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El Mago de la Niebla: El Nono Daniel

Mientras gran parte de la humanidad se preparaba para la destrucción, Juan Félix Sánchez se consagraba a la Virgen y a la creación.
domingo, 31 octubre 2021
Cortesía | Meditaba sobre qué motivos le hubieran llevado a él

Wecelao, el profeta del pueblo, había sido testigo de lo ocurrido. Se encontraba junto a dos o tres jóvenes que huyeron despavoridos ante lo sucedido. Sus ojos se veían cenizos, como si la vida que guardaba su cuerpo se hubiera consumido:

—Juan Félix, ¿te das cuenta de lo que has hecho? Has roto con la palabra del Señor ¡Sólo Cristo y sus profetas pueden hacer milagros!

—Claro, y tú eres uno de ellos, ¿no? —le respondió Juan. —Eres un hablador, te la das de santurrón pero sólo eres un tacaño y un flojo, tienes engañados a todos en el pueblo, que toman tus palabras por visiones milagrosas para poder vivir de tu divina holgazanería.

Entre los jóvenes que presenciaron lo que pasaba estaba Daniel, a quien le parecía un sacrilegio el hecho de que Juan Félix se atreviera a responderle al profeta del pueblo. Vio lo sucedido como algo contra las leyes divinas. Por esta razón, Daniel había ocultado aquel acontecimiento a sus nietas. Aunque volvieron a ser amigos, de ahí en adelante siempre tuvo temor a Juan por lo que había visto aquella neblinosa tarde en San Rafael de Mucuchíes.

Al regresar Zulay y Carmen y sus queridas nietas, de conocer al Mago de la Niebla, como comenzaron a llamarlo algunos en el pueblo, comenzó a recordar aquellos sucesos que había intentado sepultar en el pasado; cuando intentaba acercarse a ellos, lo invadía siempre una sensación de angustia que lo asfixiaba, por eso los dejó en un oculto rincón de su memoria. Daniel se hundió en una vida tradicional que lo hizo feliz y próspero.

Años atrás había dejado San Rafael y se fue a vivir a otro páramo. Pero Juan Félix logró ir más allá de las fronteras de las solitarias calles de su pueblo. De vez en cuando intentaba imaginar en lo que se había transformado el Mago de la Niebla tras abandonar su pueblo natal. Esto lo hería porque él había renunciado a sus sueños y a sus ambiciones desde niño. A diferencia de él,

Juan tuvo una familia que le permitió hacer de las suyas; en los cuarenta dejó su tierra para internarse en el solitario páramo. La Segunda Guerra Mundial se percibía en el clima de tensión que se transpiraba en todos los rincones del planeta, pero en esos páramos no llego a sentirse.

Mientras gran parte de la humanidad se preparaba para la destrucción, Juan Félix Sánchez se consagraba a la Virgen y a la creación.

El transcurrir del tiempo le permitía a Daniel comprender mejor la vida del amigo. Descubría, a través del relato de sus nietas, cómo Juan dio un sentido a su vida, que tuvo como eco la soledad de los páramos.

Entre neblina, montañas, valles y caídas de agua pudo hallar la verdad y dejar una huella imborrable de su vida. Ese conjunto de capillas de piedra que le mostraba Zulay en fotografías era sublime.

¿Cómo había podido, en esa soledad, hacer algo tan maravilloso como la capilla de piedra dedicada al Siervo de Dios? Parecían actos de magia parecidos a los que le vio hacer en la plaza de San Rafael.

Las tallas del calvario, esculpidas en troncos de quitasol, ubicadas detrás de la capilla, parecían revivir la pasión de Cristo.

Las fotos que le mostraban sus nietas le hicieron comprender cuál era la verdadera magia del Mago de la Niebla: era su férrea voluntad y su amor por los páramos. Daniel se preguntó ante aquellas imágenes si él hubiera sido capaz de llenar su vida de tantos contrastes como había hecho Juan.

Sabía que no, porque prefirió la seguridad y el sosiego de la tradición, si no, no hubiera podido realizar tal sacrificio; renunciar a su hogar era demasiado para él. Amó demasiado a su querida Dolores.

Mientras el guarapo se calentaba entre las llamas del fogón, abrió con sus manos con la cobija para recibir un poco de calor.

Meditaba sobre qué motivos le hubieran llevado a él, hombre profundamente enamorado de su mujer, a retirarse como ermitaño a la soledad del páramo.

Sólo encontraba una razón, la pérdida de lo que más amó; él había conocido ese impulso cuando murió su esposa, sintió desgarrarse su interior, su vida comenzó a naufragar en el vacío hasta que comprendió lo fugaz de la vida.

Algo similar debió ocurrirle a Juan y fue la muerte de Vicenta, una herida muy profunda; debió haberle provocado un dolor insoportable en el alma, herida que sólo empezó a cicatrizar cuando se fue al páramo inundado de vida y verdor, donde pudo ahogar su angustia.

Recordaba que Juan Félix, a diferencia de él, había sido muy enamoradizo, le encantaba conquistar y cortejar, y había tenía mucho éxito a pesar de que nunca se fijó se caso. Su vida se fue concentrando cada vez más en su madre. Vicenta era la única capaz de mantenerlo encerrado en los límites de San Rafael.

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