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Hacedor de Santos: Gnomos y vendedor de milagros

- Esta bien que te preocupes por tu padre, pero sabes que él sabe cuidarse, ¡mejor sería que dejaras de preocuparte tanto por él!
domingo, 07 febrero 2021
Cortesía | Juan Crisóstomo el Santero.

– ¿Qué ha sabido usted de Macario Rojas? -a lo que respondió con tazón en mano-, no sólo lo he oído tocar guitarra en La Grita y Bailadores, también charlamos varias veces hace unas semanas. Parecía cargar con una pena que le atenazaba el corazón, pero nunca pude averiguar de qué se trataba por más que le pregunté. Estaba enflaquecido y creo gozaba de buena salud, como cosa extraña no aceptó unos tragos que le convidé, me dijo que al fin había podido dejar el miche.

– Esta bien que te preocupes por tu padre, pero sabes que él sabe cuidarse, ¡mejor sería que dejaras de preocuparte tanto por él!

Por primera vez en meses pude tener una noche de sueño profundo, no tuve que agotarme hasta desfallecer desbastando y labrando maderos para poder dormir, tampoco tuve pesadillas:

“Una y otra vez veía a papá entre páramos rodeado de plantas de locateba sangrantes entre su avío, mientras caminaba satisfecho pensando que llevaba una buena carga de palmito en su mara, para vender en el mercado, mientras los gnomos de reían de él”.

Gracias a Crisóstomo por varias semanas pude descansar, hasta una noche que un sueño me hizo despertar intranquilo.

“Caía de un alto chorrerón y cuando estaba a punto de estrellarme sobre las rocas, se abría la tierra y penetraba su interior, solo veía oscuridad hambrienta, junto a una sensación de vértigo, hasta caer en una cueva donde dormía, una gigantesca boa verde esmeralda, enroscada sobre sí, encima de viejas osamentas de ovejas y vacas”.

El sueño volvía cada cierto tiempo y el miedo a quedarme atrapado en él me impedía dormir noche tras noche. A veces huía de esa pesadilla al estar en vigilia en la iglesia, hasta que el cansancio me vencía y dormía tranquilamente.

De esa manera descubrí que las pesadillas me abandonaban cuando dormía en terreno santo, así, empecé a tomar la costumbre de dormir en el atrio. Los novicios y frailes pensaban que lo hacía por la fuerza de la fe y que oraba durante toda la noche.

La verdad es que si lo hacía, era solo durante un rato, hasta que me vencía el sueño. Con el tiempo fui perdiendo el miedo a esa premonición y volví a dormir en la buhardilla de la celda del fraile. Hasta que una noche cuando menos lo esperaba retornó:

“Vi como la gigantesca boa se acercaba a mí, acompañada de un vaho de fetidez. En lugar de devorarme empezó a olerme y a lamerme con su sibilante y áspera lengua, hasta que estuve envuelto en un capullo de saliva. Lentamente volvió a enroscarse y empecé a elevarme, y la tierra se abría, hasta que llegue a los túneles que habían construido debajo de las cascadas los gnomos. Ahí caía en seco como un tronco. Estaba rodeado de inquietos seres encantados que hablaban del poder de plantas como el tártaro, las hojas y ramas de guayaba, la corteza de cedro intenté retener lo que pude. El más alto de ellos apenas me llegaba al pecho, vestía de verde y su barba blanca casi llegaba al suelo. Al acercarse me dijo:

-Nunca te daremos la espalda, pero tampoco tú nos la des, o se te torcerá la vida. Al decir la última frase empecé de nuevo a volatinar, hasta llegar a la superficie, y no me detuve en la caída del chorrerón, sino que seguí subiendo en contra de la corriente y llegué a la laguna que daba vida a la cascada. El agua del lago reflejaba el cielo y las nubes: tuve la extraña sensación de estar nadando entre un pedazo de cielo. Escapé de aquel onírico viaje, gracias a que, entre sueños, logré recordar una oración de protección. Al recitarla pude salir de ese mundo, sobresaltado, cubierto de yerbas y tierra. Al despertar me sentía somnoliento, mientras entre labios pronunciaba palabras en una extraña lengua”.

Al despertar estaba cerca de Crisóstomo y, cuando me miró, sospechó que había tenido una pesadilla. Como buen hablador que era, no podía dejar de pronunciar palabras:

– Mico como que tuviste algo más que un sueño, estás cubierto de barro ¿No será que eres sonámbulo y vas dormido por ahí? No temas volver a soñar pesadillas, porque son parte de la vida. Solo preocúpate cuando se repiten una y otra vez, como si fuera una historia que estuviera taladrando la mente. Si hubiera sabido el poco consuelo que me habían dado sus palabras, quizás no las hubiera dicho, pero el mal estaba hecho. Molesto por tal ocurrencia, con rabia le reclamé:

– Crisóstomo por qué mejor no te callas ¿No crees que sería más provechoso que empezaras de una vez por todas a tallar las matrices que tienes por hacer? No creas que me das lástima. Sé que eras un tomador de miche empedernido, hasta que una de tus hijas enfermó gravemente, desesperado rezaste a la virgen, entre lágrimas, y plegarias. Hasta le llegaste a hacer la promesa de convertirte en un vendedor de fe, si bajaba la fiebre que consumía a tu hijita. Estabas seguro de que el milagro se te había concedido por rezar unos cuantos Padres Nuestros, y prender unas velitas a la virgen. Y volviste a tus andadas, por días te desapareciste entre bares y botiquines.

