Sucesos

Relatos de la Justicia: Secuestrado en el Kilómetro 88

“Si este fiscal vino a meterme preso, que venga a meternos presos a todos y es más no sé por dónde se regresará para Puerto Ordaz, porque si pasa por aquí: ME LO LINCHAN”, así me sentenciaron.
sábado, 14 noviembre 2020
Relatos de la Justicia: Secuestrado en el Kilómetro 88
Helen Hernández | El paso en Las Claritas llevaba cerca de una semana cerrado, por presuntas protestas del sector minero

Recuerdo llegar cerca de las 9:00 p.m. a la casa y debo acotar que mi jefe para esa época no era el mismo afable, protector y buen amigo. Este del que voy a hablar es por largo el peor jefe que he tenido en mi historia laboral y todo debido a mi negativa de cumplir con una orden a todas luces indebida.

Muchos años después lo removieron a otro estado; luego fue destituido y preso por corrupción. El tiempo siempre es aliado de la Justicia.

El punto es que, esa noche, al llegar a casa luego de un excelente 1º de mayo, me llama al celular y ya sabía que no era para nada bueno, sus llamadas solo tenían algo bueno: cuando colgaba.

En efecto era para informarme que saldría de comisión esa misma noche para el Kilómetro 88, específicamente al sector Las Claritas, en donde ya llevaba cerca de una semana cerrado el paso por presuntas protestas del sector minero contra las medidas recientes del Gobierno y de la empresa Cristalex.

Mi misión: trabajar en conjunto con la Guardia Nacional Bolivariana (GNB) y el Ejército Bolivariano (EB), para identificar a los líderes de la revuelta, solicitarles las respectivas órdenes de aprehensión y luego presentarlos ante un tribunal itinerante que se trasladaría al sector para garantizar la efectividad y el respeto al debido proceso.

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Está demás manifestarles que me opuse rotundamente, pues no estaba de acuerdo con tal procedimiento ya que se podía hacer perfectamente desde Puerto Ordaz.

Ello hizo que el nefasto personaje subiera el nivel del conflicto, obviamente con no se cuál historia, y al cabo de una media hora la llamada en mi celular era de la propia vicefiscal general.

No me quedó de otra que cumplir con lo ordenado. Minutos más tarde una comisión del Ejército me buscaba para tomar rumbo hacia nuestro destino: Las Claritas.

Llegamos cerca de las 2:00 a.m., mis escoltas (luego se convertirían en más que hermanos) detuvieron el Jeep frente a una interminable cola de vehículos estacionados en ambas vías de la carretera.

Ya en ese lugar nos esperaba un efectivo del EB de civil y al vernos se nos acercó, se presentó y me invitó a qué lo acompañara, obviamente a pie, pues de allí en adelante no había acceso vehicular.

El efectivo al verme me dijo: “Doctor de aquí pa’lante vamos como paisanos y usted está como muy arregladito”.

Me pidió mi maletín donde llevaba mis instrumentos de trabajo, se lo ocultó entre su espalda y su chaqueta y lo apretó con su cinturón. Se quitó su gorra y me la puso, no sin antes decirme: “Embárrese un poquito doctor”, caminando hacia un pequeño charco y dando pasos sobre él.

Hice lo propio y más adelante vi que no era necesario aquello; la vía más adelante estaba totalmente enlodada, pues ese día según me dijo habían arrancado las lluvias poderosamente.

Caminamos cerca de 3 kilómetros de vía completamente colapsada de vehículos, llegamos al punto del conflicto y habían trancado la carretera con cuatro bateas de gandolas y sobre una de ellas improvisaron una suerte de tarima desde donde se escuchaba música estridente y uno que otro entusiasta se subía a proferir improperios contra el Estado.

Pude notar que hacia el otro lado estaba el “público espectador de aquel dantesco espectáculo”, compuesto por gente ebria y orientada hacia otros placeres distintos a escuchar los alaridos de los precarios ponentes de aquella tarima.

