Relatos de la Justicia: Un paseo por la morgue
Quienes siguen cada una de las historias publicadas hasta hoy, pueden darse cuenta de que soy poseedor de alguna especie de condición extrasensorial que me hace sentir, escuchar, ver y hasta oler algunas situaciones desapercibidas por cualquier ojo, oído, tacto y olfato humano.
Esta «condición» muy a pesar de lo que algunos creerían no es nada agradable para mí.
Comienzo por decirles que quien haya decidido estudiar Derecho y especializarse en materia Penal, como es mi caso, debió siquiera pensar que en algún momento del ejercicio de la profesión para algún acto judicial iría a una morgue y por razones del destino o la casualidad, yo no tuve que esperar graduarme para que eso sucediera.
Recuerdo que cursaba segundo año de Derecho y nuestros profesores de Derecho Penal y Medicina Legal no tuvieron otra mejor y más brillante idea que organizar una vista de campo o como le decíamos a manera jocosa en esa época: una «Excursión Académica», a la archiconocida Morgue de Bello Monte ubicada en Caracas.
Realmente eso era para cualquier estudiante de Derecho la mejor de las «excursiones» en toda la carrera, de hecho, en mi universidad los estudiantes cursaban ansiosos el primer año solo para promoverse al segundo y realizar la anhelada visita a la morgue.
Lo que para muchos era un festín académico, para mí empezaba a perfilarse como otra situación en la que probablemente algún «amigo descansado», decidiera despertar de su siesta para tratar de comunicarse con alguien que tuviera la antena encendida de la radio del más allá, es decir «yo».
Al llegar en el autobús que nos trajo de la universidad pudimos darnos cuenta de que nuestros afamados profesores no escatimaron esfuerzos en hacernos de esa ocasión el más especial acontecimiento académico de nuestra carrera universitaria.
Dispusieron que la bienvenida nos la diera el propio director de la morgue para ese entonces, el doctor Jack Castro, quien nos invitó a pasar a la gran sala de autopsias en la que había cerca de 15 cadáveres para ser «autopsiados» en simultáneo.
Había para todos los gustos: calcinados, ahogados, electrocutados, con heridas de armas blancas, de fuego, saponificados, con pupas, arrollados, ahorcados; en fin, como dijo bromeando un compañero de estudio: «Esto es una parrilla mar y tierra, hay para todos los gustos».
El doctor Jack Castro dispuso de dos grandes equipos de trabajo que se dividieron el salón de autopsias por mitad; en el grupo de camillas de la derecha las charlas de cada autopsia las guiaría el doctor Ely Durán, subdirector y jefe de Anatomopatología Forense de la morgue; el grupo de la izquierda las charlas las dirigía el doctor Boris Bossio, jefe de Antomopatólogos y de la cátedra Medicina Forense de la Universidad de Carabobo.
Aquel staff de profesionales era de «muerte lenta», literalmente.
Quienes conocen del tema saben que estos eran unos señores «caballos» de la medicina forense en Venezuela.
Bien, comenzaron las autopsias con el respectivo sonido de las sierras angulares utilizadas para las incisiones en «Y», así como las aperturas de cráneo.
Uno a uno «autopsiaron» los cadáveres, algunas damas no lo soportaron, entre sonidos, putrefacción, exposición de vísceras y masa encefálica muchos salieron del salón con evidentes signos de alteración nerviosa y estomacal.
Yo respondí bien hasta ese momento a aquella demostración académica de la muerte en todas sus fases; bueno casi todas.
Había una fase de la muerte que estaba seguro de que muchos de esos expertos no verían y era a la que precisamente yo temía. Todos miraron lo que a los cadáveres le hacían, pero lo que los cadáveres estaban por hacer seguro nadie y esa era mi angustia.
Hubo una pausa entre tantos desvanecidos y asqueados, se le permitió al grupo salir a tomar aire fresco.
Se untaron mentolato (Vick VapoRub) en sus fosas nasales para suavizar la fetidez. Un compañero me ofreció y le dije que no me preocupaba para nada lo que olía sino lo que quizás estaba por ver.
Muy pocos volvimos al salón, fue tal la diáspora que el grupo de expertos se redujo a la mitad, quedamos pocos compañeros, quienes atendían con fervor las explicaciones apasionadas del doctor Ely Durán, quien prácticamente autopsió el mismo los dos últimos cadáveres con los que culminaría nuestra jornada académica.
