Sucesos

Relatos de la Justicia: Que nadie me hable

La fúrica embestida no le preparó para una respuesta oportuna e inmediata, sólo respondía balbuceante con múltiples NADIE, NADIE, NO SOY NADIE.
sábado, 28 enero 2023
Helen Hernández | Tampoco su madre quiso darle el beneficio de escuchar su versión o tan solo el necesario abrazo que era lo que realmente demandaba su corazón

Si algo caracterizó su adolescencia fue la rebeldía, y cuando digo rebeldía no me refiero a cualquier rebeldía de niños mimados buscando llamar aún más la atención de sus padres, fue expulsado de tres colegios y aún no llegaba al octavo grado, una lista de cuatro psicólogos con sus respectivas conclusiones sobre su caso, acompañaban el dossier que su madre había preparado y que mostraba a los directores con total franqueza, al momento de ir a rogar le aceptaran ingresar a su pequeño demonio en cada institución educativa a la que le tocó ir, para que luego no se dijera en el futuro que desconocían su condición ante un eventual caos.

Paradójicamente la paz tuvo lugar una vez lo aceptaron en una institución de medio pelo a la que iban a parar todos los rechazados, la cual gozaba de muy mala fama debido a que albergaba en su mayoría a desadaptados, al punto que el remoquete indilgado por alumnos de otras instituciones era el de Penitenciaría Superior, debido a un juego de palabras de la deconstrucción de la frase que coronaba el escudo exhibido en el capitel de la entrada la cual rezaba: “Pedagogía Superior”.

Pero todo ello contrario a lo que se podía pensar, no tuvo impacto negativo en su comportamiento, sus padres se cuestionaban el hecho de pensar que quizás los métodos aplicados infra muros de la institución eran crueles, en especial su padre que era un prominente Juez Penal de la República, sin embargo su vástago nunca se quejó y por el contrario su comportamiento pareció llegar a un nivel de estabilidad. 

Puertas adentro la realidad era que estos desposeídos del orden, encontraban la horma de su zapato, de sentirse rechazados en otros lares por sus “travesuras”, en este lugar eran bienvenidas pues casi siempre esas ideas criminales eran aprovechadas para otros fines y muchos profesores lo sabían, pero hacían mutis porque de alguna manera sus pasados subversivos se identificaban con sus tutorados.

El centro de toda la escuela era la cancha deportiva, a la hora del recreo la institución en pleno quedaba como pueblo fantasma y en ella se congregaba el grueso de la población estudiantil, la razón de esto es que la cancha era un inmenso bloque de cuatro paredes con un área de más de mil metros cuadrados, blindado a prueba de curiosos, esto le daba un plus al lugar, debido a la condición de poseer la mayoría abrumadora del alumnado una pésima reputación y fama ganada de mala conducta.

Por todo esto los profesores evitaban a toda costa merodear por espacios a los que sabían no eran bienvenidos y así evitar situaciones desagradables que le llevaran, por ejemplo, a terminar el día en una comisaría policial declarando como testigo de un delito o peor aún, como víctima, como ciertamente ocurrió en el pasado.

Esa precisamente fue una de las cosas que más le llamó la atención de aquella institución, el primer día de clases se topó con esa escena, la cancha deportiva a la hora del recreo era como una feria de un pueblo cualquiera en días festivos, los grupos se posicionaban hacia la parte más alejada de la entrada, lejos de cualquier posibilidad de que algún ojo curioso, viera como se pasaban los cigarrillos y las pequeñas botellas de licor entre las manos con total sigilo como si fueran carteristas expertos, mientras iba adentrándose se sintió en el centro de las miradas de todos aquellos potenciales delincuentes, todos volteaban a mirarlo como bicho raro, como esas escenas de las películas que muestran a un nuevo recluso entrando a una cárcel.

Todos a su alrededor estaban en lo suyo, charlando de fiestas, sexo, drogas y otras barbaridades, algunas ciertas otras simplemente exageraciones para impresionar y encajar, todos callaban en el instante en que pasaba en su caminata a lo incierto, los varones inmediatamente ponían su mejor “cara de cañón”.

