El Mago de la Niebla: El Potrero
La recia voz de Benigno sobresalía de las demás en las oraciones familiares; acostumbraban antes de cada comida rezar ante el altar de la sala. Mientras comían, un manto de silencio y soledad envolvía al patriarca de la familia; comía apartado de todos, tal como era la costumbre.
Juan y su hermano siempre estaban a la espera de que Benigno se levantara intempestivamente del sillón y fuera al patio o a cualquier otro sitio, donde encontraría a algún peón para descargar su mal humor o alguna idea que le estuviera rondando por la cabeza.
Eso era lo mejor que podía ocurrir, pero pobre del desafortunado sobre el que descargaría su última ocurrencia. Cuando planeaba algo se le veía encerrado en sí mismo por días; creaba un clima de tensión a su alrededor, reflejo de lo que acontecía en su interior. En esas ausencias, ante cualquier interrupción, respondía con dureza le molestaba profundamente que interrumpieran sus meditaciones.
Cuando esto ocurría, todos a su alrededor sabían que la tormenta se acercaba; no sólo los Sánchez se preocupaban, sino también la gente del pueblo que ayudaba en los trabajos de campo a cambio de papa y trigo de las cosechas. Así ocurrió cuando Mano Benigno decidió agrandar la casa.
En esos días se encontraba ensimismado y alejado de todos y todo, hasta que, una mañana, detuvo a los peones cuando se preparaban para ir a los terrenos de cultivo a recoger la cosecha de papa y les dijo:
—Hoy no vamos a recoger la cosecha. Vamos a empezar a reparar y hacer nuevos tapiales, para ampliar la casa. Al oír aquello la peonada perdió el ánimo; conocían el trabajo que significaba aquello, pero sospechaban que había alguna razón oculta para esa decisión.
Benigno era un hombre que penetraba intuitivamente en lo que sentían sus peones. Tenía una especie de sexto sentido dado por el trato con peonadas por años; sabía cuándo hacer las cosas y cuándo dejarlas pasar. En aquel año de 1912 la hambruna en San Rafael del Páramo arreciaba y hacer tapiales era un trabajo que exigía una gran actividad y los convites para celebrar el fin de cada una de las etapas de la construcción eran un alivio ante tanta hambre, y le daría al pueblo en ese mal año un ambiente festivo que le haría olvidar las preocupaciones que diariamente los atenazaba.
Vicenta la pasaba atareada cuando esto ocurría, no le quedaba otra cosa más que rezar, rogar y pedir a los santos que alejaran de la mente de su esposo los proyectos que incubaba como huevos de gallina en su cerebro. Una de las últimas locuras que se le ocurrió a Mano Benigno, antes de apaciguarse, fue la remodelación y la reparación de los cimientos de la casa de El Potrero en el páramo de La Ventana.
Ésta era una idea que el padre de Benigno —llamado Juan Félix Sánchez igual que su nieto— había tenido, pero nunca pudo llevarla cabo, ése era un buen páramo para la cría de ganado debido al abundante pasto y valles entre empinadas colinas que evitaban que el ganado se perdiera. Vicenta siempre había intentado que su marido se olvidara de esas tierras sobre las que había tantas leyendas.
Entre la gente de San Rafael se decía que quien pasara mucho tiempo entre esos páramos quedaría hechizado y difícilmente se podría separar de ellos. Doña Vicenta temía que eso le fuera a pasar a su esposo y mandara la familia a vivir a un páramo tan alejado de cualquier poblado. Afortunadamente para la matrona, el cabeza de la familia Sánchez había olvidado por un tiempo esos deseos debido a los ruegos de su esposa.
Pero el hecho de que su padre se le hubiera aparecido en sueños pidiéndole que cumpliera sus últimos deseos, no podía significar otra cosa que refundar aquel lejano potrero. Para él y su familia ese páramo tenían una significación más allá de lo material; había buenos pastos, lagunas, y el río Leñatal con sus caídas y pozos de agua a lo largo de todo el año, con mucha tierras para la siembra, había también razones sentimentales que lo unían a esas tierras de niebla y frailejones; en esos solitarios parajes veía la continuidad en el esfuerzos de los Sánchez por habitar ese páramo.
Días antes de morir el abuelo de Juan Félix, mientras hablaba de la historia de San Rafael del Páramo, le recordaba a la familia el primer nombre del pueblo: Llano de Trigo. Lo habían llamado así porque era un páramo sin reses, sólo trigo sembraron en él sus pobladores. Primero existió un vecindario sobre ese pequeño llano que perteneció casi todo a los Giles y los Arismendi, quienes donaron los terrenos para hacer la iglesia y la plaza. El padre siempre repetía a su hijo:
—No te olvides ni abandones El Potrero, porque tengo la corazonada de que nuestra memoria perdurará por esas tierras. Nunca olvides eso, sé que ese sitio es lejano y solitario, pero para nosotros es más lejano Mérida, Maracaibo o Caracas; y terminaba diciendo:
—Mira Benigno, no son chocheras mías, el tiempo me dará la razón.
Antes de morir le hizo prometer que no dejaría en el olvido esas tierras. El hijo había desatendido ese anhelo paterno, mas no podía seguir huyendo de él; últimamente, para colmo, se le había aparecido su padre en sueños, con el rostro colérico recriminándole no haber cumplido su palabra. Por esto decidió reconstruir los cimientos de la casa de El Potrero, edificando ahí una pequeña casa de piedras y techo de paja a dos aguas que le sirviera a él y a la peonada de refugio cuando fueran a salar el ganado. Doña Vicenta no estaba muy de acuerdo pero ya estaba cansada de oponerse a esa idea. Por eso, cuando supo lo que planeaba, sólo dijo:
—¡Qué hombre, cuando se le ocurre algo, no importa nada, tarde o temprano lo llevará a cabo!
A El Potrero le agrandaron la pieza para comer y dormir haciéndole mejores cimientos. Benigno hizo aquello para quedar en paz con su conciencia. De todas formas, muy a su pesar, tuvo que seguir yendo con la peonada, tras reconstruir la casa.
Algo ocurría en él cada vez que volvía a ese misterioso valle entre montañas, cobijado por la niebla y la soledad.
Pozos y caídas de agua surcaban esas tierras que lo hechizaban. Entre paisajes que amanecían cubiertos de transparentes gotas de rocío sobre chopos y frailejones comenzó a comprender las palabras de su padre. Tras ascender en mula por horas a La Ventana y ver desde allí el páramo con sus lagunas y su enceguecedor verdor, al llenar sus pulmones, respiraba aire pleno de vida y frescura. Al vivir por temporadas rodeado de esa vitalidad, el vigor dormido de su cuerpo volvía a correr nuevamente por sus venas naciendo en él ideas abandonadas con el tiempo. Cuando ese páramo se enredó en su alma deseó terminar sus días rodeado de él, donde podía dialogar consigo mismo sin recriminaciones ni culpas; donde lograba percibir su existencia con una tranquilizante lejanía.
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