Opinión

Inquietos y preocupados

Mi círculo de conocidos, activos y preocupados por la situación del país.
jueves, 18 julio 2019

Nuestra capacidad adaptativa no tiene comparación. La resiliencia ha hecho su morada entre nosotros y es buena aliada especialmente por los vientos que soplan hoy día.
Años atrás, mi misión como jesuita me obligó a pasar temporadas fuera del país. Allí donde iba, me abordaban personas bien intencionadas, más o menos con la misma frase: “¿hasta cuándo?”. La pregunta se presta a interpretaciones. Siempre generó en mí la misma reacción, es decir, nos dejamos llevar por el sentido común y la historia: a partir de éstos respondemos de la mejor manera posible a cuanto atravesamos, que nos tiene sumidos en un estado de exasperación, con breves intervalos de sosiego.
Mi círculo de conocidos, activos y preocupados por la situación del país que crudamente padecemos, buscan caminos alternos para sobrellevar el cotidiano, logrando aportar unos mínimos de “normalidad y funcionamiento” a tanto desastre, hasta que aparecen nuevos escenarios que echan por tierra el recorrido realizado. La mayoría vivimos la cotidianidad como Sísifo, quien cargaba una pesada piedra hasta la cima de un monte; una vez llegado al final, la piedra rodaba y Sísifo debía reiniciar su punición. Así nos tienen: cuando podemos asomar la cabeza, surgen realidades que inicialmente nos “machacan”, obligándonos a reconsiderarlo todo.
Pareciera una política de Estado mantenernos crispados emocionalmente, y que esta descomposición se sume a las plagas que nos consumen, de manera que estemos siempre inquietos y preocupados en procurarnos lo más elemental, que es un derecho inalienable de todos, que nos conculcan aquellos que dicen defenderlo y representarnos, pero que se elevan como el responsable primero y último de cuanta calamidad nos aqueja.
Pretendo entonces abordar la lectura del evangelio de Lucas, correspondiente al Décimo Sexto Domingo, a partir del prisma concreto del estado de zozobra en que nos hallamos, con razón.

Iglesia doméstica
La Iglesia primitiva, o sea, los amigos de Jesús que se lanzan al mundo de entonces a predicarlo, conoció su primera concreción en los templos y sinagogas judíos. Allí empezó la predicación en la diáspora; pero bien pronto se fue concentrando en las casas de los nuevos cristianos. La asamblea se reunía en hogares, y desde ahí se compartía la Palabra de Dios al tiempo que intercambiaban simpáticamente los pocos o muchos bienes que poseían, en un ágape fraterno.
El evangelio es bien explícito en esto. Jesús visitaba las casas de las personas, y solía hacerlo con frecuencia y beneplácito de todos, incluido Él mismo. En la Biblia, decir “casa” significa en primer lugar relación entre seres humanos, relación que se teje en la intimidad, con profundidad. También significa compartir la vida de manera horizontal. De esto, los venezolanos “poseemos un doctorado”. Todavía somos acogedores, buenos anfitriones, abiertos en compartir y confianzudos a la hora de abrir inclusive los espacios más íntimos de nuestros hogares. Como toda realidad humana, la casa posee su cara negativa y no podemos generalizar ni todo lo bueno ni todo lo malo que somos y expresamos en dicha realidad.
Lucas nos dice que Jesús entró en una casa. Allí vivían dos hermanas: Marta y María. El Señor Jesucristo se sentó, y entabló una conversación. María se echó a sus pies, y lo escuchaba gustosamente. Marta por su parte inquieta y preocupada se daba a las tareas del hogar. Sobrecogida por el trabajo, busca en Jesús un aliado para recriminar la falta de apoyo de su hermana. Jesús le responde entonces que María escogió la parte mejor, y que nadie podrá arrebatársela.

Contemplativos o activos
El pasaje del evangelio se ha presentado con frecuencia como ejemplos de espiritualidades: existen personas que en su relación con Dios son más “activas”, y personas que en la misma relación son más “pasivas”. Marta sería el paradigma del cristiano activo, mientras que María representaría al cristiano más contemplativo.
Me parece que el evangelio puede interpretarse de otro modo: la cuestión no es separar (contemplativos o activos), sino unir (contemplativos en la acción). Y quien mejor refleja esto último es precisamente María: ¿Dónde está “su” actividad? En oír al Señor. Una de las actividades más difíciles de esta vida es curiosamente oír a los demás. Marta hace cosas, y cosas buenas. Pero el bien que marta esparce por su casa la agota. En cambio, María oye a Jesucristo, y esto es igualmente bueno. La escucha del Señor, en lugar de cansarla, la restaura, la anima aún más.

La última frontera
Las políticas que están maliciosamente detrás de la situación que sufrimos buscan echar por tierra una última barrera: nuestra calidad humana y mirada esperanzadora deseosa de otear nuevos horizontes, nuestros buenos sentimientos e ideas de que “donde comen dos, comen tres” y de que “un vaso de agua no se le niega a nadie”. Todavía nuestro espíritu no hinca su rodilla en tierra.
Pero no estamos hechos de hierro. Cada día que pasa, se hace más cuesta arriba mantener la moral en alto, ante tanto atropello, injusticia y dolor. Es por ello que un punto que no debe faltar en nuestras agendas es el cuidado de nuestro mundo interior, de nuestra sana y natural psicología, herramientas necesarias para, junto con nuestra condición democrática, llegar a acariciar el futuro tan deseado y merecido, y que es la negación del presente.
Una de las formas de mantener nuestra alma cándida, sin contaminantes externos que dividan o acrecienten el odio, es sentarse a los pies del Señor Jesús y oírlo hablar, escuchar las palabras de aliento que tiene para mí, el mensaje esclarecedor que abre el juego.
Para los que profesamos una fe también está pendiente una tarea. Ponernos a los pies de los demás, especialmente excluidos y necesitados, y escucharlos atenta y honestamente. Escuchar al otro es una medicina poderosa, pero también es una fuente inagotable de creatividad, de vías de solución. La resiliencia del venezolano da muestras de lo rica que es para asimilar y superar situaciones adversar. Quién quita que muchas de las soluciones a nuestras calamidades estén en los labios de aquellos a quienes nos debemos.

 

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