El Mago de la Niebla: La Magia de la Niebla
Habían planeado durante semanas la sorpresa que esperaban dar. La noche anterior hicieron un agujero en el muro, delante del sitio donde celebrarían el evento. Ese boquete estaría oculto por una cortina azul que pintaron con símbolos mágicos como estrellas de cinco puntas entre soles y lunas.
Para su desgracia, habían olvidado que en los pueblos las paredes tienen oídos y todos estaban al tanto de lo que pretendía hacer; deseaban burlarse de los payasos del día y participar de esa manera en la diversión.
En la madrugada se dirigieron varios parameros a la tarima a revisarla y vieron que tras la cortina había un boquete tapado por un cartón cubierto de barro. Se dieron cuenta de que era parte del acto de ilusionismo que planeaban realizar, y para burlarse de los saltimbanquis lo tapiaron con pesadas piedras, y pusieron otra vez el cartón que imitaba la pared para que no sospecharan nada.
Todos en el pueblo, menos Juan y Ramón, estaban al tanto de lo que se avecinaba; había mucha expectativa entre la gente y, si no fuera por lo ocupados que estaban los actores, hubieran sospechado de las risas con que los recibieron cuando aparecieron sobre la tarima. Cuando notaron la molestia en el rostro del joven Sánchez no querían disgustarlo, y dejaron de reír, no fuera a arrecharse y decidiera irse.
Nuevamente se cambiaron sus trapos, para empezar a realizar el acto esperado por todos. Tomó Juan a su amigo por el brazo acercándolo a la pared que habían cubierto con la cortina azul. Algunos reían y chanceaban confabulados a la espera de lo que ocurriría.
Alzando la voz, dijo Juan Félix:
—Necesito silencio para poder realizar este acto que hará desaparecer a mi amigo. Su vida corre peligro. Si no me dejan concentrar, podría desaparecer para siempre, y ¿saben algo? Yo lo aprecio mucho, aunque algunos de ustedes pareciera que no.
Estaban admirados de la verbosidad de Juan; con ella logró apaciguarlos y crear nuevamente un clima de tensión. Tras decir la última frase, se paró sobre un taburete ante el público y murmuró unas palabras que había oído decir a Maraco cuando lo encontró en el páramo; repitió las frases varias veces y, cada vez que lo hacía, resonaban con mayor intensidad, mientras Ramón lentamente se dirigía al interior de la cortina.
La niebla bajó del páramo y cubrió la tarima; los aprendices de magos comenzaron a ser vistos como errantes sombras. Al desaparecer la niebla Juan se dirigió a las cortinas y con un gracioso gesto las abrió y comprobó si su amigo había desaparecido como estaba planeado; se sintió satisfecho, el acto había salido bien.
En ese momento la gente reunida palideció, Ramón había desaparecido realmente y, aprovechando el impacto de su acto, Juan, lleno de orgullo, exclamó:
—¿Dónde estará Ramón? ¿Lo saben ustedes? ¡Seguramente no!
Con estas palabras estaba dando tiempo para que el desaparecido pudiera dar una vuelta a la plaza y regresar por el frente. Juan no se imaginaba lo que estaba pasando.
Hablaba y hablaba pero su amigo no aparecía por ninguna parte. Comenzaba a sentirse intranquilo cuando alguien salió del público, subió a la tarima y puso una mano sobre su hombro izquierdo mientras con la otra le quitaba el bufonesco sombrero.
Era Ramón Malpica. Juan sonreía por el éxito del acto. Al sentir el silencio que lo rodeaba comenzó a sospechar que algo estaba mal, pero no sabía qué era.
La gente del pueblo intercambió miradas de incredulidad, se preguntaban unas a otros:
—¿Cómo logró burlarnos?
El temor empezó a dominarlos, hasta que una anciana interrumpió la perplejidad que los dominaba al gritar:
—¡Eso es magia! ¡Magia de la niebla! ¡Perdónalo, Señor! No sabe lo que hace.
Después de esas palabras, muchos se retiraron a sus casas apesadumbrados, otros se quedaron silenciosos, meditabundos, entre ellos algunos de sus conocidos.
Les costaba pronunciar palabra alguna. Los amigos silenciosamente se dirigieron a la pared y vieron el boquete bloqueado por piedras.
