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El Mago de la Niebla: San Francisco y la coronela

En una empinada caminata por las cordilleras nevadas varios hombres habían caído por el esfuerzo, esas alturas para algunos resultaban insoportables; pero la Coronela seguía adelante, junto a sus inseparables negras, quienes la seguían con paso firme cuchicheando entre ellas.
domingo, 04 julio 2021
Cortesía | Y empezó a recitar partes del Sermón de la Montaña, mirándolas fijamente a los ojos:

Tenía el don una peculiar manera de enseñar historia, escondía entre sus narraciones el nombre de los personajes de los relatos para que los muchachos los investigarán y los identificaran. Ese estilo del maestro los motivaba y todos se deleitaban mientras aprendían jugando. La primera de esas historias las hizo ocultando entre metáforas al personaje:
<<Fue un hombre muy rico que se desposó con la pobreza, lucho en la guerra entre arenales cubierto de cuero, el plomo que escupía su arcabuz se tiño de sangre, pocos comprendían su arrepentimiento por haber sido un valiente combatiente y él con dolor ignoraban a sus amigos. Por eso tuvo que comenzar a hablar con las criaturas del Señor. De haber vivido entre nosotros, seguramente se hubiera refugiado en nuestros páramos. Le hablaba al sol, a la luna, a las piedras porque amaba todo lo que lo rodeaba.>> Despreciaba profundamente la hipocresía y la opulencia, por ello lo persiguieron.

Mucho les costó averiguar que ese relato era sobre la vida de San Francisco de Asís. Durante varias clases nadie daba con su nombre y su historia pues el maestro escondía las cronologías a través de juegos matemáticos que les tocaba desentrañar, y le daba datos falsos que tenían desechar para llegar a la verdad. Cada día iba agregando algo a lo dicho, hasta que descubrían de quién se trataba.

En una ocasión, todos en la clase llegaron al borde de la desesperación por esos juegos; fue debido a un relato sobre la vida de Simón Bolívar; don Ramón les mostró los lados oscuros y las leyendas que sobre él y Manuelita Sáenz se tejían ocultando sus nombres y enredando los hechos. Después de descifrar esa historia, y aprender lo que don Ramón llamaba ejercicios para desentramar la verdad, Juan nunca pudo olvidarla al eliminar todo los enredos y falsedades:

Ahí estaba su figura, se veía a lo lejos, parecía una escultura de piedra cubierta por una ligera capa de rocío y granizo. Su rostro oteaba el horizonte, buscaba las alturas. Sí, se encontraba en la cordillera nevada, donde el aire era difícil respirar, pero le hacía sentir una sensación de tranquilidad y sosiego. Los soldados cuidaban de su vida, al verla con su mirada al cielo, se les mostraba en su elemento y en esos momentos se sentían protegidos. Algunos decían que sólo un ser divino podía resistir esas largas caminatas, junto a esos molestos baúles con papeles en su interior; no sabían que esos viejos cofres eran las memorias de sus gestas y de la vida de su guía.

En una empinada caminata por las cordilleras nevadas varios hombres habían caído por el esfuerzo, esas alturas para algunos resultaban insoportables; pero la Coronela seguía adelante, junto a sus inseparables negras, quienes la seguían con paso firme cuchicheando entre ellas… Los soldados las llamaban las Tres Gracias; al frente iba la fuerza, la voluntad, la única mujer que comprendió al que sería una y otra vez traicionado.

Las cumbres le hacían olvidar todos los sinsabores y angustias pasados. Ese eterno silencio, solamente interrumpido por el señor de los Andes ¡el cóndor!, la transportaba a otros sitios. Rayos de luz sobre la blanca nieve le producían extrañas sensaciones; sentía que nada la separaba de las heladas cumbres. Sobre todo sentía a El Libertador, era el rayo que traspasaba las tinieblas de la ignorancia, de la ambición… Mientras se debatía en esas meditaciones, se le acercó uno de los doce lanceros que la custodiaban:

—¡Coronela!, ¡Coronela! Las cartas de uno de los baúles se esparcen por la cordillera…

