Sucesos

Relatos de la Justicia: Estado puro de la maldad

Regresaron a Venezuela a los meses en las vacaciones escolares, a pesar de que la universidad no otorgaba esas licencias a los docentes de nuevo ingreso.
sábado, 03 julio 2021
Helen Hernández | Apenas un mes duró la separación y aunque se negaba a relatarle a su familia las sufridas horas de angustia

El estruendo de las sirenas de las patrullas en el pórtico de su casa la despertó, paradójico que ese fuera el despertar de la única noche en la que pudo conciliar el sueño en total paz y sin el uso de somníferos, la razón por la que llevaba semanas sin dormir acababa de llegar a su hogar, uniformada y con la firma de una juez arbitraria al pie de una orden, en la que autorizaba indolentemente, el uso de la fuerza pública para llevarse a su menor hija.

Nunca habría de imaginar que aquel episodio acontecido diez años atrás en Oxford, sería el inicio de su actual pesadilla, la que tuvo lugar gracias a no saber decir “no”, incluso a aquellos convencionalismos sociales y familiares que muchas veces sirvieron de velo para tolerar la violencia.

Esa violencia de la que llevaba más de un lustro sufriendo bajo el silencio cómplice de ella misma, de sus familiares y hasta de los amigos quienes fueron también testigos silentes de sus abusos, todo por no desencajar ni causar episodios desagradables en su entorno.

Su personalidad envolvente la había cautivado desde que lo conoció, tenía una versatilidad increíble para adaptarse a cualquier ambiente e involucrarse con los grupos, su lenguaje elástico era capaz de dar el mejor de los discursos, o bien en una sala llena de altas personalidades de la Universidad de Oxford en Inglaterra de donde era docente, o bien podía usar jerga autóctona de un pueblo pesquero de la costa Venezolana para disfrutar una noche de cervezas, fogata y estrellas como lo vio hacerlo en los días de su fugaz noviazgo.

Terminaban su luna de miel en los paradisíacos parajes de las Bahamas, pero ni las piñas coladas y ni los exquisitos cocteles jamás serían lo suficientemente dulces, para suavizar la amargura de los años que insospechadamente estaría por vivir.

Apenas había desempacado su nueva vida de casada que traía en cuatro maletas desde Venezuela, cuando sintió por primera vez el pánico del que sería víctima por los próximos años.

Un manotazo con la palma abierta fue el primer golpe que recibió en su oreja derecha propinado inadvertidamente desde atrás, a su espalda, lo que le impidió prevenirse de aquella manifestación de furia. De inmediato el aturdimiento nubló sus sentidos y su entendimiento, casi de manera imperceptible le vio el rostro explotando de furia y gritando cosas que no entendía, bien porque su sentido de la audición lo había perdido momentáneamente con el golpe, o porque hablaba en una enrevesada mezcla de idiomas.

El segundo golpe fue una contundente cachetada en su mejilla izquierda que por su potencia la hizo tambalear e ir a parar al piso, lugar donde comenzó a recibir una cantidad considerable de patadas, de las que una de ellas fue directamente a su nariz, provocándole una hemorragia que le hizo probar el ferroso sabor de su propia sangre, segundos antes de perder el conocimiento producto del violento impacto.


La gélida brisa de octubre que se apoderaba de la ciudad de Oxford, junto con las gruesas gotas de una pertinaz lluvia de otoño le humedecieron el rostro, haciendo que recuperara parcialmente el conocimiento, catapultándola nuevamente al pánico al encontrarse guindando boca abajo desde la parte de afuera del balcón del apartamento ubicado a unos seis pisos de altura y tomada sólo por sus tobillos, desde donde seguía siendo agitada vigorosamente por aquel embrutecido ser, transfigurándose de ese angelical hombre que días atrás le traía mimosas a la orilla de las paradisíacas playas de las Bahamas.

Su complicada jerga no le hacía entender aún cuál era el motivo de su furiosa embestida, ella como pudo se aferró a los irregulares apliques de hierro forjado del que estaba compuesto el barandal del balcón, dejando en el esfuerzo uñas piel y sangre, sacrificio del que se valió para salvar su vida ya que alcanzó sostenerse justo antes de que sus tobillos fueran lanzados al aire.


