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El Mago de la Niebla: No dar de comer a los cuervos

La ira de don Ramón Zapata lo expulsó de sus cavilaciones. Iracundo, le siguió hablando:
domingo, 27 junio 2021
Cortesía | Al salir Juan del salón, su maestro fue incapaz de levantar el rostro de la vergüenza que le corroía.

En clase don Ramón Zapata tocaba diversos temas. El niño Sánchez se aislaba de la realidad y se dejaba guiar por sus palabras, que lo llevaban a sitios insospechados en los cuales recreaba el verbo de su maestro en su imaginación; de aquellos temas uno de lo que más le impresionó fue el las historias de Roma.

Sus compañeros veían con extrañeza esa afición por la historia universal. Al principio, confundió a su maestro, que interpretó su retraimiento como señal de aburrimiento. Por esta razón, la primera vez que lo vio ausente tomó una dura y flexible vara de sinigüis entre sus manos y se dirigió a la silla donde se encontraba Juan Félix. Ramón Malpica y Lino Gil sintieron piedad por lo que le iba a ocurrir; el maestro se le acercó sigilosamente y, al encontrarse casi rozando con su cuerpo, le habló en tono cínico:

—¿Nos podrías decir mico de qué estamos hablando?

Saltó aturdido e intentó expresar las ideas que recreaba en su imaginación, pero se esfumaron de su mente como nubes en un asoleado y ventoso día. Ante esto, el maestro se había erigido en juez, ni corto ni perezoso, con una recóndita satisfacción de poner sus manos encima de ese niño rico y mimado. Le pegó varias veces con fuerza en las manos con la vara que aferraba entre sus manos. Los brazos de Juan quedaron acalambrados por el dolor tras la sorpresiva golpiza.

No entendía lo ocurrido, le parecía una pesadilla y el dolor era insoportable; pero no era el dolor físico lo que le resultaba intolerable, sino la vergüenza de sentirse humillado y vejado de manera injusta. Pensó en esos momentos en Cristo y en su martirio, porque él estaba siendo martirizado injustamente al igual que el Mesías. Recordó la voz de Vicenta relatándole el Evangelio de Mateo, donde la verdad, la vida y el amor eran mancillados por la mentira, la muerte y el odio.

La ira de don Ramón Zapata lo expulsó de sus cavilaciones. Iracundo, le siguió hablando:

—¡Responde, responde!, ¿quién fue Claudio el emperador?, ¿quién fue Constantino?, ¡responde!

La rebeldía lo dominaba, la vergüenza fue sustituida por orgullo; a pesar de saber las respuestas se negaba a contestar o a pedir disculpas por su aparente retraimiento; ante esto, una nueva tanda de golpes se hizo sentir, sobre sus muslos.

No gritaba, no lloraba, ni intentaba huir, soportaba el dolor con orgullo. Esta actitud provocó que el maestro se sintiera abochornado y, ante ese comportamiento tan inesperado, su rabia no cedió sino que aumentó.

—Voy a hacer que don Benigno te muela a golpes, esa miradita de mártir subiendo al Gólgota me molesta.

Bien sabía don Ramón que debía demostrar la culpa del niño ante su padre y, pensando en eso, le dio un papel y un lápiz para que hiciera una composición sobre las lecciones de historia dadas esas semanas, sobre la muerte que dio Bruto a Julio César y sobre la extraña personalidad de Claudio. Con esa composición iría a casa de Benigno Sánchez para justificar el castigo dado a su hijo. Al comienzo, indignado, se negó a escribir.

Al transcurrir algunos minutos pudo dominar su rebeldía y empezar a escribir sobre el papel que le habían puesto sobre su pupitre. Para sorpresa del siniestro verdugo en que se había convertido su maestro, comenzó a tramar letras:

Cuando Julio César, emperador romano, salió del Senado, vino a abrazarlo Bruto Albino, sacando un puñal de su manto asesinó al emperador. ¡Qué mejor manera de demostrar que no se debe dar de comer a cuervos!

Estas palabras eran textuales, pues ése era el estilo de su maestro, usar la historia como moraleja.

Claudio fue uno de los emperadores más justos de Roma, porque nunca deseó el poder. ¿Quién mejor que él para ejercerlo?

