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El Mago de la Niebla: El Libertador y Nevado

Era una hermosa tarde de junio del año de 1813, se detuvo una escolta de caballería frente a la casa de Moconoque, sitio distante a una legua de la villa de Mucuchíes, para entonces el lugar más elevado de Venezuela.
domingo, 13 junio 2021
Cortesía | Sí, señor. Siempre me ha seguido. Contestó el indio volviendo en sí del estupor.

La escuela estaba en una casa alquilada que tenía las tapias más viejas del pueblo, sin ventana que diese a las empedradas calles para que no se colara el frío. El salón de clases estaba pintado con agua y cal, en las paredes colgaban mapas junto a imágenes de héroes de la Independencia y personajes célebres de la historia.

Siempre recordó Juan la historia de Nevado, escrita sobre una de las paredes laterales del salón, en una cartelera de fondo verde; el perro le había sido regalado a El Libertador por don Vicente Pino, vecino de Mucuchíes; era una de las historias queridas por don Ramón para enseñar a leer a sus estudiantes.

Mucha alegría sintió Juan cuando conoció, años después, la versión que Tulio Febres Cordero hizo de ese episodio de la historia de la independencia de Venezuela, en la que encontró plasmada la sensación que lo invadía cada vez que se adentraba en el páramo:

Al día siguiente, emprendieron la gran ascensión al páramo de Timotes. Pronto pasaron el límite de las últimas viviendas humanas y entraron en la temible soledad, donde la marcha es lenta y silenciosa, ora cortando la falda de un cerro, ora subiendo por un plano rápidamente inclinado, con harta fatiga de las bestias de silla.

Ya hemos dicho que el silencio es allí completo y absoluta la desnudez del suelo. Hasta la menuda gramínea y la reluciente espelia, que constituyen la única vegetación de estas elevadas regiones, desaparecen en aquella espantosa soledad de varias leguas.

Los caracteres más alegres y festivos allí se apocan y entristecen. Una fuerza oculta nos obliga a callar, rindiendo así culto al dios fabuloso, que según los aborígenes vivía de pie sobre el risco más empinado de los Andes, con la frente inclinada sobre el pecho y el dedo índice apoyado en los labios: era el Dios de la meditación y el silencio.

Al leer a Tulio Febres Cordero tuvo una profunda empatía con él, ambos vivían en mundos diferentes pero amaban los solitarios parajes de esos páramos. Muchas versiones se conocían sobre Nevado y Tinjacá, Ramón les hizo conocer varias. Pero la de don Tulio era la más querida por Juan:

Era una hermosa tarde de junio del año de 1813, se detuvo una escolta de caballería frente a la casa de Moconoque, sitio distante a una legua de la villa de Mucuchíes, para entonces el lugar más elevado de Venezuela. La casa parecía desierta, pero apenas habrían dado dos, tres toques en la puerta, cuando instintivamente los caballos que estaban más cerca retrocedieron espantados. Un enorme perro saltó a la mitad del camino dando furiosos aullidos. Era un animal corpulento y lanudo como un carnero, de la raza especial de los páramos andinos, que en nada cede a la muy afamada de los perros del monte de San Bernardo.

Ante la actitud resuelta y amenazadora del perro, brillaron de súbito diez o doce lanzas enristradas contra él, pero en el mismo instante se oyó a espaldas de los dragones una voz de mando que en el acto fue obedecida:

—¡No hagáis daño a ese animal! ¡Oh, es uno de los perros más hermosos que he conocido!

Era la voz del brigadier Simón Bolívar, que cruzaba los ventisqueros de los Andes con un reducido ejército. Por algunos momentos estuvo admirando al perro, que parecía dispuesto a defender por sí solo el paso contra toda la escolta de caballería, hasta que el dueño de la casa, don Vicente Pino, salió a la puerta y lo llamó con insistencia.

—¡Nevado! ¿Qué es eso?

El fiel animal obedeció en el acto y se volvió para el patio de la casa, gruñendo sordamente. Su pinta era extremo rara y a ella debía el nombre de Nevado, porque siendo negro como un azabache, tenía las orejas, el lomo y la cola blancos, muy blancos, como los copos de nieve. Era una viva representación de la cresta nevada de sus nativos montes.