Después de darle rienda suelta a tus ganas de beber, al regresar a tu hogar y entrar a la sala, encima de la mesa había un angelito sonriente vestido de blanco, reíste ante tal aparición. Creíste que era una más de tus tantas alucinaciones, y entraste como si nada estuviera pasando y estabas en el velorio de tu niña.

Desde ese día, te convertiste en vendedor de milagros, por la culpa que te roía de abandonado a tu niña cuando más te necesitaba. Hubieras deseado encontrarla jugando con sus hermanos, pero estaba pálida por la muerte blanca. Desde ese día Don Juan Crisóstomo te convertiste en un vendedor de santos, hasta el fin de tus días.

¡Abandonaste a tu familia! Hasta hace poco te atreviste a volver a tu pueblo y estaba aún Doña Luisa, con tus hijos, que habían echado adelante la finca, luego de años de haberlos abandonado. Ese fue el milagro que te concedió la santísima, cuidar a tu familia de cualquier mal.

– Si, Rojas tienes razón. Soy miserable, y a cuenta de qué viene eso: ¿acaso no crees he pagado mis pecados? Peregrino, tratando de no hacer el mal y pasando hambre. Merecido tengo tanto sufrimiento, pero no soy el creador de tus pesadillas. Desde hace años soy un vendedor de estampas y milagros… ¿Acaso eso tiene algo de malo? Que yo sepa no, gracias a Fray Bernardo le agarré el gusto a vender santos, vírgenes, oraciones y milagros. Y de vez en cuando paso por Pueblo Nuevo a ver a mi familia, pero el vicio a la errancia me lleva, de aquí para allá.

A veces pienso que vendo mercancía de fe, por las payasadas que invento y no por la devoción de los parameros. Cuando vienen las festividades de algún santo, me disfrazo con ropas parecidas a las que viste el santo, de las estampas que vendo. En La Grita, donde corre el río en el que te lavaron el rostro por primera vez en tu vida, entré cubierto con una cobija oscura de lana, sobre la que clavé imágenes de vírgenes y santas oraciones. En una de las manos sostenía una cruz de madera cubierta de terciopelo rojo, repleta de exvotos y en la otra, un estandarte morado con letras doradas que dice:

– Juan Crisóstomo el Santero.

Las estampas de San Jorge peleando con el dragón y las de San Miguel clavando su lanza a ese reptil apocalíptico, siempre han sido las más vendidas, apenas las hago se agotan. Los campesinos no quieren vírgenes o santos. No creas que es muy agradable ser estandarte viviente. Poco sabes de mi vida para estar juzgándola.

Desde ese día le tomé cariño a Juan, por su manera de vivir. Él me enseñó las fechas festivas y el patrono de cada uno de los caseríos y pueblos andinos. Cuando se hacía la celebración de algunos de estos santos, se vestía con traperas y símbolos que lo identificaban, con la advocación a la que le rendían culto ese día, adultos y niños se divertían con tales ocurrencias. Como la de ver a un hombre disfrazado de San Rafael, con una gigantesca trucha maloliente colgada de la mano, perseguido por las callejuelas del pueblo por una pandilla de gatos, hasta llegar a la plaza en la que se lanzaban sobre su codiciada comida. Mientras, el santero alzaba los brazos al cielo y comenzaba a orar las oraciones que vendía: eso alborotaba a todos a su alrededor, al finalizar, ningún alma viviente dejaría de comprar las estampas y oraciones del santo.

Algunos de sus dramas, vulgares y macabros, sobre todo cuando representaba la caída del ángel rebelde. Se cubría el cuerpo de onoto, ocultaba su cara tras una máscara en forma de calavera, con mandíbulas de oso frontino, y tras él, una algarabía de niños disfrazados de diablillos llevaban, en sus espaldas, alas rojas. En las manos tenían espadas de madera para golpear a todo aquel que se les acercara. Iban arreando al gentío hasta encerrarlos en la iglesia.

En el portal, empezaba Crisóstomo, quien representaba al diablo mayor, vomitando fuego por la boca y blasfemando. Algunos atrevidos llegaban a lanzarle, una que otra piedra. Cuando se le acababa el alcohol para hacer buches de fuego. Se paraba en la salida de la iglesia con la máscara en su espalda y se cubría con una trapera llena de estampas de santos y oraciones, que protegían a los devotos de las jugarretas de Satán, hasta que no vendiera todo no dejaba salir al gentío atrapado en la iglesia. Cuando se acercaban a pagarle, algunos no lograban ocultar el terror que sentían.

Murmuraban:

– Demasiada locura para vender unas estampas, ¿no estaremos ante el mismísimo demonio, disfrazado de Juan Crisóstomo?

Este sentimiento se acentuaba cuando pasaba cerca de alguien, que le había lanzado una pedrada y sin titubear decía su nombre, apellido y año en que había nacido y le recriminaba con rabia:

– Te quedó muy bien pintado Pérez, lanzarme una piedra por la espalda, pensaste que no te iba a reconocer, ¿por qué no me la tiras ahora para ver cómo será tu cosecha este año? Siempre estaba a la defensiva. Le gustaba reírse de los rostros de susto de la gente, y allí empezaba la fiesta y la venta de mistela.

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