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El Mago de la Niebla: Sócrates entre páramos

Esto contribuía a la creación de grupos de amigos que se reunían desde niños a jugar y que con el tiempo se transformarían en solidarios grupos de parranda; el de Juan estaba formado por Ramón Malpica y Lino Gil. Ellos fueron los primeros integrantes de su círculo de amistades.
domingo, 20 junio 2021
Cortesía | Juan, lo has hecho bien, estás aprendiendo rápidamente.

Si algo caracterizó al Hombre del Tisure desde niño, fue el buscar siempre la aplicación práctica de todo lo aprendido. Así, cuando su maestro les hablaba de la electricidad y a todos les parecía algo lejano y mágico, deseaba conocerla y manipularla; cuando don Ramón les habló de los antiguos experimentos de Otón de Gericke, quien hacia 1663, al frotar ámbar con bolas de azufre, logró hacer girar una rueda, casi lo obligó a repetir el experimento. Con estas inquietudes, a veces le hacía insoportable las clases a su maestro; sus preguntas eran prácticas y don Ramón era un teórico con pocos conocimientos de la técnica y de la ciencia y, al igual que muchos de sus alumnos, veía los avances tecnológicos como misterios inexplicables.

El escritorio de don Ramón era de caoba labrada en sus bordes sobre su pulida superficie, se veía siempre la vara de sinigüis con que golpeaba a sus alumnos cuando los veía distraídos en clase. La escuela de San Rafael del Páramo era un asunto de niños, en él las niñas no eran bien vistas, por no decir inexistentes.

Esto contribuía a la creación de grupos de amigos que se reunían desde niños a jugar y que con el tiempo se transformarían en solidarios grupos de parranda; el de Juan estaba formado por Ramón Malpica y Lino Gil. Ellos fueron los primeros integrantes de su círculo de amistades.

Por las mañanas las clases comenzaban con lectura en voz alta. Tuvo que aprender a deletrear bien antes de poder leer con fluidez, su maestro en ocasiones lo escogía para leer extractos de textos de historia de Venezuela; sus primeros intentos fueron sobre la vida de El Libertador y su dolorosa niñez, y don Ramón les decía que esa lectura debía servirles de ejemplo, pues el dolor, el sufrimiento y la voluntad demostrada por el joven Bolívar fueron una preparación para el futuro.

Cuando don Ramón les hablaba de estos temas las palabras se le agolpaban en la boca, la emoción lo invadía y la transmitía a sus alumnos.

—¿Acaso no se dan cuenta? Bolívar llegó a ser El Libertador debido a su rebeldía, a esa inconformidad que lo caracterizó desde niño y lo obligó a pensar y actuar. No se conformen nunca con la injusticia y con la mentira, luchen por la verdad aunque sea difícil de encontrar.

—Les repetía su maestro continuamente.

Esas frases fueron el preámbulo para su primera lectura completa; entre tartamudeos leyó a sus compañeros:

—Bolívar fue educado por dos grandes maestros: Andrés Bello y Simón Rodríguez. Al igual que Alejandro Magno, el más grande conquistador conocido desde la antigüedad, fue instruido por otro gran maestro, el filósofo Aristóteles, discípulo de Platón en la antigua Grecia, quien había sido la sombra de Sócrates, no dejó escrito nada y todo lo que sabemos de él se lo debemos a que los intensos diálogos que tenía con sus amigos y conciudadanos de Atenas se hicieron tan célebres que fueron transcriptos por otros. En las calles polvorientas durante días se comentaban la manera amable como llevaba cada conversación, haciendo brotar verdades de los labios de sus interlocutores que ellos mismos ignoraban que sabían. Se ufanaba de decir: que el solo sabía que no sabía nada. Acostumbraba andar descalzo y siempre con la misma túnica, en el ágora algunos lo miraban con malos ojos, pero eran incapaces de burlarse o criticar el descuido en su presencia personal, no acostumbraba a cortarse la barba y el poco cabello que le quedaba no se lo cortaba. Lo aceptaban tal como era sus silenciosos adversarios, pues había se había destacado por su valentía en la guerra del Peloponeso, en varias batallas contra la persas.

Llegó a incordiar de tal manera su amor por la verdad, que lo juzgaron y le hicieron morir envenenado, lo cual no le preocupó mucho, pues no podía hacer el ridículo negando lo que había sido: un pensador que solo intento conocerse a si mismo. Y tras tomarse un bebedizo con Cicuta tuvo una amena conversa con sus amigos, sobre la inmortalidad del alma.

Juan sentía el sudor brotar de sus manos mientras leía; don Ramón pudo ver su frente surcada por gotas de sudor que delataban la emoción que lo invadía. Por esta razón le dijo:

—Juan, lo has hecho bien, estás aprendiendo rápidamente.

Le provocó tirar el libro al aire y gritar por su triunfo. Podía leer con facilidad a los diez años. Era 1910. Al fin podría abrir los libros de su madre y comprender lo que decían.

Esa tarde, Juan Félix fue a abrir las páginas del Promptuarium, el Resumen teológico de Vicenta que le serviría de guía durante su madurez. Pues en su juventud sólo la curiosidad lo hacía abrir sus páginas ilustradas con imágenes de famosos grabadores de Durero. Al morir su madre, recordó las palabras sobre el pecado leídas una neblinosa tarde de 1910 que le harían cambiar su vida:

El pecado mortal nos priva de la Gracia de Dios, de los Dones del Espíritu Santo y de todas las virtudes sobrenaturales, exceptuando la fe, y la esperanza que éstas quedan con el pecado.

Para el Pecado Vicioso se requieren muchos pecados y en que puede un alma estar juntamente en gracia y con hábito vicioso grave: v.g. tiene un hábito vicioso engendrado de doscientos pecados mortales de lascivia y deseando enmendarse hace un acto de contrición o se confiesa bien: en este caso se pondrá en Gracia pero no se quita el acto vicioso hasta que haga actos de virtud, con los que venza aquella facilidad adquirida para pecar.

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