Hacedor de Santos: Eduardo de los Vientos
Tras terminar la misa, las dudas se agolpaban a cada paso al dirigirme al portal de la Iglesia, cuando estaba a punto de salir, los ciegos, mancos y mendigos que dormían en el portón de la Iglesia dijeron:
– Hoy nos abandonas Eduardo, no compartiremos más los mendrugos que nos dan los fieles. Regresé sobre los pasos que había dado para abrazarlos por última vez antes de irme. Al sentir otra vez el sol sobre el rostro retorné a los momentos en que gozoso viví en los páramos.
A orillas de esta laguna en el Páramo Mariño, hogar de gnomos y demonios, he vivido desde 1958, tras paramear de laguna en laguna, de chorrerón en chorrerón.
Es una tierra encantada y neblinosa, ignorada, como ocurre con tantas lagunas y chorrerones en estos páramos. Llegue aquí, gracias a que Don Evaristo Rangel, al saber que estaba sin hogar y sin terruño que sembrar, me ofreció este rancho que se estaba cayendo. Se sentía cansado de pagar a peonadas para que se encargaran de sus tierras y, aún así el ganado se había ido perdiendo, de manera misteriosa.
Los arrieros decían que huían por las voces y aletazos de monstruos nocturnos que volaban sobre el agua de la laguna, en las tejas y paredes, y si alguien se enfrentaba a ellos, desaparecía para aparecer en otro lejano páramo. Esos seres sobrenaturales no dejaban dormir a nadie, y aseguraban que lo más fiero eran los peñonones que rodaban por la tierra, destruyendo troncos caídos. Acaban con todo a su paso, hasta hundirse en el lago. Hacían tal ruido y destrucción que parecía el estrago que hiciera un tractor gigante desbocado.
Lo que ocurría era que unas brujas habían maldecido a José María Rondón a rodar roconones, desde la noche en que había descuartizado a su madrastra y a sus hermanos a punta de machetazos. Así fuerte y grandonón con su traje de caqui y botas de cazador, lo vi varias veces aquí en Alto Viento, no me dejé asustar por tanto ruido y salí a ver qué pasaba: cuando le mire su tosca cara, se sorprendió porque no hui, sino que lo enfrenté. Saltamos por los aires, mientras lo exorcizaba con una oración que me había enseñado Doña Jovita. Desde esa noche más nunca volvió por aquí y comenzó a ser este el hogar de Eduardo Rojas Ovalles.
“Gracias al poder de San Benito del Monte Tabor, despaché a ese mal encarado”.
Eran tiempos calamitosos cuando recién hice de este rancho un hogar, todavía se hablaba por estos pueblos de la II Guerra Mundial. Nadie se sorprendía cuando oían de ella, a causa de que Wecelao Moreno, el Henoch de los andes. En sus peregrinaciones durante años, hizo que todos por aquí aprendiéramos de memoria sus profecías, y de cómo se destruiría el hombre por el hombre en los años cincuenta, terminaba sus palabras diciendo:
-¡Quien a hierro mata a hierro morirá!
Después de exorcizar el alma del asesino durante años, he tenido que luchar contra hechiceras convertidas en zamurones, que por la noche golpeaban las paredes de baharaque del rancho con sus pesadas y negras alas, buscando espantar mi alma del susto y robársela… Nunca pudieron conmigo, pero si estuve varias veces a punto de huir de este purgatorio. Si no hubiera sido por la paz y fortaleza que me daba recordar la sabiduría de los agustinos de Palmira. Cuando desesperaba los volvía a oír aconsejándome:
-A qué temes Eduardo de los Vientos, te acobardas por las tramposerías del demonio, solo, sin ayuda de nadie aprendiste a hacerlo huir al convertirte en un Hacedor de santos. Con las oraciones y la siembra de santos que hice por todo el lugar, huyeron los encantados.
Me protegía con santos de madera labrados con devoción. No poseía flamígeras espadas, ni punzantes lanzas como San Miguel; las armas que tenían eran gubias, martillos, escoplos y serruchos para crear formas sacras para combatir al ángel caído.
Cuando enfermaba, las imágenes santas me protegían, solo cuando desapareció el innombrable dejé de que se las fueran llevando una a una, pero aun cuando estaba débil, reaparecían algunas hechiceras de las que había hecho huir en La Grita cuando era sacristán de la iglesia, sabían que solo podían intentar asustarme y al atardecer oía el chapotear de sus alas cuando salían del lago, y revoloteaban a su alrededor.
Como nube negra se dirigían al rancho para amedrentarme y nunca pudieron traspasar la puerta por la fuerte protección de ramas santas colgadas en la entrada. Guardé por mucho tiempo un San Agustín labrado en cedro duro, esa madera santa las alejaba, por eso Salomón construyó su templo con ese precioso material y tiempo atrás construyo Noé el arca, para salvarse del diluvio.
El cedro es una madera de poder, desde que tuve el primer encuentro con el tenebroso, en el Colegio de Agustinos de Palmira, Fray Miguel me enseñó que no solo era la belleza de la forma lo que daba santidad a las esculturas; eso ayudaba, pero más hacerlas con madera del bendito cedro y cada golpe de gubia para desbastar la madera esculpida tenía que ser hecho con devoción.
– Eduardo Rojas esculpir formas de fe -repetía con insistencia Fray Bernardo- es una manera de orar. Recordar sus palabras me provocaba un profundo dolor. Aquella vida dura y santificada, el vivir entre fe y tapias, consumía la vida de los agustinos por sus abstinencias y mortificaciones para acercarse al Señor, día a día se les abría la puerta del Edén al arar la tierra, al dar de comer a los hambrientos, al hacer sus faenas con amorosas sonrisas. Fue ese uno de los mayores dones que he tenido en mi existencia: el poder de la santa alegría. Mil veces me he preguntado:
– ¿Cómo pude abandonar el convento?, por más grande que hayan sido mis pecados, la sangre del Señor y el arrepentimiento los debían haber borrado, pero no siento el perdón para mí. Al golpear el cedro retornan de nuevo las palabras del padre Miguel.
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