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Hacedor de Santos: El adiós de un aventurero

No podíamos comprender cómo aquel hombre que vivió para superar cada día nuevos retos, se encontraba encadenado a una cama, no había medicina ni narcótico que calmara su dolor, tuvo pocos momentos de sosiego.
domingo, 07 marzo 2021
Cortesía | Un viejo no va a hacer ningún daño al puente imperial

¿Saben?, dijo Fray Bernardo, cómo quisiera que realmente, que la virgen salvará mi alma, pero la salvación no es una gracia, sino una lucha por reconocer nuestros errores.

Cuando pienso en los míos siempre vuelven a mí las mismas imágenes: huyo de mi madre y de esa disciplina con la que me había sometido, tras la muerte de papá. Su enfermedad empezó cuando terminaba de leer la vida de Abelardo y las apasionadas cartas de Eloisa ¡Que bella debió haber sido esa preciosa mujer que trastornó y dio nueva vida al pedante erudito, que debió haber sido Abelardo! Su caída fue haberla abandonado por sus tonteras.

El amor nace de la carne y la sangre para redimirnos. Eloisa fue mi primer amor, la amé durante mucho tiempo, la veía en todas las mujeres que llegué a amar, pero nunca ninguna tuvo esa devoradora pasión que tenía ella por Abelardo, ni nunca un erudito como aquel santo se traicionó al darle la espalda de esa manera a una santa mujer como Eloisa.

Papá pasó años postrado, desahuciado por una cruel enfermedad que corroía sus entrañas y sus nervios, su vida se había convertido en un pozo de dolor, era terrible verlo sufrir sin poder hacer nada por remediar su mal.

No podíamos comprender cómo aquel hombre que vivió para superar cada día nuevos retos, se encontraba encadenado a una cama, no había medicina ni narcótico que calmara su dolor, tuvo pocos momentos de sosiego.

Durante el día solo se escuchaban los gritos y murmullos que salían de su garganta. De la noche a la mañana, nuestra feliz existencia se había convertido en una tragedia. Antes que le diera el ataque que lo dejara semiparalizado, planeaba una expedición por las selvas de México y Guatemala.

Recién acababa de llegar del Tigris, el Eufrates y el Nilo, con júbilo nos habló de la media luna fértil donde nacieron las primeras civilizaciones, miles de años atrás y de la majestuosidad de las pirámides egipcias. Los dioses y diosas orientales como Marduk, Tiamat, Inanna, Gilgamesh, Horus, Isis, Osiris y sus antiguas ciudades se convirtieron en personajes familiares en nuestro hogar.

En la Selva Negra, con pasión improvisaba sus historias. Al merendar, la sala se llenaba de recuerdos de cada una de sus aventuras y de las que planeaba realizar.

Había decido seguir una nueva y misteriosa ruta, tras leer las memorias de Sir Richard Francis Burton, el famoso y polémico traductor de “Las mil y una noches”, muchos de los episodios de este sin fin de historias nacidas, alrededor de las fogatas de los campamentos de Alejandro Magno, nacieron de su propio puño y letra.

Desde joven recorrió la India, Egipto, Irak y escribió uno de los primeros relatos de la peregrinación a la ciudad santa del Islam la Meca, en el Oeste de Arabia, y en África casi llega a descubrir antes que Livingston las fuentes de Nilo. Solo una fuerte intoxicación que lo tuvo al borde la muerte, evitó que llegara al Lago Tanganica.

Sus compañeros lo habían intentado envenenar para evitar que se llevara la gloria de descubrir las fuentes del nacimiento del Nilo. Descorazonado se quedó varios años en el continente negro a la búsqueda de las minas de Salomón. Antes retirarse planeaba una expedición que nunca pudo realizar a las selvas centroamericanas.

Se había convertido en una leyenda viviente cuando tenía apenas cincuenta años, por ser uno de los aventureros más infatigables del siglo, pero su muerte en 1890 evitó que terminara de escribir su historia universal y culminaran sus sueños. Estuvo siempre en contra corriente y siempre en desacuerdo con las teorías nacidas en las universidades europeas.

Cuando planeaba su partida papá nos habló de los dragones chinos, creadores de la lluvia y el trueno, decía que eran muy parecidos a Quetzalcóatl, la serpiente emplumada azteca y al Itzamná de los mayas.

Estaba seguro de que cientos de años, en el pasado, ambos continentes se comunicaron por los océanos, tal como aseguraba Sir Richard Burton, y tenía la certeza de poder encontrar evidencias de estos contactos en Palenque, en las selvas de Chiapas de México.

