El Mago de la Niebla: Quijotadas en el Páramo
— Vicenta no se podía quedar tranquila, tenía que estar correteando entre páramos y rebaños e inventando algo siempre nuevo que hacer —se decía su madre, mientras se persignaba.
La comprendía, porque en su juventud también sintió el palpitar de esa inquietud deseó ser libre, conocer y hacer, pero por ser mujer no podía dar rienda suelta a sus anhelos. No tenía escape. Su madre debió amansarla a palo limpio, se negaba a llevar una vida de monja enclaustrada en Mérida, o ser la fiel esposa de un mal humorado paramero, no deseaba estar toda su vida entre fogones y telares con una muchachera de micos encima.
Muchas veces pensó en escapar, pero el problema era a dónde ir. Toda su rebeldía y su energía tuvo que encauzarla a través del fantasear que hace del preso rey y, por más osada que fuera su imaginación, nadie podía sospechar nada. Y era tal su hermosura que muchos jóvenes del pueblo estaban deseando casarse con la bella Vicenta, y ese sería el fin de su libertad.
Sus amigas conocían ese extraño don de encerrarse en sí misma y por eso le pusieron el mote de la dormilona, pues pasaba la mayor parte del tiempo ensoñada, o recreando su lectura preferida el Don Quijote de la Mancha, de Miguel Cervantes razón por la cual siempre estaba cometiendo errores y horrores.
Dañando los quehaceres que le encomendaban hacer, por estar imaginando molinos convertidos en gigantes encantados heridos por el caballero de la triste figura, o riéndose de las ocurrencias de Sancho Panzas. Deseaba tener la libertad que tuvo Marcela de convertirse en pastora junto a sus zagalas, para vivir libre. Se había memorizado la respuesta de hermosa joven, a quienes la culpaban de la muerte de Grisóstomo el pastor estudiante, por no haberlo aceptado como su enamorado. A lo que respondió el día de su entierro:
“Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos. Los árboles de esta montaña son mi compañía, las claras agua de estos arroyos mis espejos; con los árboles y con las aguas comunico mis pensamientos… A los que he enamorado con la vista he desengañado con la palabra. Y si los deseos se sustentan con esperanzas, no habiendo dado yo ninguna a Grisóstomo, ni a otro alguno… En ese mismo lugar donde ahora se cava su sepultura me descubrió la bondad de su intención, le dije yo que la mía era vivir en perpetua soledad. El cielo aún no ha querido que yo ame por destino, y pensar que tenga que amar por el elección es escusado. Este general desengaño sirva a cada uno de los que me solicitan de su peculiar provecho; y entiéndase, de aquí en adelante, que sí alguno por acá muriere, no muere de celos ni desdichado, porque a quien nadie quiere, a ninguno debe dar celes…
Feliciana, su madre cuando la veía con el deshojado libro la mandaba a trastear, pero lo hacía como si estuviera en otro mundo, molesta le gritaba en esos momentos:
—¡Ni aconchabada podrías vivir Vicenta, ni siquiera así! No creo que don Quijote te ayude a encontrar un buen marido, deja de estar soñando. Por eso cuando Vicenta hacía el guarapo era de esperarse cualquier cosa. Esos días, los peones y sus hermanos evitaban tomarlo, invitando a desayunar a cualquier desprevenido transeúnte con tal de agotar esa amarga bebida antes de que les tocara tomarlo. Repentinamente todo cambió, sus padres nunca supieron la causa de ese cambio.
Ocurrió un Jueves Santo a finales de 1890, en la vieja iglesia de Mucuchíes; esa mañana, cuando el padre comenzó a vociferar fuera de sí un sermón que parecía estar dedicado a ella, fue tal la su impresión que no pudo recordar nunca con exactitud aquellas duras palabras, y le dieron un sentido a su vida logrando reconciliarla consigo misma y con la Virgen. Esa mañana neblinosa el padre habló del ocio y de endiabladas lecturas como la fuente de la tentación y culpables del pecado original.
—¿Por qué Eva hizo caso a la serpiente? Porque no tenía otra cosa que hacer que desear el conocimiento y andar en cueros. ¡Sin ningún oficio! Por esa razón prestó atención al seductor Satán, quien le habló a través de la serpiente.
Al terminar de pronunciar esa frase el cura elevó el tono de voz y fijó su mirada hacia las engalanadas señoritas que acompañaban a Vicenta y, tras una breve pausa, continuó su sermón:
—Las señoritas sin oficio arderán en el infierno por prestar atención al monstruo primigenio, arderán por la eternidad. Y antes de terminar, señaló hacia Vicenta, diciendo:
—La única forma de escapar a las redes de Satán es encomendarse a la Santísima Virgen y al redentor.
Vicenta, desde el inicio del sermón, se había sentido afectada por las delirantes palabras del sacerdote. Mientras oía aterrada, en varias ocasiones sintió que todo comenzaba a girar a su alrededor; cuando la mirada del cura se clavó en ella cayó al piso desvanecida, esas hirientes palabras resonaban en su ser como ecos entre montañas. Al desmayarse, la feligresía se olvidó de la misa y se arremolinó a su alrededor; ésa fue la primera vez que Benigno Sánchez le prestó atención.
Todos en San Rafael del Páramo conocían la graciosa anécdota de la primera visita que le hizo Benigno a Vicenta; él vivía en La Culebra en Llano Alto y Vicenta vivía en un viejo caserón en El Cambote. Un domingo, al terminar la misa, iba Benigno trajeado de punta en blanco para visitarla de manera formal, pero para llegar a casa de Vicenta había una trocha que caía de manera abrupta, frente a la casa de Omar Monsalve. En ese lugar existía donde acababa la pendiente; sin darse cuenta se resbaló e impulsado por la caída terminó encima de una plasta de bosta de ganado como plátano maduro sobre ella. Desde el trasero hasta la coronilla se llenó de mierda. Ante este percance, debió volver a su casa para cambiarse. Cada vez que intentaba visitar a Vicenta algo le pasaba al desafortunado Benigno; por eso, cuando al fin se casaron, le dijo al pueblo en la celebración, entre afinados violines:
—Espero que al fin la pava se acabe para mí, porque estoy cansado de enmierdarme los pantalones yendo a visitar a Vicenta a El Cambote. Al menos ahora espero no tener que seguir pasando por eso.
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