El mago de la niebla: La muerte mayo de 1940
Vicenta esperaba el momento en que su hijo sufriera una tormenta interior, pero ésta no llegaba y crecía por ello su preocupación. Sentía que se iba su tiempo, y cuando sucediera no estaría para ayudarlo. Nunca la pudo ver, ni conocer la crisis espiritual de Juan porque llegó con su muerte. Sólo a partir de ese momento buscaría un nuevo sentido a su vida. La inquietud, la angustia, la desazón se apoderaron de su alma. Ese golpe abismal no la pudo imaginar su madre y transformó a su hijo. Con dificultad hubiera pensado que su muerte iba ser la causa que alejaría a Juan de su querido pueblo y lo acercaría, entre la soledad del páramo, a Dios.
Sí, la muerte de Vicenta fue una de las razones que lo hicieron dudar de todo lo que hasta ese momento había sido su vida. El acercarse a la fugacidad le hizo buscar nuevas formas de anclarse en la vida para escapar a las heridas del tiempo. Deseaba dejar una huella permanente para derrotar a la muerte.
Cuando conoció la trágica nueva trabajaba en la huerta familiar, mientras discutía con el padre de San Rafael de Mucuchíes, quien le pedía su ayuda para la reconstrucción de la iglesia del pueblo. El viejo cura tenía tiempo tratando de motivar a la juventud del pueblo en esa labor, pero sus intentos hasta ese momento habían sido vanos. Había apelado hasta a la piedad cristiana de los jóvenes parameros, pero le respondían con indiferencia:
—No se puede, debemos trabajar.
Con Juan Félix era más insistente ya que Vicenta le había prometido costear la reconstrucción como pago de promesa a un favor recibido por la Virgen, pero su hijo era ingenioso en encontrar excusas para posponer el inicio de la ampliación. Insistía tanto el cura porque conocía su habilidad para levantar tapiales y había dado misa en varias capillas construidas por él.
Ese día, antes de desistir, le recordaba al hijo de Vicenta la necesidad de un templo digno para los hijos de Dios y cómo eso haría bien a todos, un lugar donde podrían reunirse, meditar, orar, sentirse cerca de la divinidad, en lugar de perder el tiempo entre juegos y miche en la plaza. Esa tarde le recordó que estaba obligado a ello por el voto dado a la Sociedad del Sagrado Corazón de Jesús y el juramento de hermandad hecho ante Cristo, y ¿qué mejor oportunidad tenía de cumplirlo que reconstruir la casa del Señor, que estaba en ruinas, al igual que el alma de los jóvenes del pueblo?
La sonrisa en su rostro y la forma amanerada como se acariciaba el bigote al oír sus palabras desilusionaban al sacerdote, parecía estar ante alguien sin piedad. Al sentir esto, comenzó a llenarse de ira por la desidia de los jóvenes de San Rafael; Juan, por su parte, estaba a punto de darle la espalda para continuar dirigiendo la peonada que se disponía a recoger la cosecha de trigo cuando de repente oyó gritos y sollozos que venían de su casa. Los angustiosos gritos le golpearon el corazón cuando vio correr hacia él una multitud; sospechó lo que había ocurrido y sus latidos parecían querérsele salir del pecho como los cascos de un caballo encabritado.
El padre se encontraba a su lado y se alteró al ver el rostro de las hijas de Vicenta junto a la peonada bañados en lágrimas. Comprendió que algo inusual y terrible sucedía. Juan se sintió tambalear por momentos; completamente mareado todo giraba a su alrededor, su rostro bronceado empalideció como la luna y las piernas le temblaban parecería que caería al suelo, pero pudo sobreponerse y con la voz titubeante dijo:
—¿Qué ocurre?
Respondieron entre gemidos sus hermanas:
—Mamá Vicenta está malita, algo le pasa, le cuesta hablar y lo único que se le entiende es: ¡busquen a Juan!, ¡búsquenlo! Era el 16 de mayo de 1940.
Corrió lo más que pudo entre mareado y angustiado al cuarto de su madre, en el cual dormía desde que Benigno, en 1936, había muerto a causa de una caída cuando subía el portón de la casa. En ese momento recordó de golpe la muerte de su padre. Lo único que pudo hacer, al verlo devastado en el suelo, fue levantarlo y colocarlo en una carretilla para llevarlo a casa. Había hecho todo lo posible para que se recuperara. Hasta fue a Mucuchíes a ver a Antonio Flores, quien le dio un frasco de agua de Cañanga para masajear a Benigno; tal fue la desesperación por el deterioro de su padre, que él también cayó enfermo y Vicenta debió atenderlos a los dos.
