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El Mago de la Niebla: El ángel exterminador

Las perlas eran comercializadas en Coro, ciudad costera de la Provincia de Venezuela, hasta que no pudo soportar las continuas incursiones de piratas ingleses y holandeses.
domingo, 15 agosto 2021
Cortesía | Le agradaba ese antiguo y desconchado caserón,

Al pasar por la pulpería se alejó de ella sin darse cuenta, no deseaba apartarse de sus ensoñaciones. ¡Sí! —se decía el joven Sánchez— pintaré en el cuarto un paisaje marino con un barco de vela, montañas, osos, venados, fieras, y hasta cochinos para recordar los viajes y aventuras de Ulises, ¡quizás algún día también surque la mar como él!, quizás no pueda ir a Ítaca, pero sí podré navegar por Margarita o Cubagua, la isla de las perlas, donde se fundó la primera ciudad de Venezuela “Nueva Cádiz”, una y otra vez atacada por los piratas y corsarios del siglo XVI, para saquear la riqueza nacida de un molesto grano de arena dentro de una ostra.

Fue varias veces arrasada por el pirata francés Jacques de Sores, llamado Pata de Palo, por ser el primer pirata en usar una pierna de madera, cojeaba igual que Jhon Silver el traidor corsario personaje creador por Robert Stevenson, era tal su crueldad que tras saquear San Cristóbal de la Habana lo empezaron a llamar El Ángel Exterminador.

En su última incursión no solo saqueo, sino que incendió Nueva Cádiz, pero ya los ostrales se habían agotado y la Corona estaba preocupada, era tanta la riqueza que recibía de la pequeña isla como del oro del Perú, y tenían la esperanza de que los ostrales se recuperarán, cuando finalmente fue destruida la ciudad perlera por un maremoto.

Ese bello exudado de dolor era extraído del fondo del mar de los ostrales por los indios caribes y esclavos que murieron por miles en esa mar con los pulmones reventados por tantas inmersiones en esas transparentes y quietas aguas del Caribe, sólo para adornar los blancos cuellos de las damas de las cortes del viejo mundo.

Las perlas eran comercializadas en Coro, ciudad costera de la Provincia de Venezuela, hasta que no pudo soportar las continuas incursiones de piratas ingleses y holandeses que arrasaban con todo y se trasladó la capital de la provincia a un lugar no tan expuesto a las costas como era la ciudad de Santiago León de Caracas.

Juan, risueño por su decisión de crear aquel mural de ensueños, enterró sus manos en los bolsillos, gesto común en él cuando se sentía satisfecho. De no ser por esto no se hubiera tocado las monedas que le había dado Vicenta para la compra de papelón. La frialdad y dureza del metal lo hizo retornar a la realidad.

Para su desgracia no estaba en Ítaca ni en Cubagua sino entre los empedrados caminos de San Rafael de Mucuchíes.

Al volver a poner su atención sobre el camino se encontró perdido, no lo reconocía, estaba en las afueras del pueblo pero no sabía con certeza dónde y tampoco recordaba el mandado de su madre, casi había llegada a la Mucuchaché, en las afueras del pueblo.

Tuvo que devolverse para llegar a la pulpería. Había dirigido sus pasos hacia donde lo llevó su instinto hasta que se dio cuenta y tuvo que dar una larga corrida para volver a la pulpería de don Epifanio; llegó con el corazón palpitando y gotas de sudor resbalando por el cuerpo. Estaba recostado sobre el mesón de entrada cuando don Epifanio le dijo:

—Al fin apareces por aquí. Doña Vicenta, tu madre, envió a buscarte ¿sabes? Te mandó a comprar panela para el guarapo y no apareciste, cree que te ocurrió algo. Sólo se me ocurrió recordarle que tienes tu tiempo. Gracias a la Virgen estás bien.

Juan se intimidó con tales noticias; doña Adelina Rangel, al escuchar las palabras de su esposo, le respondió:

—Epifanio, por qué siempre eres tan regañón y amargado, vas hacer que Juan se moje de terror sólo de imaginarse al furioso Benigno llamándolo para encuerarlo con cualquier pedazo de cuero que tenga a mano.

Al oírla, no pudo hacer otra cosa que reírse. Doña Adelina fue muy oportuna porque empezaba a imaginarse aquella escena. Finalmente, el tacaño de Epifanio también terminó sonriendo.

—Entra de una vez por todas —le dijo don Epifanio—, que vas a tumbar el mesón de las verduras, veremos qué le inventamos a tu madre.

Le agradaba ese antiguo y desconchado caserón, sospechaba que ocultaba misteriosos secretos. Hacia la calle carecía de ventanales y tenía grandes aleros de los que colgaban cuerdas, vestidos, camisas, sombreros, cobijas y racimos de plátano verde.