Ya casi finalizando, pude notar que, del lado izquierdo del salón, en las camillas próximas a la cava refrigeradora se aglomeró un grupo de expertos vestidos con batas blancas en torno a un cadáver, me pareció algo extraño porque no vestían igual que el grupo de patólogos que laboraba en la morgue.
Mientras continuaba la autopsia para nuestro reducido grupo, observé de reojo como el cadáver de la mesa de la izquierda levantaba su brazo derecho en posición perpendicular quedando totalmente erguido.
Pensé inmediatamente que podía ser una especie de rigidez cadavérica como nos explicaron anteriormente los expertos, que era más normal de lo que se pensaba que los cadáveres parecieran moverse producto de las contracciones de los músculos aún con tonicidad.
Pero lo que más me llamó la atención, fue que los supuestos expertos que estaban a su alrededor no parecían advertir aquello que ocurría ante sus ojos. «No se sorprendieron porque no lo pueden ver», pensé inmediatamente y volví a forzar mi atención a nuestra autopsia para distraer la curiosidad sobre aquello que ocurría en el otro extremo del salón.
Nuestra demostración académica finalizó y el patólogo nos invitó a reunirnos en las afueras del salón con el resto de los compañeros que no tuvieron el valor, los nervios o el estómago para volver a la clase didáctica.
Fue justo cuando íbamos de salida que noté que solo un experto en aquella otra mesa de autopsia vestía acorde con la dotación de la institución y que el resto que lo acompañaban vestidos con batas blancas calzaba botas estilo militar o policial.
Pero cuando ya disponíamos a abandonar el salón, observé al cadáver incorporarse hasta quedar sentado en la mesa de autopsia y abriendo aquellos grandes ojos tan negros como un pozo sin fondo, apuntó con aquel brazo que hacía minutos había visto erigirse y fue señalando uno a uno a los «expertos» de singulares batas blancas y botas militares.
Aquella imagen hizo que me precipitara en salir, los desvanecimientos que aquejaron a mis compañeros de curso ahora me aquejaban a mí, aunque por causas distintas.
Llegamos al autobús que esperaba a nuestro grupo y como pude tomé un agua mineral que me dio una compañera y de un gran sorbo me la tomé entera, ella sorprendida me pregunta: «¿Te pasa algo?».
Y yo sin saber cómo, ni por qué, lo único que se me vino a la mente para responderle fue: «Lo mataron malamente vale».
Por el camino tímidamente le conté a mi amiga lo que había visto. Ella mitad incrédula y mitad amiga, me dijo que quizás había sido producto de los nervios de todo cuanto vimos ese día.
Días después, cuando llegaba a la universidad, mi amiga que me había escuchado la historia del Día de la «excursión académica» a la morgue me pregunta: «¿Exactamente qué sentiste o imaginaste que aquel cadáver quiso decirte?».
Yo que llevaba ya varios días con aquella imagen y con la cabeza llena de dudas, le dije lo que había pensado: «Siento, creo y pienso que a ese muchacho lo mataron malamente, y estoy casi seguro de que esos tipos en la morgue no eran ningunos expertos. Un experto no usa esas botas, seguro eran militares o policías».
Mi amiga con los ojos desorbitados por lo que acababa de decirle abre su cartera y saca un periódico y ubicando la página donde estaba la noticia me señala donde se leía: «Funcionarios policiales fueron detenidos luego de intentar manipular bajo amenazas al patólogo, protocolo de autopsia al cadáver de víctima que según estos habría sido abatida en presunto enfrentamiento».
Mi segundo episodio en una morgue sucedió una noche de guardia en la que a la salida de mi oficina me trasladaba a la sede del Cicpc para realizar mi respectiva ronda diaria y revisar las novedades relativas a las denuncias del día.
Eran cerca de las 9:00 p.m. cuando entré a la Delegación. Solo se encontraba el grupo de guardia en la entrada; les pedí me entregaran el registro de las denuncias y me retiré a la oficina donde los fiscales teníamos un escritorio para nosotros.
No sé cuánto tardé en revisar todas las denuncias, pero al llegar al final del registro observé que tenía unas experticias que carecían de la firma del experto.
