Hacedor de Santos: San Miguel, matador de dragones
Juan Crisóstomo no podía reprimirse, hablaba en el momento menos esperado, era un conversador compulsivo y si no oía su voz sentía que no existía. Justo cuando me decidí a tomar la carta que Fray Bernardo había dejado en el taller para mí, casi gritando dijo:
– ¡No sé cómo pude dormirme en ese momento tan importante!
– A lo que le respondí: ¿Qué de raro tiene eso, si ese parece ser el objetivo de tu vida?
– Los jóvenes siempre creen, por la frescura de su sangre, que son capaces de criticar a quien sea, pero ¿sabes algo?, te perdono Eduardo. Cuando deseabas que te enseñara a grabar en madera era otra tu actitud. Ahora que crees saber todos mis secretos te sientes capaz de criticarme.
Sé que viste el nacimiento de la gran Boa, en ese pozo escondido entre rocas y matorrales. En mis sueños te vi nacer del cuerpo de una gruesa y húmeda boa. Pero esa visión no me generó el temor que sentí, la primera vez que tuve ante mí la imagen de una serpiente alada, fue una de las tantas noches en que llegué al convento, calado de agua en el invierno.
Al entrar al laboratorio estabas cerca del fogón, sentado pintando de rojo hiedra, la sangre que manaba de la herida de un babeante dragón que yacía a los pies de San Miguel. No entendía cómo podías haber creado, a golpes de gubia, esas siete horribles cabezas cornudas, que yacían sobre las puntiagudas rocas de la cima de una montaña.
Tuve que dejar de nuevo la carta en su lugar, aunque tenía mucha curiosidad por saber la razón por la que había desaparecido Fray Bernardo. Vendedor de milagros, te voy a confesar algo, durante muchos meses estuve alterado por las imágenes que describía San Juan en su Apocalipsis.
-Cómo concebir un trono transparente como el vidrio, en torno al cual hay cuatro bestias llenas de ojos. La primera bestia, como un león; la segunda como un novillo; la tercera con un rostro de hombre; la cuarta con cabeza de águila a punto de volar. Repitiendo sin descanso durante el día y la noche: santo, santo, santo, señor Dios poderoso, aquel que era, que es y que va venir. Inimaginables me resultaban esas bestias santas, y mientras más releía el Apocalipsis, menos comprendía lo que trataba de decir, me preguntaba:
– ¿Por qué los jinetes de la muerte no habían herido con sus cascos a la tierra? Deberían estar galopando desde hace años por el planeta; acaso no han existido en este nefasto siglo despiadadas guerras, revoluciones, hambrunas y pestes como nunca han existido, veía el número de la bestia en todas partes, hacía donde dirigía la atención.
Casi como un sonámbulo hice ese maligno dragón, inspirado en las bestias del Apocalipsis, me debatía en cómo terminar las esculturas, y cuando comencé a lijar la lanza que clavaría San Miguel al dragón, que acababa de esculpir, entraste calado de agua, pero al terminarla no pude clavarle la lanza y menos aún hacer la punta. Cuando lo intentaba sentía la herida en mi corazón.
Algo similar me había ocurrido cuanto labraba las crucifixiones, intenté evadir ese sentimiento haciendo el Cristo y la cruz de maderas diferentes. Los cristos exigían una madera suave y resinosa como el pino, pero los más perfectos los hice con unos troncos de abedul que encontré en el convento. Los habían traído de Escandinavia, los agustinos para hacer delgadas varas de madera, con las que barrían y exorcizaban cada rincón del convento en la media noche del 31 de Diciembre; decían que así expulsaban los espíritus del año viejo.
Para el padre Bernardo, el abedul era el árbol del principio y por eso diseñaba, en su tierra, cunas con esa madera. Pero las cruces las hice de saúco, por ser el árbol de la crucifixión, en los manuales inquisitoriales se dice que las brujas acostumbraban a usar las ramas de saúco como caballos mágicos. Todavía algunos aseguran que Judas no se ahorco colgándose en un fúnebre ciprés, sino en un saúco.