Todo lo dicho por el maestro había sido memorizado por Juan, al comenzar a leer aquellas líneas don Ramón se sintió avergonzado. Había cometido un vil atropello contra un niño que sólo se encontraba ensoñado con sus palabras, ¿cómo perdonarse ese error?

Al salir Juan del salón, su maestro fue incapaz de levantar el rostro de la vergüenza que le corroía.

¡Ese niño me ha dado una lección que nunca olvidaré! —se dijo.

Al llegar a su hogar, no dijo nada de lo ocurrido a Benigno, Florentino tampoco lo mencionó. Por eso fue grande la sorpresa de todos cuando oyeron tocar el portón de la casa de los Sánchez de manera insistente a altas horas de la noche; al hacer girar la cerradura y abrir la puerta Juan se encontró cara a cara con don Ramón. No podía imaginarse la causa de esa inesperada visita, sentía oleadas de temor. Se imaginaba molido a palos por su padre, quien no creería en lo que él dijera sobre lo sucedido ese día en clase y confiaría a ciegas en la palabra de Malpica: ¡Ese maldito maestro!

Al entrar en la casa, para su sorpresa, su maestro fue cariñoso. Mientras le acariciaba el cabello con su delicada mano, comenzó a hablar con Benigno:

—Don, hoy cometí un abuso, espero me disculpe.

Al oír esas palabras Juan comenzó a inquietarse por lo que pidió a su padre permiso para retirarse.

—Será mejor vaya a buscar a Vicenta —se dijo— antes de que estalle el taita. Pero más pudo la curiosidad que su temor y se quedó escondido entre la oscuridad del patio, oyendo la charla:

—He cometido una torpeza imperdonable contra su hijo.

Benigno no entendía nada de lo que ocurría, su rostro comenzaba a enrojecerse, pues empezaba a molestarse. Ante esto, dijo don Ramón:

—Cálmese, don Benigno, escuche.

La transparencia de sus emociones a flor de piel lo avergonzó, sacando fuerzas de donde no tenía, hizo un esfuerzo por calmarse.

—Castigué a su hijo injustamente. Creía que no estaba atendiendo a clase y sin pensarlo me enfurecí y lo castigué sin dejarlo reaccionar siquiera. Asustado por mi conducta, no pudo responder las preguntas que le hacía y para demostrarle a usted su falta de atención, le mandé hacer una composición sobre las clases de historia; para mi sorpresa, la hizo a la perfección, demostrando mi equivocación. Estoy aquí a estas horas de la noche para ofrecerle disculpas y felicitarlo por la inteligencia de su hijo. Mucho me costó decidir a venir, ¿sabe?

Antes de retirarse a su casa, don Ramón extrajo del bolsillo de su saco el papel donde Juan había respondido las preguntas que le hiciera su maestro y lo entregó a don

Benigno que, con un gesto lleno de orgullo, tomó la hoja y la guardó entre los papeles que llevaba en una de sus manos. No se había equivocado con Juancito, repetía entre labios.

Mientras esto ocurría, se fue Juan a su cuarto sorprendido por lo que oyó decir a su maestro.

Desde ese momento entre don Ramón y su alumno se crearon vínculos de respeto y comprensión que el tiempo no pudo borrar. Pero siempre el maestro vio con preocupación su predilección por ciertos temas. Si él hubiese sido un amante del saber, hubiera comprendido y encauzado la curiosidad del Juan.

Uno de sus temas predilectos era la geometría, porque le permitía comprender mejor el espacio. Cuando Zapata daba las lecciones de geometría, se le adelantaba en los razonamientos matemáticos, hacía los cálculos aritméticos mentalmente resolviendo los problemas antes que su maestro, con igual pasión, absorbía todo lo relacionado con la religión. Difícilmente perdía una oportunidad de preguntar sobre esos temas en las lecciones de historia.

Ante sus constantes preguntas, las evasivas de Malpica se repetían una y otra vez. Entre todas ellas su predilecta era decirle:

—Recuerden, muchachos, éstas no son clases de historia de religión y menos de teología. Cuando venga al pueblo mi hermano, lo traeré para que les hable de esos delicados temas.

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