Antes de irse a El Potrero a los cuarenta años, Ramón Zapata le contó otra historia en un encuentro casual; era 1940 y, a pesar del tiempo, seguía molestándolo con sus ocurrencias. Fue sobre José Gregorio Hernández el relato que lo confundió por toda una tarde; la leyenda del santo popular todavía no era muy conocida en Venezuela, pero en los páramos corría de boca en boca y mostraba semejanzas con algunos episodios de la vida de San Francisco de Asís. Como de costumbre, ocultó los nombres y enredó las fechas; trataba la narración sobre una broma que Roberto Balza hizo a su amigo José Gregorio Hernández, le había pedido que lo visitara con urgencia en su hogar pues estaba muy enfermo. Y su amigo había engañado al doctor y, muy lejos de estar enfermo, había invitado a unas picaras amigas de la taberna del pueblo a su casa para que se le insinuaran al beato doctor.

Al llegar a la casa de Roberto grande fue su perturbación, en lugar de encontrar a su amigo encontró dos bellas mujeres. Magdalena y María le dijeron que su primo había salido a comprar unas medicinas, pero les había encomendado lo entretuvieron allí hasta su regreso.

El pícaro amigo se encontraba detrás de una puerta oyéndolo y viendo lo que ocurría; al ver la cara del doctor mucho les costo contener las carcajadas, más cuando sus amigas comenzaron a piropear al doctor, con esas mentiras no tan piadosas usadas por las mujeres para poner a los hombres a sus pies.

El doctor se encontraba sumamente avergonzado, sudaba y tartamudeaba. Roberto estaba a la espera de que José Gregorio en algún momento saliera corriendo. Pero no corrió. Cerró los ojos para orar silenciosamente… Hasta que poco a poco dejó de ruborizarse y al abrir los ojos, comenzó a hablarles dulcemente sobre el pecado de lujuria; desde su escondite el amigo llegó a escuchar lo que decía:

—Ese pecado se remonta a los orígenes, cuando Jehová, colérico, expulsó al hombre y a la mujer del Edén por verse con ojos de lujuria, tras desobedecerlo y comer del fruto prohibido que les ofreció el sibilante satán. Repentinamente sintieron que habían llevado demasiado lejos el juego y la culpa las invadió y se arrepintieron. Mientras las jóvenes se debatían entre estos pensamientos, el joven galeno, les dijo:

—No vaya ocurrir lo mismo con ustedes.

Y empezó a recitar partes del Sermón de la Montaña, mirándolas fijamente a los ojos:

“Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos. Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados…Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los pacíficos porque ellos serán llamados hijos de Dios…” Al terminarlo empezó a hablarles del amor al prójimo y de lo importante que volver la mejilla a los enemigos como un acto de amor por el otro. Antes de que terminará de hablar, comenzaron a llorar y a arrepentirse de sus vidas. Y le pidieron consejo, él las abrazó fraternalmente y les dijo:

—Arrepiéntanse desde el fondo de su corazón, las llevaré a la iglesia para que recemos juntos.

El amigo observó incrédulo, no podía creer lo que vio, sus amigas salían tomadas de las manos con el doctor José Gregorio. Para averiguar lo ocurrido decidió unirse al grupo. Al verlo, José le dijo a su amigo:

—Te perdono lo que hiciste, vayamos a la iglesia a rezar por todos los enfermos y sufrientes del país y por los ociosos que gastan su tiempo en tramar diabluras.

Cuando dejó la escuela había aprendido a callar y a evitar llamar la atención con su curiosidad y sus tremenduras por un tiempo. Intentaba calmar sus dudas y angustias con el tipo de vida que llevaba. Buscaba el espíritu festivo, ausente en su casa, en las fiestas con sus amigos.

Mientras Juan crecía, fue creando una religiosidad que comenzó al preguntarse por el origen del mal.

—Si el Señor es omnisciente —se decía—, ¿por qué creo el mal y las tentaciones? Y, por más que le daba vueltas al problema, no encontraba ninguna respuesta que acallara su curiosidad; hasta que vio en el mal la mano del Señor. Pocas personas lograban penetrar su hermetismo. En el pueblo se percataban de que algo ocurría con el hijo de los Sánchez, sus excentricidades lo delataban. Vicenta sabía que tarde o temprano se cernería una crisis espiritual sobre su hijo, esperaba ese momento con paciencia. Ocurrió, pero no de la forma ni en el momento que hubiera deseado. Mucho rezó doña Vicenta a la Virgen Santísima, le preocupaba la inquietud que observaba en él.

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