La única cancha a la que le daban el verdadero uso correspondiente era la de baloncesto, el improvisado tres contra tres de media cancha era el juego más popular, sólo los más ágiles entraban, se apostaban cigarrillos, golosinas, alcohol y otras cosas que sólo los involucrados sabían de acuerdo a su jerga, “Tillo” para cigarrillo, “Cool” para licor y “Canario” para el perico o droga. 

Al llegar al final de aquella caminata a la nada se topó con la escena que marcaría el final de la poca inocencia que le quedaba, en el extremo más alejado se congregaba un cerrado círculo de unas veinte personas aproximadamente, entre hembras y varones, se escuchaban algunas malas palabras seguidas de risas y carcajadas, pero todos veían hacia abajo y al centro de ese reducido círculo, al llegar más cerca se abrió paso como pudo, a pesar de las caras de cañón, los empujones y los insultos, su curiosidad era más fuerte que su temor a ser lastimado.

En medio de aquel improvisado “parabán humano” estaban dos alumnos de no más de 15 años cada uno, en cuclillas jugando un eufórico juego de barajas, al fondo, en el pavimento, se encontraba el pote de lo apostado, una bolsa de unos diez o quince gramos de un polvo blanco, cuatro paquetes de cigarrillos y una pequeña bolsa con cierre hermético contentiva de unas diminutas pastillas de diversos colores.

Él había sabido de drogas, sexo, alcohol, de prostitutas y de otros tantos vicios,  finalmente sus travesuras o entuertos del pasado no habían sido por mascar chiclets en un aula de clases, pero ciertamente lo más pesado que había digerido fue haber sido sorprendido robando un morral a alguien en uno de los tantos colegios del que fue expulsado. Sin embargo, nunca había estado frente a frente con las drogas y menos aún manipuladas por personas de su edad, esa escena le heló la sangre.

Era innegable que el líder de aquel grupo y de esa improvisada micro sala de juegos, era el joven de tez morena que lucía unos rizos pronunciados en su cabellera, sus gritos y carcajadas cada vez que lanzaba las cartas y apostaba, eran los que había escuchado apenas se acercaba a esa rueda de envite. 

Con un ¡TOMA MALDITO! Terminó el juego mientras el rizado apostador exhibía a su oponente lo que vendría siendo la mejor combinación de cartas, para ganar así el juego y tomar todos los codiciados objetos de la apuesta y guardarlos en los bolsillos de la chaqueta deportiva que vestía. 

Al final de la jugada y una vez apoderado de la apuesta, elevó su mirada y la clavó justo en los ojos del asustadizo y nuevo curioso ¿Y TÚ QUIÉN ERES SAPO? Fue lo que escucho segundos antes de que se le abalanzara y lo tomara por la camisa y de un envión lo lanzara al suelo de espaldas.

La fúrica embestida no le preparó para una respuesta oportuna e inmediata, sólo respondía balbuceante con múltiples NADIE, NADIE, NO SOY NADIE.

El joven atacante al ver el rostro pálido de su abatido contrincante y su intento por entender la razón de la arremetida, no le quedó de otra que estallar en una sonora carcajada, acompañada de la clásica y humillante pregunta que siempre hace quedar mal a quien se la formulan ¿QUÉ, ESTÁS CAGADO? Haciendo estallar a todos en risas.

Una vez superada la humillación, lo ayudó a incorporarse y le soltó la única regla y advertencia que tendría clara desde el día uno hasta el último de su supervivencia en ese lugar: ¡AQUÍ SE VE Y SE ESCUCHA PERO NO SE HABLA DE LO QUE SE VE Y SE ESCUCHA!, cerrando el minúsculo reglamento con una contundente pregunta ¿ESTAMOS CLARO?  Y sellando ese contrato asintiendo ambos con su cabeza y con un fuerte apretón de manos, dejando para el final la rúbrica verbal de quien la firmaba: ME LLAMO EDWIN, el timbre del fin del recreo puso fin a esa inédita forma de hacer un nuevo amigo.