La última imagen guardada en su memoria de la enfermedad de su padre, fue la de una mañana neblinosa cuando, entre sueños, se despertó al oír cantar unos maitines de Gracia, mientras Vicenta lo ayudaba a levantarse de la cama para llevarlo al velorio.
—No llores, hijo —le decía su madre cariñosamente.
Volver a pasar por lo mismo le revolvía el alma; desde ese momento no fue el mismo y todos se preguntaban por qué. De ahí en adelante comenzó a sentir la presencia de la muerte, que más de una vez le quitó el sueño. Cuando murió su padre se había encerrado en sí mismo para huir del dolor.
Tras la muerte de Vicenta no sólo sintió la muerte como destino lacerante, había quedado su alma desnuda, expuesta, frágil, sin ningún sustento ni apoyo. Necesitaba un nuevo centro para su vida. Encontrar un sentido a algo que no parecía tenerlo: el vivir. Desde ese momento empezó a crecer en él un profundo deseo de retirarse a El Potrero.
Entre sus caminatas por las empedradas calles de San Rafael, cuando la neblina lo envolvía, comparaba la vida con ese húmedo manto que oculta los páramos, las piedras, los arbustos, los tapiales, y convierte un soleado día en una caprichosa noche que ciega, desorienta y enmudece el alma. Ante eso, más de una vez se preguntó: ¿será la muerte como la niebla?, ¿cuál sería nuestro destino tras la muerte? Sabía que solamente un acercamiento a Dios podía darle respuesta a sus preguntas.
Como una manera de acallar sus temores comenzó a trabajar con el padre Ángel Sánchez rehaciendo la iglesia. El pisotear el barro al construir los tapiales, cortar la caña amarga, cocer las tejas, le producía sosiego. Sentía que así como rehacía la capilla de San Rafael del Páramo, reconstruía su alma desmoronada. Cuando mezclaba la piedra, el barro y la paja, al rellenar los encofrados que darían forma a los tapiales, sentía estar en contacto con los huesos y carne de la tierra. Se preguntaba en voz alta qué habría en esos materiales que le causaba tal sosiego.
Con el tiempo descubrió la razón. La roca, con su dureza le recordaba la fe de Vicenta, su inquebrantable tranquilidad. Ella, como las rocas del páramo, no perdía nunca el equilibrio, era su propio centro.
Seguiría los pasos de Vicenta, deseaba hacer suya la fe que percibió en su madre y, como al orar, se deslastraba del cuerpo para convertirse en pura alma. Por momentos logró adentrarse en ese estado de profunda quietud interior, similar al silencio, de la naturaleza cuando anuncia la llegada de un fuerte chaparrón, y atesoró esos instantes para sí como las cuentas de un inmaterial rosario.
Compartía el tiempo entre la reconstrucción de la capilla y hacerse cargo de los sembradíos de trigo y papa. Cada piedra que encontraba al limpiar los terrenos para la siembra la apartaba del arado con delicadeza, al hacerlo sentía que le transmitía su energía, su historia, eran inertes sobrevivientes de tiempos remotos que comenzaron a formar parte de su vida.
Cada roca que por su forma, color le llamaba la atención era la excusa para meditar y hundirse en esas líticas formaciones: ¿acaso no eran obra del Señor?
—se preguntaba— y les buscaba usos que no fueran los tradicionales, como eran las ofrendas para invocar a los espíritus de los páramos, como hacían los peones, sino crear con ellas formas que le vinieran en gracia y buscar, a través de esta creación, la salvación de su alma. Quizás la Santísima Virgen vería con gracia su curiosidad. Las primeras rocas las labró a martillo y cincel para hacer cristos y vírgenes para el cementerio del pueblo. Con el tiempo se negó a devastarlas para buscar lo que ocultaban tras su pétrea piel y empezó a querer sus formas tal cual las encontraba.
Con perseverancia y amor reconstruyó la iglesia del pueblo; el padre sospechaba la causa del cambio de Juan, aunque nunca había conversado con él sobre ello. Una de las razones que lo movieron a reconstruir la capilla era su deseo de que en el pueblo existiera un sitio digno donde pudiera rezarle a su madre.
Un templo abandonado era signo de un pueblo sin alma. A él, más que nada, le preocupaba su propia salvación, se sentía como un vergonzoso pecador, a diferencia de su madre. había sido una santa que convertía cada acto de su vida en una amoroso hacer pleno de devoción.
Poco a poco nació en él la idea de crear algo prodigioso ante los ojos de Dios y la Virgen, que les hiciera sentir a los parameros el alma del páramo. Y como Dios palpita en cada hierba, en cada riachuelo, en el trinar de los pájaros… Así la roca y la madera agreste se convertirían en una oración. Su vida y su gracia serían el instrumento que usaría para acercarse a la creación.
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