En los cuartos y patios parecía un laberinto más que un caserón y pulpería; convivían viejos cachivaches, junto a objetos de formas y usos inimaginables, en el pueblo llamaban a esa pulpería el bazar del Arcángel San Rafael.

En esa casa era posible encontrar desde el cuerno de un narval clavado en una bacinilla usada como maceta de frailejones morados, hasta cascabeles de serpientes colgados de las paredes. Todo se encontraba desordenado a lo largo de los pasillos y cuartos que se habían convertido, con el tiempo, en depósitos.

Epifanio era un apasionado coleccionista de armas de fuego y puñales; los belicosos instrumentos estaban colgados en las paredes de la sala principal, junto a gigantescas trenzas de ajo guindadas con alas de murciélagos disecadas en sus extremos. En este lugar también estaba la nutrida biblioteca del pulpero y, a sabiendas de la afición de Juan por la lectura, era su proveedor de libros, periódicos y revistas que le regalaba o trocaba por algún favor.

Esa fría mañana tenía entre manos Epifanio un pocillo de miche destilado en Barinitas, que iba tomando en pequeños tragos, se dirigió a su sillón, que era de madera oscura, y olía a humo de fogón; se sentó lentamente.

Había un toque de solemnidad en sus gestos, por la manera cariñosa como apoyaba sus manos sobre las abrazaderas y la lenta degustación que hacía del licor. Al sentirse cómodo en el sillón, llamó a su ayudante para pedirle el favor de que fuera a atender la pulpería y estuviera bien despierto para que no se robaran nada; sentenció, antes de dejarlo ir:

—Pobre de usted si algo desaparece, ponga bien el ojo, no me venga después con que los duendes del páramo bajaron a robar plátanos y fósforos…

Al pulpero le gustaba conversas de sus lecturas, especialmente de lo que leía en su colección de revistas y periódicos; sus comentarios a veces asustaban a la gente del pueblo pero, a pesar de todo, las informaciones que divulgaba eran de tiempo atrás, pues la prensa tardaba meses y a veces años en llegar a San Rafael del Mucuchíes.

—Mira Juan —comenzó diciendo Epifanio—, mientras tú y yo estamos aquí sentados hablando, cruzando el océano se vive una de las peores guerras conocidas por la humanidad. ¿Verdad que el mundo es extraño? Cuadrillas de aviones lanzan miles de bombas sobre ciudades, pueblos y aldeas arrasadando calles, casas, familias desaparecidas entre escombros, vidas inocentes muertas sin saber la causa; quién se pudiera imaginar que más allá de este muro de silencio y niebla cubierto de piedras, frailejones y trigo hay explosiones de granadas, nubes venenosas sembrando muerte entre el metálico traqueteo de ametralladoras; el mundo es extraño. Sabes, a veces desconfío de que eso sea cierto, pues de serlo, cómo soportar esta vida. A veces llego a dudar de los periódicos y pienso si sus palabras, unas igual a otras, acompañadas de imágenes en blanco y negro, sólo son una sarta de mentiras para tenernos aquí asustados y agazapados; a lo que Juan respondió:

—Sobre eso estaba hablando en la plaza días atrás Wecelao Moreno, la gente lloraba de miedo al oírlo y terminaba diciendo: ¡El profeta habló! Describía máquinas voladoras con hombres dentro de ellas lanzando muerte desde el cielo.

—¡Sabe!, a mí me parece, perdone usted don Epifanio, que Wecelao es un grandísimo charlatán. A lo que respondió el pulpero:

—¿Cómo se te ocurre decir eso? Cuidado con tus palabras, no vayan a oírte en el pueblo, la gente de San Rafael te empezaría a ver con malos ojos y no sólo se pondrían en contra de tuya, ¿sabes?, eso sería lo de menos, pues nada se atreverían hacer contra ti, pero te van a enfermar de mal de ojo, recuerda antes de irte que te dé unos escapularios de San Benito y San Judas Tadeo para que te protejan. Ese llamado Henoch del páramo es un hombre santo, aunque acostumbre andar de aquí para allá. Juancito, recuerda que la santidad es vivir buscando la divinidad en cada momento de la vida y eso no es una locura, sus profecías son inspiradas por ese deseo que corroe sus entrañas, trata de imitar a los profetas, sobre todo a Ezequiel; hace unos años se amarró durante meses un enjalma a su espalda y dejó de hablar, llegó hasta dejar de dormir en su casa para acompañar al ganado, si no fuera por su hermana, que lo perseguía para darle comida, capaz que termina comiendo pasto.

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