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Superamos el escollo sin generar sospechas, al otro lado esperaba una camioneta civil que nos llevó al encuentro con mi interlocutor para la consecución de mi misión.

Llegamos al comando del Ejército justo al lado de la estación de servicio del Kilómetro 88, esta era la última base militar entes del Comando de Luepa.

Me recibió el capitán Solórzano, me llevó hasta su oficina y justo cuando nos disponíamos a conversar le informaron la llegada de los contingentes de la GNB y del EB de apoyo que venían de Luepa.

En minutos entraron dos tenientes coroneles del Ejército y un mayor de la GNB. Se hicieron las presentaciones y acto seguido comienzan a hablar del plan estratégico de asalto.

Cuando escuché aquella palabra, “asalto”, se me dispararon las alarmas y tuve que intervenir, les dije: “Comandantes, no sé nada de estrategias militares pero creo que sus objetivos son distintos a los míos y creo incluso que desconocen mi misión acá”.

En eso intervino el de mayor jerarquía: “Doctor, tenemos claro su misión, pero primero lo primero, DEBEMOS DESBLOQUEAR LA TRONCAL 10, porque ya el colapso de los municipios vecinos y de la propia Puerto Ordaz es inminente. Aparte de que tenemos alojados en el Comando de Luepa a una excursión de ancianos que regresaban a Valencia y ya tienen una semana sin poder retomar su viaje”.

Dicho esto, les recalqué mi misión y sin dejarme concluir nuevamente el comandante me atajó con una frase que recordaré: “Doctor, si queremos a la abeja reina debemos sacudir el panal”.

Ciertamente, si queríamos a los cabecillas de la insurgencia debíamos hacerlos salir de dónde se escondían.

Cerca de las 4:00 a.m. y ya apertrechados, los efectivos comenzaron a organizar el Convoy militar, el teniente coronel se me acercó con un chaleco antibalas y entregándomelo anunció: “Listo doctor, cuando usted ordene”.

Yo aún sin entender contesto: “El comandante es usted”. Y él replica: “Somos los dos, usted el de la Ley y yo el del orden”.

Convencido con ese argumento, me puse el kevlar y me subí al segundo camión del Convoy militar; a mi lado se sentó como mi escolta el capitán Solórzano y emprendimos la ruta. Al frente iba el camión de la guardia, ellos realizarían el “entrompe”, ya que eran quienes tenían los equipos antimotines y la responsabilidad de disuadir a los irregulares.

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Llegamos al lugar y mis ojos presenciaron una operación militar impecable, los efectivos de la guardia hicieron uso de sus lacrimógenas (mi desayuno ese día) y lograron que los irregulares abandonaran el lugar, momento que aprovechó el EB para tomar militarmente la troncal y “enganchar” las bateas que obstruían el paso a los “duros” con los la que remolcarían para desbloquear la Troncal 10.

Los irregulares huyeron como chiripas, el conductor del “duro” donde yo iba (el capitán Solórzano se lanzó en apoyo a su comando) manejó ese camión como si fuera un Ferrari: se detuvo, viró en U, se volvió a detener microsegundos mientras los efectivos enganchaban dos de las bateas con cadenas a él y emprendió rumbo en sentido contrario remolcándolas fuera de la zona de conflicto como a dos kilómetros del lugar. Las desengancharon y esperaron instrucciones.

Al cabo de unos minutos se reorganizaron los comandantes y por radio confirmaron la toma militar del pueblo de Las Claritas. Cientos de vehículos iniciaron su retorno por la ya liberada Troncal 10, cornetas de alegría se escuchaban por doquier, personas agradecidas saludaban al contingente militar que había logrado el desbloqueo.

Ya despuntaba el alba cuando el teniente coronel me dice: “Bueno doctor acompáñeme a dar el recorrido de reconocimiento para realizar el respectivo control de daños”.

