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Hacedor de Santos: El secreto de los kogi

Al regresar no aguantaba las ganas de decirle al fraile, con detalles todo lo que nos había ocurrido en la búsqueda de la milagrosa yerba dragón, pues apenas habíamos podido conversar.
domingo, 28 marzo 2021
Cortesía | Para evitar que lo molestaran los frailes y novicios organizó sus medicamentos en los anaqueles

Al entrar los novicios al huerto, intentaban que les explicara Fray Bernardo los porqué de sus palabras, con el tiempo dejó de responder sus preguntas por más que las repitieran. Llego un punto en que nadie se atrevía a insistir, pensaron que se negaba a responderles. Pero no se percataron que el padre Bernardo se estaba quedando sordo. Cuando su sordera, en vez de preocuparle, lo hizo feliz.

Al reencontrarnos tras el regreso de aquella larga y tortuosa expedición estaba feliz porque al fin había dejado de oír tantas necedades: “nunca más nadie volvería a importunarme con preguntas que no deseaba responder y al dejar de oír sus necedades tampoco provocaría hablarles”.

Para evitar que lo molestaran los frailes y novicios organizó sus medicamentos en los anaqueles del laboratorio por enfermedades; de esa manera cualquiera podía buscar sin ayuda y encontrar el remedio que necesitara. La etiqueta del primer anaquel decía: “Dolores de Cabeza-Infusiones”, en él se encontraban frascos llenos de hojas de toronjil, flores de lavanda, y flores abiertas de ulmaria, secadas en sombra; en las etiquetas de cada frasco se encontraban las indicaciones para su uso. El segundo anaquel era el del “Catarro Nasal-Inhalaciones”, en ese sitio estaban los frascos con flores de manzanillas, hojas de eucalipto y brotes de pino… Cada quien sabía a qué atenerse, si sabía leer.

Al llegar al convento del páramo con tan ansiado tesoro, no pude estar más que unos días con el fraile, debido a que mi padre había enfermado y me pedía que fuera a verlo al caserón de un conocido de la Grita, Juan Crisóstomo decidió acompañarme. Regresé luego de varios meses, papá se estaba sanando de las fracturas que había tenido al caer de una yegua en la que cabalgaba. Se había roto la tibia y golpeado fuertemente en el muslo. Lo encontré entablillado y vendado, pero de buen humor, riéndose de un chiste que le contaba una ronda de conocidos. Le tallé un par de muletas que le permitían moverse y recuperarse de mejor del accidente.

Al regresar no aguantaba las ganas de decirle al fraile, con detalles todo lo que nos había ocurrido en la búsqueda de la milagrosa yerba dragón, pues apenas habíamos podido conversar y de cómo había seguido al pie de la letra sus consejos. Al llegar vi con desilusión la soledad de su taller, el fogón apagado y cubierto de capas de polvo sus queridos morteros, matraces, retortas… Se había marchado y me había dejado una carta cerca de la puerta de entrada al taller, escrita con su temblorosa y delicada caligrafía.

Las últimas veces que lo vi, antes de ir ver a Macario Rojas, me veía fijamente con sus ojos brillantes, sus labios se mantuvieron cerrados, decía haber hecho un voto de silencio. Para mis adentros pensé: “esa era la excusa perfecta para que nadie lo importunara”. Llevaba colgado al cuello una libreta con hojas cuadriculadas, de la cual arrancó una, y tras varios días de espera por saber qué pensamientos lo tenían en ese estado, comenzó a escribir con un delgado carboncillo:

– Mucho te extrañé.

Intenté responderle pero fue inútil, no deseaba oír respuesta alguna, había decidido aislarse completamente. Se había convertido en su propio centro. Desde ese día nos comunicamos intercambiando papeles y señas cuando le venía en gana, solo podía romper los votos de silencio el día de la resurrección del Señor, en esa ocasión la lengua se le soltó:

– Envenené tu vida con mis obsesiones, como mi padre envenenó la mía, pero nos liberaremos de esa maldición. Ahora sé que la yerba milagrosa puede también llevarnos al Estado de Gracia. Tras encontrarla en esos alejados páramos de montañas coronadas por cascos de nieve no te condenaste, por no haber deseado la inmortalidad. Pudiste apartar ese deseo al ofrecérmela, pero gracias a la Santísima no me tentó. Se habían roto los deseos que me amarraban a esta vida, había dejado de huir de la muerte.

Eduardo, hay una forma de que se convierta esa planta milagrosa en senda para nuestra liberación espiritual.

– Haz con esa milagrosa yerba un bebedizo con savia de hiedra hervida, extraída en luna llena y mézclalo con agua bendita. Con solo unas gotas de ese elixir podrás curar cualquier enfermedad o herida. Con cada vida salvada, el Señor irá quitando de nuestras almas los pecados. Deberás hacer las curaciones, movido con profunda piedad, por eso nunca deberás ser visto por quien curarás, para evitar la soberbia.

Para llegar a curar a otros sin que nadie se percatara, tuve que recorrer innumerables pueblos y páramos, en búsqueda de personas desahuciadas para atragantarles el bebedizo que me hizo hacer Fray Bernardo, con la antiquísima planta que había encontrado en la Sierra Nevada de Colombia, en las olvidadas tierras de los Kogi.

No fue nada fácil, debía hacer curaciones milagrosas sin que los enfermos ni sus familiares se dieran cuenta de quién o qué era el responsable de su salvación. Tuve que convertirme en silenciosa sombra para encontrar la ocasión de echar unas cuantas gotas del elixir en un guarapo o un vaso de agua que fuera a tomar el desahuciado.

Antes de salir en esa peregrinación, vi por la última vez al fraile y leía como todas las tardes fragmentos escogidos al azar del Nuevo Testamento. Desde ese día hasta que se agotó la última gota del bebedizo mis días se convirtieron en una continua angustia, pero no hay mal que dure mil años. El fraile sabía que lo haría, por eso se fue sin despedirse a su querida Selva Negra, en Alemania, pero, ¿a quién iba encontrar en su pueblo? Tenía décadas que no cruzaba el océano con casi sesenta años, todos sus conocidos estarían muertos. La Alemania que había conocido, la encontraría completamente en ruinas, dividida en dos bloques.

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