Todo su peso corporal estuvo sostenido por minutos solo por uno de sus dedos el cual quedó enredado en uno de los apliques de hierro, de no haber sido por esa dolorosa fortuna habría ya caído desde la altura al frío pavimento.

Con una fuerza descomunal y desgarradora sintió que fue halada por sus cabellos y traída nuevamente a la parte interna del balcón, gran parte de sus cabellos quedaron en la mano de aquella bestia que aún seguía desplegando su furia incontrolable contra ella.

¡TE QUEDAS AHÍ PERRA! Fueron las palabras con las que su violento agresor culminó su sádico despliegue, a la par de que cerraba desde adentro el ventanal panorámico que servía de puerta de acceso al balcón.

Pudo haber ingeniado una forma de escapar, de liberarse de su agresor o de clamar ayuda desde el sitio de su cautiverio, pero su adolorido y ensangrentado ser aun se encontraba en shock, el pánico se apoderó de ella y entre llanto, confusión, aturdimiento y sufrimiento pasó allí acurrucada con la incertidumbre y el miedo como acompañante toda la larga y gélida noche.

El tímido y tibio sol que se colaba por entre las nubes, sirvió para despertarla de esos escasos minutos en los que logró conciliar el sueño. Su nariz entumecida por el golpe y tupida por la sangre coagulada le impedían respirar libremente, lo que la forzaba a respirar por la boca aquel lacerante aire helado, el cual sentía como si millones y diminutos alfileres pincharan su inflamada garganta.


A media mañana volvió aparecer su agresor, como si de una persona totalmente distinta se tratara, accedió a ella trayendo un abundante desayuno en una gran bandeja, decorada con una flor y conteniendo diversos platillos, café, jugo y una gran jarra de agua.

Le ofreció disculpas, pidió perdón de rodillas y gimoteando un llanto improvisado de arrepentimiento, le juró mil veces que esa historia jamás se repetiría nuevamente, le confesó que su brutal agresión y furia se debió a un incontrolable ataque de celos, debido a que a su llegada a Oxford tomó su celular al notar que le había llegado un mensaje de texto de otro hombre. Por lo que le siguió la corriente y éste reveló detalles de algunos furtivos y recientes encuentros sexuales clandestinos, pero recién en la mañana descubrió que ésta se había traído equivocadamente el teléfono celular de su hermana, quien seguramente habían confundido al momento de su despedida en el aeropuerto, donde intercambiaron los equipos para las fotos de despedida de rigor.

No hubo explicación ni argumento que justificara aquella brutal golpiza que pudo haber culminado con su muerte, la que sin duda fue su resolución al lanzarla por los aires, y que no ocurrió por obra de la dolorosa y salvadora fortuna de su dedo trabado en el barandal como único impedimento de su caída al vacío.

Le dejó sola en el apartamento, pero tuvo la previsión de dejarla incomunicada, se llevó el teléfono celular, el teléfono fijo del apartamento y las llaves para evitar que huyera y hasta tuvo la gentileza, de dejarle bien apertrechado un botiquín de primeros auxilios encima de la mesa principal de la sala, dotado de todo tipo de medicamentos, desde una amplia gama de analgésicos para todo tipo de dolor, antiinflamatorios, vendas, alcohol y hasta sutura quirúrgica, por si su gracia le hubiere dejado lesiones que requerían de puntos.


Con las pocas fuerzas que tenía bebió gran parte del agua que le había dejado junto con los alimentos de aquella hipócrita bandeja de perdón, se incorporó sobre sus maltrechas piernas y su desayuno fue la ingesta de una importante dosis de analgésicos de varios espectros de dolor, no era algo muy coherente, pero quien haya pasado aquella tormenta de abusos, es de suponer que no tendría la cordura suficiente para reponerse.

Con la pesadumbre aún encima de su humanidad y los dolores aquejando cada centímetro de su cuerpo, dispuso de tomar un baño, buscando aliviar de alguna forma su sufrimiento, sin embargo el contacto con el agua y su cuero cabelludo dieron la alarma que le llevaría a comprobar luego del ardor, la gran cantidad de cabellos que le habían valido la tirada con la que fue devuelta al balcón. Estaba destruida, su furia solo pudo drenarla mediante el llanto y los desgarradores gritos que se fueron por el drenaje de la regadera, junto con los restos de sangre, cabellos y piel.