Nos fuimos caminando desde ese lugar hasta el pueblo de Las Claritas, el sol asomándose por entre la vegetación espesa, la algarabía de las cornetas y el aplauso sincero de los pobladores a nuestro paso y entrada a pie al pueblo me hizo sentir como Julio César entrando a Roma.

Control de daños: 0 novedad. Vía despejada. El teniente coronel se comunicó con Luepa y dio luz verde para que saliera la excursión de ancianos que tenían alojados en el comando.

Nos reunimos con varios representantes comunales de la población, todos agradecidos pues llevaban una semana con sus comercios cerrados. Pero esta travesía apenas estaba por comenzar.

Cerca de las 10:00 a.m. y ya nuevamente en el comando del EB, se suscitó un choque de fuerzas que ya en el Estado llevaba meses ocurriendo.

Se trataba de aquella situación de conflictos de intereses entre el EB y la GNB que años más adelante llevaría a la desincorporación del Comando Regional N°: 8 por orden presidencial.

Esa discusión condujo a que el mayor de la GNB retirara a sus hombres de la toma del pueblo y dejará el control total al EB. Craso error, ya que solo la GNB tenía equipos antimotines para el control y orden público; el Ejército en cambio solo fusiles y eso lo sabían sus acechadores.

Bastó que la GNB retirara sus hombres para que los facinerosos (a sabiendas que el EB no usaría sus fusiles contra ellos) retomaran el bloqueo de la Troncal 10.

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Cambio de estrategia: de tramitar órdenes de aprehensión mi misión se transformó en “negociar el desbloqueo”.

Ello nos ayudaría a exponer a los cabecillas. Eran cinco plenamente identificados y podrían ser aprehendidos en flagrancia.

Me trasladé nuevamente a la zona de conflicto y en otra tarima improvisada se daban turnos los cabecillas para dirigirse a la nueva turba que tomaba la vía.

A mi llegada uno de los representantes comunales usaba su derecho a la palabra y exponía su descontento con los actos y furioso les reclamaba, percatándose de mi presencia diciendo al micrófono: “Pero aquí está el fiscal, que sea él mismo quien les diga que esto es ilegal”.

Nuevamente la voz en mi cabeza: “Aquí vamos otra vez”.

Me acerqué hasta la tarima más que por convicción por persuasión de la audiencia y una vez arriba me topé cara a cara con los que más adelante serían mis jueces y mis verdugos.

Antes de que me dieran el uso de la palabra, uno de los cabecillas dio un discurso lleno de imprecisiones, pero logró calentar a la audiencia, al punto que antes de yo emitir una palabra ya me veían como queriéndome matar con los ojos.

Tomé la palabra y les di calmadamente un discurso que desde lo jurídico les expliqué letra a letra del porqué lo que hacían era ilegal. Pero la audiencia no escucharía razones.

Le cedí nuevamente el micrófono al envalentonado y en uso de su retórica me retó en público y me preguntó a vox populi: “Entonces usted vino fue a meterme preso”. Le respondí: “Vine a hacer mi trabajo, de usted dependerá si es con usted preso o no que yo lo haga”.

La cara del “guapetón de barrio” se desdibujó, pues jamás pensó que lo confrontaría luego de aquel encendido discurso que dejó a su audiencia dispuesta a quemarme en una hoguera.

Desde ese mismo instante el ambiente se enrareció, él siguió con sus ladridos al público y a lo lejos vi al capitán Solórzano enviarme a tres raudos efectivos para mi custodia, llevándome escoltado lejos de la turba no sin antes escuchar que este giró órdenes a sus facinerosos: “Bueno, si este fiscal vino a meterme preso, que venga a meternos presos a todos y, es más, no sé por dónde se regresará a Puerto Ordaz, porque si pasa por aquí: ME LO LINCHAN”.