El señor Pino, que era un respetable propietario, se puso inmediatamente a las órdenes de Bolívar y de sus oficiales, y obtenidos de él los informes que necesitaban referentes a la marcha que hacían, la continuaron hasta Mucuchíes, donde iban a pernoctar. Bolívar miró por última vez a Nevado con ojos de admiración y profunda simpatía, y al despedirse, preguntó al señor Pino si sería fácil conseguir un cachorro de aquella raza.

—Muy fácil me parece —le contestó—, y desde luego me permito ofrecer a S.E., que esta misma tarde lo recibirá en Mucuchíes, como un recuerdo de su paso por estas alturas.

Media hora después de haber llegado el brigadier a la citada villa, le avisaron que un niño preguntaba por él en la puerta de su alojamiento. Era un chico de once a doce años, hijo del señor Pino, que iba de parte de éste con el perro ofrecido.

—¡El mismo perro Nevado —exclamó Bolívar—. ¿Es ése el cachorro que me envía su padre?

—Sí, señor; este mismo que es todavía un cachorro y puede acompañarle por mucho tiempo.

—!Oh, es una preciosa adquisición! Dígale al señor Pino que agradezco en lo que vale su generoso sacrificio, porque debe ser un verdadero sacrificio desprenderse de un perro tan hermoso.

Bolívar quedó contentísimo con el espléndido regalo, y no cesaba de acariciarlo, que por su parte no tardó en corresponderle las caricias, haciéndolo en ocasiones con tanta brusquedad, que más de una vez hizo tambalear al Libertador al echársele encima para ponerle las patas en el pecho.

Averiguando con varios señores de Mucuchíes, si habría en la tropa algún recluta del lugar conocedor del perro, para confiarle su cuidado y vigilancia, se le informó que en el destacamento que comandaba Campo Elías había un indio que era vaquero de la finca del señor Pino y, de consiguiente conocedor del perro y de sus costumbres.

No fue menester más. Inmediatamente despachó Bolívar una orden a Campo Elías, que estaba acampado fuera del pueblo, para que le mandase al consabido indio llamado Tinjacá. Era éste un indígena de raza pura, como de treinta años, leal servidor y de carácter muy sencillo. La orden despachada a secas sin ninguna explicación, fue militarmente obedecida. El indio se encomendó a Dios, confuso y aterrado, al verse sacado de las filas, desarmado y conducido a Mucuchíes con la mayor seguridad y sin dilación ninguna el pobre creyó que lo iban a fusilar.

Era de noche y Bolívar, envuelto en su capa por el frío intenso del lugar revisaba, el campamento acompañado de algunos oficiales, cuando se le presentaron con el recluta.

—¿Eres tú el indio Tinjacá?

—Sí, señor.

—¿Conoces el perro Nevado del señor Pino?

—Sí, señor; se ha criado conmigo.

—¿Estás seguro de que te seguirá adonde quiera que vayas sin necesidad de cadena?

—Sí, señor. Siempre me ha seguido. Contestó el indio volviendo en sí del estupor.

—Pues te tomo a mi servicio, con el único encargo de cuidar el perro.

El episodio que más le impresionó a Juan de este relato fue el reencuentro de Bolívar y Nevado tras la peregrinación que los unió nuevamente; en él, Tinjacá y el perro Mucuchíes debieron escapar de Boves, ocultos por la noche, esconderse entre los páramos a la espera de la llegada de El Libertador. Por eso hizo una preciosa talla de madera recordando esa afición de adolescente, décadas después.

Cuando leía y escuchaba estas historias se imaginaba los esfuerzos hechos por esos heroicos hombres por independizar a Venezuela. Al pensar en aquella gesta se percibía insignificante, como grano de arena golpeado por el oleaje de la historia. Estas legendarias hazañas lo impulsaban a desear hacer algo glorioso.

Pero, ¿qué heroica hazaña podía hacer él en un olvidado pueblo como San Rafael del Páramo?, ¿cómo seguir las imborrables huellas de Miranda o Bolívar en un horizonte donde sólo divisaba verdor y neblina? Con estas interrogantes, labradas con el cincel de su imaginación, volvió a la realidad, al aula poco iluminada donde recibía clases rodeada de viejas tapias, tocadas por los ecos de tiempo.

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