Crisóstomo, dejé en la celda de Palmira decenas de cristos y cruces arrumadas en un rincón, tras pintar de rojo los estigmas a Cristo, solo he podido clavar uno en su cruz. Lo había esculpido, a pedido del Superior Pablo, él me pidió una crucifixión para su oratorio. Era la primera vez que tomaba en cuenta mis santos. Lo hice en tres semanas, cuando terminé de clavar los clavos que atravesaban las manos y pies de Cristo, una fuerte punzada en los brazos y piernas me dejó inútil por días.
Me desconecté de todo, al abandonarme aquel dolor no sabía qué hacía tirado sobre la fría tierra apisonada. Estaba desnudo porque cuando comienzo a esculpir, siento un calor interior que parece asfixiarme y me obliga a despojarme de cualquier trapera que tenga encima. Cuando lo hago me siento exorcizado, liberado de una carga. Como si retornara al Edén y me convirtiera en puente entre la tierra y el cielo, la caída y la redención, el cuerpo y el espíritu; sé que esto puede sonar un poco etéreo para ser dicho por un novicio, eso seguramente hubiera dicho el venerable Fray Miguel, que tenga en bien descansar en paz.
Es como si el madero que tallaba exigiera que lo tallara con el alma a flor de piel, carne, sangre, espíritu, mano, sudor, gubia y madera. En cueros me encontró el padre Pablo cuando vino a preguntarme por su encargo. Al ver la escultura terminada, por primera vez lo vi sonreír, y se le acercaba una y otra vez sin atreverse a tocarla. Lacónico dijo:
– Está bien, pero ¿por qué esas letras griegas en la base?, por momentos se me olvida que Fray Miguel te enseñó griego y latín.
-“Creo que ese fue uno de sus tantos errores” -le respondí-.
-¿Qué más puede decir?
– Soy el principio y el fin.
Al oír aquello salió satisfecho. Al terminar de decir eso cerró la puerta y se marchó. Al día siguiente vinieron varios novicios a cargar el Cristo para llevarlo a su oratorio y me sentí aliviado cuando vi que salía de la celda.
¿Puedes creer que he tallado muchos Cristos y cruces, pero no he podido volver a clavarle los clavos en sus manos abiertas? Cuando lo intento siento que ellos rasgan mis articulaciones, algo parecido me pasó con la serpiente alada que viste esa noche, esculpí a San Miguel el matador de dragones con una cota y escudo de lancero Danés del siglo XII, por lo flexible de su cota de hierro.
Intenté hacerlo primero como un escudero alemán del siglo XIII, pero la forma de su armadura hacía muy rígidos sus movimientos, quise hacerlo con esa armadura debido a que Bernardo siempre decía que los duelos más grandiosos contra dragones habían ocurrido en la Alemania de Sigfrido, el poseedor de la mortal espada Balmung.
Él se convirtió en el más grande asesino de serpientes voladoras al robar en combate el tesoro de los Nibelungos, mató al reptil volador que cuidaba esas joyas con sus propias manos, asfixiándolo, luego le clavó su afilada espada en el corazón y abrió su vientre para bañarse con su sangre.
Así, su piel tomó la dureza de un cuerno por haber renacido en el vientre de una dragona, solo un punto de su cuerpo quedo libre de este encantamiento, uno de sus hombros. Al sumergirse el guerrero en la sangre del vientre del fabuloso reptil volador cayó una hoja de fresno en su espalda, que lo hizo vulnerable en ese lugar. Le ocurrió lo mismo que a Aquiles cuando su madre lo bañó en el Estiges, el río del Averno, sus aguas tenían la virtud de hacer invulnerables a los que en ellas se bañan, pero Tetis no pudo sumergir el talón de su hijo, pues por él lo sostenía, así, el talón se convirtió en el punto vulnerable por el que matarían al colérico guerrero.
Al terminar de lijar y pintar a San Miguel, el matador de demonios, por más que intenté clavarle la hiriente punta de acero al reptil volador, que me había forjado el cojo padre Saturnino, no pude.
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