El Mago de la Niebla: El venado encantado
Mientras Epifanio le hablaba, Juan estaba sentado al lado de la colección de armas colgadas de la pared. Al verlas parecían tener vida propia, esos cañones de negro metal y culatas pulidas por el sudor de manos furiosas y violentas vomitaron fuego y plomo regalando muerte, ahora estaban ahí colgadas inertes.
El pulpero, al darse cuenta de la atención con la que miraba su colección, le dijo:
—Ahora sí estamos arreglados contigo, ¿por qué ves con tanto deseo esas armas?
—Las estoy viendo porque están ahí. No se moleste, no se las voy a gastar ni a empavar porque más malditas de lo que están sería difícil imaginarlo, a pesar de todos esos collares de ajo. Si no quiere que las vean escóndalas y no las tenga colgadas en la pared, guárdelas en un baúl bajo llave.
—Tú no cambias. Nunca te guardas nada, como buitre todo lo regurgitas. Pero eso sí, cuando estás frente a tu padre no abres la boca para nada, pareces ánima en purgatorio.
—Dígame una cosa, ¿para qué tiene don Epifanio, el pulpero de San Rafael, esas armas ahí?
—Para qué va a ser, muchacho, sino para poder recordar cuando salía a cazar venados, subía al páramo por días y como gato escalaba entre resbaladizas trochas que se convertían con las lluvias en riachuelos, había que ascender agarrado de cada tronco de quitasol o de rocas firmes para no ser arrastrado por las caídas de agua, cada paso parecía ser el último. La única manera de llegar al refugio era olvidar lo largo del camino y seguir adelante paso a paso, al escampar el cielo se despejaba y la Luna Llena resplandecía con su luz plateada el final del camino, parecía que sólo faltaba que dieras el último paso para llegar a ella.
—Cómo podrás ver ahora, con el paso de los años el peso de la ley de gravedad no me permite ir por esos páramos en busca de esos venados encantados. ¡Sabes extraño el gusto salobre de su sangre tibia cuando aún el corazón palpita! No hay mejor remedio para los achaques de la vejez, pero llegar a cazarlos no es tan fácil como parece; yo sólo deseaba herirlos para perseguirlos antes de hundirles el último plomo entre ojo y ojo, pues cuando se sienten débiles por la sangre derramada van a la búsqueda del díctamo real, con él se recuperan de las heridas…
—¿Sabes?, ¡sólo después de veinte años pude encontrar unas cuantas plantas de díctamo real y no de dictamito! ¡Juan!, ése fue uno de los días más felices de mi vida. Todavía guardo restos del mágico arbusto, están conservados dentro de una botella de miche; esa milagrosa planta es capaz de curar cualquier herida o enfermedad y de robar la vida a la muerte. ¿Te imaginas qué edad tengo? Paso de los ciento diez años y todo se lo debo a ese dichoso día de enero, cuando una tarde parameando vi a un venado tomando agua de una laguna, más allá del pantanal que lleva a los llanos. Ese veintinueve de enero llevaba la escopeta que tienes frente a tus narices, la de la culata rota, esa mira está muy bien graduada, es un arma noble que pesa poco y es de gatillo suave, me la dio Yasujiro Wataya un cazador japonés que llevé a cazar al páramo de la Ventana, tenía buena puntería y era buen caminante. Se llevó varias pieles de oso frontino y cabezas de venados que preparó y disecó en esta casa para llevárselos a Tokio como trofeos. Más de la mitad de esos rifles que están ahí le pertenecían; al irse, antes de partir, me llamó y me dijo:
.—Mira, Epifanio, que Dios se lo pague, llevo más de quince años recorriendo Suramérica y África cazando, pero se acabó, vuelvo a mi hogar, ahí le dejo en esa caja todas las armas y municiones que tengo, no deseo volver a sentir el olor de la pólvora y el deslizar de la bala tras apretar el gatillo, eso se acabó para mí.
Al decir esto, Epifanio se levantó, tomó entre sus manos el rifle de la culata rota y, acariciándola cariñosamente, le susurró una oración y con un tono grave, continuó hablando:
—Con esta escopeta pude herir a un ágil venado que me llevó al díctamo real. Tómale el peso y verás lo liviana que es. Toda arma, guarda un secreto y ésta tiene muchos. Vi al venado tomando agua en la laguna arriba de El Potrero, en las tierras de tu padre, cuyo tatarabuelo fue uno de los primeros encomenderos de Mucuchíes y tenía tu nombre. Al ver aquel precioso animal —continuó Epifanio— le apunté con paciencia y rogué a la Virgen para no errar. Le herí en una pata y, justo en ese momento, la luna llena oculta por las nubes mostró su rostro; tuve suerte porque su luz plateada me permitió seguir con facilidad las huellas de sangre del animal durante varias horas, hasta que llegó a la orilla de un pequeño pozo. Al acercarme vi unos arbustos pequeños plateados escondidos detrás de un tronco. Para evitar ser olido por el venado, me puse contra la brisa, detrás de unas piedras. La euforia comenzó a dominarme, estaba exhausto, la persecución no había sido fácil.
—¡Qué insensatos somos!, ése no era el momento para dejar de perseguir al venado y regocijarme. Debía actuar. Cuando triunfes, muchacho, no aflojes; debes luchar más, si te descuidas en ese instante el fracaso golpeará tu vida y sólo te quedará el arrepentimiento. Eso fue lo que me pasó, esos segundos malgastados fueron mi pérdida. Cuando reaccioné sólo quedaban unas cuantas matas de díctamo real, el venado había empezado a masticarlas; logré acercarme silenciosamente entre verdes frailejones y peñas, para ponerme a tiro, apunté y accioné el frío gatillo de la escopeta. El disparo fue certero, ¿sabes? A nadie le he contado esto, porque me hubieran desmantelado la casa sólo para buscar unas ramas de díctamo real. Sin perder tiempo, al caer desfallecido el venado, lo colgué en un tronco seco, con un filoso cuchillo le corte la vena del cuello para tomar su sangre tibia. Lo abrí de punta a punta sin perder tiempo para sacarle el buche y extraer el díctamo real que aún no había digerido apenas logró arrancarlas de la tierra y tragarlas, luego comencé a desollarlo, tajarlo y salarlo, no podía llevar conmigo tanta carne, por eso encontré en un lugar donde esconderla.
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