Me devolví hasta el grupo de guardia y le pregunté si el experto aún se estaba en la sede. Me dijeron que sí, que lo vieron hacia los lados de la morgue, que lo buscara por allí.
Les confieso que lo pensé varias veces y hasta me pasó la idea de dejarle las experticias por no tener firma para que luego las firmara; pero realmente las necesitaba, por ello tomé un respiro de valor y me fui hasta allá.
Cuando estoy cerca de la morgue juraría haber escuchado la voz del experto desde adentro decir: «Doctor, pase por aquí para firmárselas». Imaginé que alguno de los agentes le habrían llamado por celular informándole de mi búsqueda.
Al entrar a la oficina de la morgue me pareció extraño ver qué la misma estaba a media luz y al entrar un poco más hacia la cava refrigeradora, observé cómo un hombre mayor, blanco, delgado, vestido con una bata blanca y con aspecto demacrado, me hizo señas para que entrara hasta la cava en la que obviamente estaba el experto acompañado de otro funcionario más.
Pero decliné entrar, el rostro de aquel hombre demacrado me era familiar, en algún otro lugar lo había visto antes, eso hizo que dudará en continuar.
Le grité desde ahí al experto que lo esperaba en la entrada de la oficina, pero una vez llegué a la puerta mi mente me hizo recordar donde había visto antes aquel rostro, en una de las fotos del pasillo de honor de funcionarios, era sin duda un antiguo y muy recordado patólogo fallecido muchos años antes de haber llegado yo a la ciudad.
No me quedé en la puerta de la oficina petrificado, mi mente ya había resuelto que debía irme sin las firmas. Cuando iba en mi vehículo me llama el experto y me pregunta: «¿Doctor, adónde se fue que no pasó para las firmas?».
Solo atiné en responderle: «Al único sitio donde no entro, aunque me invite su propio jefe es a una morgue». El experto estoy seguro que no entendió, pero yo sí y es suficiente.
La tercera anécdota me ocurrió la tarde de un domingo, me encontraba en la sede del Cicpc afinando los detalles del procedimiento de un detenido que debía presentar en tribunales al día siguiente.
Estando allí llegó la furgoneta forense, desde donde pude observar que de copiloto iba un viejo amigo inspector del área de Homicidios. Nos saludamos y me hizo señas para vernos por la parte del estacionamiento, donde estaba la entrada a la morgue.
Yo que siempre he sido receloso de ese lugar, pero el bendito lugar que se empeña en perseguirme.
En ese momento escuché una voz en mi mente que en forma de interrogación me dijo: «¿Muerto?». Esa voz me intrigó y decidí ir hasta la morgue, solo a saludar a mi amigo el inspector.
Al llegar allá observé al cadáver de un hombre de unos 50 años aproximadamente, blanco y vestido solo con shorts hasta las rodillas completamente mojados, ya lo habían dispuesto en la mesa de autopsia a la espera de que llegara el patólogo.
Dicho cadáver lo levantaron en uno de los tantos balnearios que existen en el río Caroní, aparentemente murió ahogado mientras compartía con la familia y amistades.
Entablé conversación con mi amigo, pero no dejaba de causarme curiosidad la voz que escuché y lo poco cortés del «amigo descansado» que durante el tiempo que permanecí ahí aun no me había saludado.
Terminé de conversar con el inspector y recuerdo haberle dicho: «Primera vez en mi vida que veo un NO muerto».
Él extrañado solo se echó a reír, le increpé y le dije: «Estás seguro de que este tipo está muerto». Me respondió: «Bueno hermano, pulso no tiene y si aguantó la respiración hasta acá tiene tremendos pulmones, pero ya viene la experta en muertos, ella dirá».
Al salir del Cicpc vi a los que presumí eran los familiares del fulano ahogado, todos lloraban desconsoladamente, no sé por qué, pero en ese momento no sentí pesar por ellos.
Tomé rumbo hasta mi casa y al llegar a ella recibí la llamada del inspector y me dice: «Hermano, al parecer el experto en muertos es usted. Tal como dijiste, el hombre no estaba muerto, estaba catatónico, lo reanimamos, lo llevamos al hospital y allá se lo dejamos a los familiares. ¿Cómo supiste que no estaba muerto?».
Simplemente le respondí: «Fácil hermano, porque no me saludó».
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