Era un adolescente con una delirante imaginación, alimentada por aquellos inquietantes relatos. La biblioteca de papá se encontraba siempre repleta de paquetes embalados llenos de libros, tabillas de barro, litografías, dibujos, mapas, estatuas de dioses traídos de sus viajes o que compraba a los anticuarios. Meses antes de morir, recuperó la conciencia y me dijo:

– Bernardo mi mayor deseo era verte crecer para que me acompañaras en mis delirios por escalar montañas, y ver de cerca el resplandor del cielo, y en este perdido pueblo de la Selva Negra, dijeran con orgullo ese joven Bernardo Müller, hijo de Thomas Müller. Él como su padre conoció lugares inaccesibles que roban a cualquiera el alma por su belleza y misterio. En mí latía un ardor por conocer lo oculto y en esta vida llena de compromisos y vacías conversaciones plenas de vanidad y mentiras piadosas me moría del aburrimiento, por eso casi viví huyendo de todo lo que me rodeaba. Ahora lamento no haber estado más tiempo contigo y tus hermanas, en lugar de perseguir tantas locuras. Cuando naciste tu madre te bautizó a escondidas con el nombre de Bernardo, por temor a que te llamara Richard, en homenaje a Sir Richard Burton. Siempre creyó que los nombres tenían magia, una esencia que atrapa el destino de las personas. Luego de pelear con ella, durante tantos años por tu nombre, creo que tenía razón. Ese nombre te ayudará a no volver a cometer mis errores. Ahora, me doy cuenta de que la verdad y mi verdadero tesoro estaba aquí, junto a ustedes en este terruño, en este precioso valle rodeado de rocosas montañas y densos bosques ¡Quién iba a pensar que me pasó lo que al viejo rabino, que vivió feliz hasta que soñó con la Ciudad Imperial de China, donde había un puente de bambú, en cuyas bases encontraría enterrado un tesoro! Consumido por la ambición vendió todos su bienes, menos la casa que le dejaron sus padres para perseguir sus sueños; estuvo a punto de dejar, hasta a sus hermanas, sin techo. Pasó años tras esa quimera, hasta que llegó a la lejana China, donde encontró el puente de sus sueños. Con inquietud comenzó a excavar las bases durante varios días, pero llamó la atención de los guardias del Emperador. Extrañados le preguntaron entre risas:

-¿Quieres robarte el puente de bambú?

– Deberías estar con los tuyos, si continuas así terminarás en las mazmorras de la prisión.

Tartamudeando con los ojos enrojecidos por el cansancio el rabino respondió:

-Una noche soñé que debajo de este puente había enterrado un tesoro, he pasado parte de mi vida en su búsqueda y no voy a dejar que nadie me aleje de él.

-Viejo loco cómo gastas tu vida tras un tonto sueño como ese, yo en cambio soñé con un rabino parecido a ti, con las manos llenas de ampollas y su traje hecho jirones y tenía un tesoro oculto, enterrado debajo de la estufa de su hogar.

Los guardias decidieron dejarlo en paz hasta que desistiera, por varios días se acercaron a reírse, a expensas de él y se decían:

– Un viejo no va a hacer ningún daño al puente imperial.

Una tarde mientras sacaba la tierra, ya cansado, pensó el rabino en lo dicho por el guardia y comprendió la enseñanza del Señor. Retornó con urgencia a su hogar, desmontó la cocina ante las protestas y la incredulidad de sus hermanas. Mientras explicaba la causa de su conducta, cavaba y cavaba y cada vez se hacía más profundo el hoyo.

Solo paró hasta que su pala chocó con un cofre de madera, al sacarlo y abrirlo estaba repleto de antiguas monedas de oro, con algunas cartas y pertenencias de sus abuelos y bisabuelos.

Cómo hubiera descubierto ese obstinado rabino el valor de su terruño, de su tesoro familiar, si no hubiera hecho ese largo viaje y esa peligrosa peregrinación. Algo similar me pasó, hijo. He vivido para perseguir mis quimeras y, paso a paso, he ido descubriendo, entre la soledad de lejanos y olvidados caminos, mi alma, y ella no estaba conmigo se encontraba aquí entre ustedes, mi verdadero tesoro.

Al terminar estas palabras me abrazó llorando y dijo:

– ¡Perdónenme! Sus últimas palabras fueron:

Bernardo, destruye los paquetes de libros, mapas y antigüedades que traje de Oriente en el último viaje, no te dejes vencer por la curiosidad, te lo digo porque sabiendo cómo es tu madre, Elizabeth Genigg, se negará a destruirlos. Tras pensarlo por un tiempo, decidí no decirle nada a mamá, tenía bastantes preocupaciones con su dolor.

Meses después, al recuperarme fui directo a esos olvidados paquetes. Al desembalarlos encontré los diarios de viaje de papá forrados de cuero, ocultos en el interior de alfombras egipcias, solo después de años pude comprenderlos, pues entre sus anotaciones habían muchos trozos escritos en jeroglíficos y extraños ideogramas.

Leí en unos pocos años casi toda la biblioteca de Thomas Müller. El abuelo veía con preocupación aquella afición pero qué podía hacer, sabía que el hijo trataba de descubrir al padre perdido, quien logró transmitirle sus delirios y solo después de quemar su karma, estoy descubriendo el mío.

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