Ese episodio era imposible de borrarlo, a pesar de que fue convencida de no acudir a las autoridades ni de contarle a sus familiares cuya distancia física en la que se encontraban favorecían esa petición, le dejó a ella muy en claro los límites a los que estaba su nuevo esposo dispuesto a llegar, o más bien, a la facilidad que tendría en el futuro de actuar sin límites.

Los días luego de la brutal agresión fueron usados para inducirla en un proceso de aceptación de aquello malo que habitaba en él, le reveló su historial psiquiátrico y de todo cuanto había cambiado desde que cumplía fielmente con su tratamiento, del que según su decir, se había apartado luego de contraer nupcias, bajo el argumento de que deseaba llevar una vida normal y sentía que junto a ella era posible sin la necesidad del uso de fármacos.

Regresaron a Venezuela a los meses en las vacaciones escolares, a pesar de que la universidad no otorgaba esas licencias a los docentes de nuevo ingreso, hizo la excepción con él por su reciente matrimonio, apenas una semana lo separaron de sus ocupaciones, pero justo cuando les correspondía volver, ella hizo su jugada, se negó a volver.

La furia de aquel día la volvió ver aparecer en sus ojos, sólo que esta vez la contuvo pues seguro estaba que en esta ocasión, la cercanía con sus familiares y la imposibilidad de mantenerla oculta con sus lesiones, le hizo declinar de arremeter idénticamente como en aquel dantesco episodio otoñal.


Nunca antes había sentido tanta tranquilidad como esa tarde cuando lo vio subirse a ese avión con rumbo a Inglaterra. Pero con su jugada que creyó efectiva, sólo avivó las habilidades mentales de su psicopatía, pues no había llegado a Oxford aún, cuando ya prácticamente se había ganado la simpatía de su suegra, la que no estuvo de acuerdo con la temprana separación del recién consumado matrimonio, y aunque no supo sino muchos años después del criminal episodio que sufrió su hija, no tardó en coadyuvar inconscientemente la gesta orquestada y guiada en la distancia, por los juegos mentales en la que la involucró imperceptiblemente su yerno con sus oscuros propósitos de dominación.

Apenas un mes duró la separación y aunque se negaba a relatarle a su familia las sufridas horas de angustia, dos noticias precipitarían su inesperado regreso a Inglaterra.

La primera de ellas fue el ascenso sorpresa de su consorte al grado superior en el escalafón de cargos docentes en la universidad, noticia que sin duda sería utilizada por el maquiavélico personaje para una vez más, desde la presión familiar hacerla regresar a sus dominios, con la excusa de que no se perdonaría acudir sólo y sin su compañía a la gala de promoción.

La segunda noticia y más inesperada la tendría una noche luego de salir del baño con el pulso aún tembloroso y las lágrimas brotando de sus ojos como perlas cristalinas de pesar.

Las presiones familiares surtieron efectos, casi contra su voluntad se vio forzada a tomar un avión de vuelta al país nórdico, regreso que debido a las adversas condiciones climáticas llevaron a que su vuelo fuera desviado de su destino en plena travesía, lo que hizo que no pudiera advertir a tiempo de aquel cambio a su frenético captor.

Apenas aterrizó le llamó por teléfono y le informó del inusitado cambio, lo que le llevaría a conducir varias horas desde el aeropuerto de destino, lugar donde ya llevaba buen tiempo esperando por ella. No se hicieron esperar los variados insultos y las maldiciones que le espetó a través del hilo telefónico, aludiendo que todo había sido organizado por ella para hacerlo enfurecer y para disminuirle el gusto de haber logrado su vuelta.

Luego de tres horas de espera lo vio aparecer desde una de las puertas corredizas que dan acceso al aeropuerto, sus valijas ya dispuestas en un dispositivo de acarreo le hicieron más fácil apresurar su desagradable encuentro, cuando la tuvo cerca la tomó fuertemente por uno de sus antebrazos y antes de que abriera la boca para soltar la buena dosis de insultos, que seguramente había ensayado durante todo el trayecto, ella se zafó violentamente de su apretón y le dijo: óyeme bien maldito, no vine por tu estúpido ascenso, vine porque me pusiste en contra de toda mi familia, pero que te quede claro que si me pones un dedo encima me encargaré de que lo pagues, ya no es por mí, LO HARÉ PARA PROTEGER A MI BEBÉ.

CONTINUARÁ…

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