Juan Félix, al verlo se quedó paralizado, sólo atinaba a preguntarse qué había podido pasar, ¿sería el díctamo real de alguna forma responsable de aquello? Esta idea la desechó rápidamente, pues no creía en esos poderes. Él sólo hizo por curiosidad lo que Asunción y Epifanio le dijeron, y no porque tuviera fe en ello; desde ese entonces comenzó a respetar las creencias de los pocos viejos que quedaban en el pueblo.
Repentinamente volvieron a él las imágenes de aquella noche de enero, con la luna llena, en la que se atrevió a adentrarse al páramo. Esa noche guardaba en sus bolsillos el frasco que don Epifanio le había regalado.
La noche era clara. Se dirigió a La Ventana por el camino de La Mucuchaché. Al terminar de subir la cuesta, como siempre, se había quedado sin aire, estaba tenso; creía ver detrás de cada piedra sombras que lo espiaban, no le agradaba la idea de adentrarse en el páramo de noche y, para colmo, solo.
Caminaba con cuidado y evitaba hacer ruidos innecesarios. El silencio que percibía lo conmovió ¡Tanta belleza entre tanta soledad! —se decía al ver el páramo.
Veía encantado la superficie de las piedras acariciadas por luz lunar, los troncos de los árboles parecían cadáveres a la espera de la resurrección; nada de esto debería ser despreciado, son los huesos de la tierra. Entre las montañas, como una ilusión, se desdibujaba en el horizonte San Rafael, sólo se veían las titilantes luces que parecían venir de un pueblo fantasmagórico, contrastaban con el páramo, sólido y real, misteriosamente cercano a su alma. Intuyó que algún día su vida se volcaría hacia esas soledades y formaría parte de ellas.
Se sintió uno con el nocturno paisaje, la piel terrosa como la tierra, el paladar húmedo como el agua…, comenzó en ese momento a amar esos parajes que transformarían su vida. Al acercarse a La Ventana creyó oír unos pasos tras de sí.
Al voltearse creyó ver a Asunción, se movía con una rapidez inimaginable, en vez de caminar parecía deslizarse sobre la tierra. Al acercarse a lo que creía era Asunción, le habló para llamar su atención, pero fue inútil cuando la niebla empezó a disiparse por una corriente de viento. Estuvo sin moverse por un largo tiempo. La eternidad se abrió ante él, abrazándolo en su fugaz regazo.
El espíritu protector del díctamo intentaba recuperar lo perdido; estaba siendo dominado por el miedo, sus visiones habían sido un juego de la niebla y de las piedras. Pensar eso lo envalentó, olvidando lo que había acabado de sentir. Con paso firme y decidido empezó a bajar el estribo de La Ventana. Subió la última cuesta tan rápido como se lo permitieran sus piernas.
Al llegar a la cumbre vio un paisaje sobrenatural; no había niebla, un plateado resplandor emanaba de la laguna de El Potrero. Esa visión le erizó la piel. Sintió que su alma volaba libremente por el nocturno páramo. Cuánto tiempo estuvo abandonado de sí, nunca lo supo.
Al volver en sí estaba cansado y desorientado, decidió sacar el frasco de su bolsillo. La planta empezó a brillar con la luz lunar, se veía fuerte y vigorosa. Por momentos las dudas lo aguijonearon y pensó en deshacerse de ella, pero con decisión llevó el díctamo a su boca a pesar de la repulsión que le producía el miche en que flotaba; al masticarla esperaba saborear algo reseco y mohoso, pero no fue así, sus dientes masticaron pequeñas hojas verdes de distintos sabores.
Sin mucho remilgo tragó, carraspeando un poco la garganta, la pulpa de las hojas; tal como suponía no sintió nada, pensó que don Asunción se había burlado de él, lo cual podía ser cierto pues sabía lo supersticiosa que era la gente del pueblo y las leyendas que circulaban alrededor de los poderes mágicos del díctamo real.
Al desvanecerse estas imágenes de su memoria, las piedras amontonadas que se encontraban frente a él tapiando el escape de su amigo lo hicieron volver a la realidad. ¿Qué habría pasado? se preguntaba una y otra vez. De alguna manera el pueblo, que deseaba echarle una broma, salió burlado; sólo tiempo después supo con certeza lo sucedido esa tarde.
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