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Hacedor de Santos: Las Tentaciones de San Antonio

Trataron de intervenir en sus diálogos, para evitar tanta algarabía en los días santos, pero a pesar de todos sus esfuerzos no pudieron contra ese clima de festividad que rodeaba sus incursiones.
domingo, 14 febrero 2021
Cortesía | Lo cual provocó que el fraile se golpeara con el portal de la iglesia

Con el pasar del tiempo las representaciones de Don Juan, comenzaron a preocupar a los párrocos de los páramos, pues sus comedias sacras las representaba frente a las iglesias y capillas, y en las plazas donde se reunían todos a conversar y a comentar las diarias faenas. Así convertía cualquier celebración santa en un bochinche.

A los párrocos les traía ese alboroto inquietantes recuerdos: aquellos excesos tenían parecido a las fiestas de los locos que se llegaron a celebrar en la Europa medieval.

Temiendo que fuera a suceder algo similar, los sacerdotes empezaron a temer que tanta teatralidad afectara la fe de sus feligreses, no deseaban ver el día en que fueran sacados de la iglesia para que un borrachín de pueblo diera los sacramentos. Por este temor, empezaron a conocerlo y conversar con él, para no llegar al extremo de tener que excomulgarlo.

Trataron de intervenir en sus diálogos, para evitar tanta algarabía en los días santos, pero a pesar de todos sus esfuerzos no pudieron contra ese clima de festividad que rodeaba sus incursiones.

Le dieron alguna ayuda y, cuando necesitaba acompañantes, le ofrecían a algún monaguillo decorosamente vestido para evitar disfrazar a los niños.

Esto aumentó el clima absurdo, como ocurrió en la Quebrada de San José, donde una mañana entró disfrazado de virgen, tras él iban los monaguillos con sus recipientes de incienso. Ni el más devoto de los parameros dejó, ese día, de mearse de la risa. El remedio hasta ese momento había sido peor que la cura.

En una de sus representaciones en San Cristóbal, conoció al padre Bernardo, justo al salir de la botica. Llevaba entre sus manos un paquete con varios frascos de esencias curativas y al pasar por la plaza Bolívar el vendedor de milagros representaba las “Tentaciones de San Antonio”. Repetía una y otra vez el mismo fragmento de un texto, de Gustavo Flaubert, que había llegado por azar a sus manos en un gastado folletín.

“Las dos sombras dibujadas tras él por los brazos de la cruz, formaron dos grandes cuernos; Antonio grita:

– ¡Socorro Dios mío!

– Las sombras vuelven a lugar, y se dice Antonio:

– ¡Ah!.., era una ilusión y no otra cosa!

– ¡Es inútil que me atormente!

– Sin embargo… he creído sentir su proximidad.

– ¿Pero por qué iba venir Él? Además, ¿no conozco sus artificios?

He rechazado al monstruoso anacoreta, que me ofrecía riendo, panecillos calientes, al centauro que intentaba llevarme en su grupa, y al niño negro”.

Bernardo, al oír aquello, se escandalizó. En silencio dirigió sus plegarias a la virgen, para poder soportar el fin de la representación de las tentaciones de San Antonio, y no cometer una locura.

Al terminar su actuación el saltimbanquis, en un abrir y cerrar de ojos, vendió todas las estampas y oraciones del santo que tenía. Cansado y sudoroso se sentó en el portal de la iglesia, para arrancarse la barba blanca de lana, y quitarse un gigantesco sombrero de cocuiza que cubría su cabeza, cuando vio que un sacerdote se abalanzaba colérico sobre él. De no apartarse, hubiera recibido un buen empujón.

Lo cual provocó que el fraile se golpeara con el portal de la iglesia. Al recuperarse no pudo evitar que dirigiera hacia el santero, sus coléricas palabras:

– ¡Milagrero!,-le gritó Bernardo- está mal que trafiques con la vida de los santos, deberías conocer mejor sus historias para hacer tus bufonadas menos humillantes, las cosas del señor no son para hacer comedias. Eso deberías saberlo. Eres un vendedor de fe y devociones que va de pueblo en pueblo, por lo menos deberías conocer bien las historias de los santos que representas. No sigas disfrazándote de virgen, como me contaron lo hiciste en Tovar y San Rafael, meses atrás. Ibas con una horrible peluca amarilla, con la que cubrías tu calva. Lo peor de todo fueron las totumas colgadas que llevabas sobre el pecho, para imitar a los milagrosos senos de la santa madre. Cada vez que imagino la trapera azul, con la que te cubrías, me dan punzadas de dolor en la cabeza, fuiste el hazmerreír de todos por semanas. Y bien sabes que parecías todo menos una santa virgen. No eres un ángel, sabes a qué me refiero, aunque quizás me equivoque y lo hiciste de buena fe, por eso algunos dicen que el infierno está lleno de bien intencionados. Todo ese relajo solo para vender estampas y milagros ¿No es demasiada locura?

No creo que la virgen vea con buenos ojos que te disfraces de santa. Sí, crees estar en lo correcto todo lo ves al revés, eres la viva imagen de la locura, como escribió Erasmo de Rotterdam en su Elogio a la Locura. Si, sé que estarás pensando, por esa sonrisa: “Sí, los griegos en sus tragedias representaban a las mujeres con hombres disfrazados, porque no voy hacerlo yo”. Es cierto, tienes razón, eso no es excusa para irrespetar a la santísima y tú, que yo sepa, no eres ni griego y menos Dionisio, sino un pueblerino bufón.

Cuando quieras ve al Convento de Palmira y pregunta por Fray Bernardo, para que te muestre algunos libros y aprendas a dejar de ser un blasfemo y bufón con tu oficio, para convertirte en un vendedor y hacedor de milagros y oraciones.

No era mucho lo que ganaba Juan Crisóstomo con la venta de sus mercancías santas, a pesar de todos sus afanes, hasta que empezó a hacer sus propias estampas y milagros, gracias al viejo fraile que le enseñó ese oficio.

Un día, al pasar por el Convento de Palmira, visitó a Fray Bernardo, para pedir su ayuda y solicitar que le enseñara el oficio de grabador de oraciones. De esa manera nació entre ellos una amistad llena de complicidades. El sacerdote, para su fortuna, tenía entre los estantes de su biblioteca varios manuales sobre cómo hacer grabados en madera y poseía una colección de reproducciones de santos y vírgenes que podían servir para copiarlas. Al ver las reproducciones de los grabados, Juan no pudo salir de su asombro y se preguntaba:

¿Cómo podía crearse tal perfección de las líneas y sombras sobre una simple superficie de madera? Afortunadamente para él, el padre había aprendido hacer estampas y oraciones en matrices de madera, por lo difícil que resultaba mandar a comprar las imágenes santas a Caracas, y cuando iba por los páramos necesitaba oraciones en hojas sueltas con algunos fragmentos de los evangelios y una que otra oración para los feligreses.

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