciado en toda su joven vida, ello más que aterrarlo lo motivó a tomar más adelante la más importante decisión.
Los meses que precedieron aquella batalla fueron de paz y tranquilidad en el barrio, un par de eventos deportivos y una verbena en el centro comunitario, fueron el escenario que sirvió de presentación para el acusador, juez y verdugo de la banda de “el Chicho”.
Inspector Jefe Mendoza, o simplemente Mendoza, fue en lo sucesivo el nombre más temido y respetado no sólo en ese barrio sino en todos los del sector, “testigos de ventana” hicieron correr las noticias que había replicado varias veces aquella hazaña cruenta. “SIN DETENIDOS”, fue el lema de sus operativos de cacería de delincuentes.
No es necesario decir la influencia que representó la gesta saneadora de Mendoza para aquel adolescente, ello y el hecho de que su constante presencia en el barrio lo hicieron tan popular entre los pobladores, sobre todo en el público femenino, por lo que no tardó su joven madre en caer en los encantos del nuevo protector comunal.
A pesar de que nunca le dispensó el trato de padre, Mendoza fue sin lugar a dudas una figura paternal para él, lo que junto a su idealización lo llevaron a enfilarse en la Academia de Policía.
Cinco años después y varios ascensos en su acelerada carrera policial, lo hicieron merecedor de postularse para pertenecer al selecto grupo de “Los Pantaneros”, su deseo de emular aquellas épicas operaciones cada vez lo veía más cerca, su preparación física, mental y profesional lo acercaban a su objetivo, ser Inspector Jefe, cargo que ocupaba Mendoza aquella vez que sus púberes pupilas le vieron saltar techos y neutralizar delincuentes.
A pesar de que ya Mendoza no compartía vida sentimental con su progenitora, quien de un día para otro lo apartó de su vida de una manera violenta y no volvió a hablar de él, no minimizó su deseo de hacerlo sentir orgulloso, por lo que le hizo tomar las más complicadas misiones que le harían ganar experiencia y jerarquía dentro del cuerpo policial.
Misteriosamente Mendoza cambió su trato con él luego de la ruptura con su madre, lo esquivaba y evitaba en las oportunidades que pretendía abordarlo y hasta llegó a sospechar que él tuvo algo que ver en conjunto con Dugarte, su Jefe inmediato, con su rechazo para ingresar al grupo comando, antesala para pertenecer a sus anhelados “Pantaneros”.
Decidió en consecuencia ingresar al equipo de “Inteligencia Policial” donde uno de sus más queridos instructores en la Academia, se desempeñaba como Director y el que le dio una grata y cálida bienvenida.
De sus primeras misiones le fue encomendada una investigación, en la que estaban involucrados presuntamente algunos funcionarios de su propio cuerpo policial. Se trataba de una posible jefatura asociada de una banda criminal, liderada por policías según un informante que en lecho de muerte aportó pistas mas no dio nombres.
La banda criminal en cuestión se le sindicaba la perpetración de secuestros y venta ilícitas de sustancias estupefacientes. En una acción intrépida decidió mudarse al sector donde operaba la banda criminal y sin autorización y mucho menos conocimiento de sus superiores comenzó a operar en encubierto, logrando ingresar a la banda y pudiendo obtener en poco tiempo todas las líneas de ejecución de los delitos. Sin embargo, la identidad de sus cabecillas seguía siendo un misterio, siempre se entendió con los de rangos medios, quienes siempre mencionaban a los “Jefes”, sin más nombres.
Sucedió la tarde de un viernes, mientras ejecutaban un secuestro de un alto ejecutivo de una empresa transnacional, “Los Jefes” se comunicaron por radio para dar las coordenadas del lugar a donde debían llevar a la víctima, avisaron que les estarían esperando.
Con el pulso a tope y la adrenalina a millón se dispuso durante todo el trayecto a idear una forma en su cabeza, de acabar con la incógnita de la identidad de los “Jefes” y si era posible con la banda entera, bajo el esquema que aprendió de Mendoza, “SIN DETENIDOS”.
Condujeron cerca de dos horas con la víctima amordazada y vendada en el baúl del auto en el que se trasladaban, sus cómplices no alcanzarían la edad de 20 años, no hubo alcabala policial que los detuviera en el camino, lo que confirmaba la complicidad de algunos funcionarios y acercaba la tesis de que la banda era comandada por policías.
Llegaron a una propiedad campestre retirada de cualquier poblado cercano, la luz del sol poco a poco se apagaba, haciendo languidecer las sombras de los árboles sobre el asfalto de la vía, como la sombra de los ranchos aquella tarde en la que vio la heroica hazaña policial de Mendoza.
Al final del traslado fueron recibidos por tres personas, dos de ellas usaban capuchas en sus rostros, más bien balaclavas, de las que usan los grupos comandos para cubrir sus rostros en operaciones especiales.
Se bajaron todos del vehículo menos él, le pidieron que abriera el baúl del auto desde su puesto de conductor, situación que aprovechó para quedarse dentro de él y favorecerse de la oscuridad que ya se evidenciaba, aunado a las ventanas polarizadas para evitar ser identificado.
Estaba a metros de los “Jefes” pero impedido de saber quiénes eran gracias a sus máscaras, aunque no fue necesario develarles el rostro para que tuviera la certeza de sus identidades, uno de ellos el más fornido, bromeó con uno de los cómplices del secuestro que se dirigía raudo a cumplir con sus necesidades fisiológicas, lo tomó por uno de sus brazos y le gritó “PA DONDE VAS TU MENOR”, a la par de que el otro “Jefe” señalándole al secuestrado que producto de un descuido de éstos, ya se había quitado la venda de los ojos le preguntaba: ¿Y QUE HACEMOS CON ESTE TESTIGO?…
Ambas frases imborrables de su memoria, ambos timbres de voz inolvidables para su oídos, aquellas botas militares que vestían ambos, la herida en su alma, su cicatriz en el rostro que le hacían parecer una “UVA PASA” como huella indeleble del peor día de su vida, le confirmaron que aquellos no eran solamente los “Jefes”, eran también quienes veinte años atrás dieron muerte a un humilde subgerente de un Banco.
Esa noche logró su hazaña perseguida, bajo el esquema “SIN DETENIDOS”.
La historia que antecede puede ser el resultado de un extraordinario ejercicio de imaginación literaria, o quizás sea el testimonio que un valioso agente policial le confesó a su abogado defensor, mientras purgaba condena en la cárcel por el homicidio perpetrado en contra de dos Jefes Policiales, a quien la Fiscalía pretendía demostrar premeditación y alevosía pues sostiene, que conocía la identidad de los “Jefes”, Mendoza y Dugarte, desde el mismo inicio de su investigación y utilizó la operación encubierta no autorizada, como treta para vengar la muerte de su padre acontecida veinte años atrás.
Siéntase en la libertad usted como lector, de darle su propia conclusión.
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