Esa fue la sentencia en mi contra dictada por un facineroso. Desde ese día la furia de los irregulares no fue normal, hubo saqueos, disturbios y un caos total en la zona de conflicto.

El tribunal que emitiría las órdenes nunca llegó, luego supe que aquello no fue más que una vil mentira de mi flamante jefe para que yo accediera a irme en la comisión. De ahí en lo sucesivo mi misión se transformó en una sola y personal: retornar en una sola pieza a mi hogar.

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Las comunicaciones para esa zona eran nulas y con mi jefe inexistente, estaba por mi cuenta, amenazado, sitiado e incomunicado.

Mis mejores amigos se convirtieron en aquellos escoltas que me trajeron desde Puerto Ordaz, nunca me abandonaron, lograron pasar con el desbloqueo y se transformaron en más que mis protectores, mis aliados, mis amigos y mis hermanos.

Con ellos durante esta odisea viví otro de los episodios de mi vida que me marcarían para toda la vida, pero esos hechos sin duda formarán parte de otra de mis historias.

Los comandantes se esfumaron, cada vez se enrarecía más el ambiente. Justo un día antes de cumplir una semana de ese inusual secuestro se desplegó un operativo general.

La información era que venía el presidente Chávez para mediar en el conflicto. Me fui un día temprano en la mañana caminando hacia la estación de distribución eléctrica de Edelca a conversar con el ingeniero residente Pantoja, otro buen amigo que hice en esta travesía, y en la vía pasó una comisión policial de varios vehículos a toda velocidad.

El último de esos vehículos se detuvo de forma inesperada; de él se bajó mi gran amigo el jefe de policía y alumno (años después me llevaría el caso de El Paciente Inglés) quien sorprendido de verme allí deambulando me preguntó los motivos, conversamos largo y al final me dice: “Hoy mismo está en su casa doctor, si quiere irse ya”.

“Por supuesto”, fue mi respuesta. Ubicó por radio a dos de sus acompañantes, los hizo venir hasta el lugar y les ordenó llevarme por los caminos verdes.

“Doctor, de algo me ha servido peinar esta zona por años, los voy a sacar por la pica de La Tigra, prepárese a ver selva, monte y culebra”, advirtió.

Nos dimos un fuerte abrazo y junto a mis escoltas y siguiendo a un vehículo 4×4 de la policía del estado tomamos rumbo por una pica que parecía que solo los caballos o mulas pudieran andarla.

Nos llevó cerca de 6 horas recorrerla, salimos al kilómetro 85 de El Dorado. Seis horas de vía para solo recorrer 3 kilómetros de carretera lineal, pero lejos del conflicto y en resguardo de la vida y la integridad de todos.

A mí llegada a Puerto Ordaz solicité las órdenes de aprehensión para culminar como Dios manda la infame misión que se me encomendó y que luego no catalogaran todo mi esfuerzo como un fracaso.

Los prófugos cayeron uno a uno; mi verdugo hizo los mil malabares durante los meses que duró su búsqueda, cada día se complicaba más y más. Hasta que finalmente cayó.

Él no pudo lincharme, mas la Justicia sí reivindicarme. Varios años recibirían de condena luego de un largo y atropellado juicio en el que la política no fue suficiente para que se libraran de sus delitos.

Años después, yo volvería a Tumeremo, pero no como un simple fiscal comisionado, sino como su fiscal principal.

Aquella situación y mi forma de afrontarla me hizo ganar una reputación que a la larga fue mi gran aliada, sobre todo en asuntos de orden y paz social. Como la vez que por necesidad de establecer orden público decreté un toque de queda, pero esa también es otra historia.

Relatos de la Justicia está basada en las experiencias vividas por el autor durante el desempeño de su carrera en el ámbito judicial. Sus personajes y circunstancias han sido modificadas y adaptadas con un poco de ficción para su difusión en el Diario PRIMICIA.

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