Los días, semanas, meses y años siguientes se labraría una profunda amistad entre él y Edwin, quien era un delincuente consumado, él era el menor de cuatro hermanos, de cuatro padres distintos, el único en no pisar la cárcel aún, pero si muchos encuentros con la ley a costa de varias detenciones policiales, que terminaban siempre con el decomiso “extra judicial” de la droga que le vendía a uno de sus cuatro hermanos y el dinero de las ventas. 

Su hermano mayor fue asesinado vilmente en la cárcel, a la que fue llevado injustamente según su decir, por un policía que le juró venganza al quitarle la mujer. Era el único sano, decía siempre en sus remembranzas que melancólico contaba. De esa unión con aquella mujer prohibida nació un hijo, su sobrino, para quien decía se esforzaba en estudiar y ser alguien bueno.

El resto de sus hermanos eran todos unas joyitas, uno de ellos era quien lo sometía a la venta de estupefacientes y a la comisión de otros delitos, quien a cambio le daba buenos ingresos, lo que le permitía llevar esa doble vida de estudiante y delincuente sin generar muchas más sospechas, que las que producían su forma de ser “agansterada”.

Jamás vio necesario contarle a Edwin el hecho de que su padre era Juez, sentía que de hacerlo perdería su amistad, pues ello lo pondría en la acera del frente de los valores sobre los cuales se fundó su amistad, y aunque siempre fue una incógnita y una respuesta en suspenso a sus preguntas de quienes eran sus padres o donde vivía, no le daba mucho interés en indagar y daba por terminada la intriga aceptándole cualquier broma que improvisaba en el momento como respuesta.

Un día observó distante y extraño a Edwin, lo había esquivado desde el primer momento que lo saludó al llegar a clases, para romper el hielo en el recreo de las ocho, le propuso faltar a las clases del día siguiente, para ir a una fiesta matiné que había organizado Rosa, su eterna enamorada, propuesta que fue rechazada por éste con un argumento para él inamovible: “TU SABES QUE PARA ESE BARRIO NO VOY PORQUE TENGO MUCHAS CULEBRAS”, ante esta encíclica del hamponato, no tuvo mayor resolución que decirle: PARA QUE TENER HERMANOS QUE SON HAMPA SERIA SI NINGUNO TE PUEDE ESCOLTAR.

El pésimo humor que traía desde tempranas horas y esa frase detonadora, lo hicieron soltar el encono que traía por dentro: ¿TU NO ERES EL HIJO DEL JUEZ?, EL QUE DEBERÍA TENER ESCOLTAS ERES TÚ.

Quedó petrificado en el sitio, aquella omisión infantil se estaba revelando ante él como uno de los peores actos de traición de su parte, intentó explicarle el por qué no había visto relevante imponerlo de esa situación, pero el silencio fue la única respuesta que obtuvo de Edwin durante toda la jornada escolar.

Al día siguiente acudió a clases como habitualmente lo hacía, lo esperaba Rosa en la entrada con la afamada “Penitenciaría Superior” coronándola, un atrevido beso en la comisura de los labios junto a la pregunta de si la acompañaría al matiné, le apresuraron un “Si”, otorgado más desde la urgencia arterial y las ganas, que desde la valentía que implicaba ir solo y sin compañía de respaldo, a uno de los barrios más peligrosos de la ciudad.

Rosa se tocó la muñeca con su dedo índice, como dándole a entender que lo quería en la fiesta a tiempo, todo ello ocurría mientras se escapaba sigilosamente por la abertura improvisada en una de las paredes de la cancha de los excesos que daba a la calle. Esto era señal de que ya no podía echarse para atrás, tanto empeño en levantarse a Rosa no podía perderse en un ataque de cobardía, estaba resuelto, iría aun sin la compañía de su fiel escudero, ese beso en suspenso que le dejó Rosa bien valía la osadía de ir a completarlo como tanto lo había soñado.

Llegada la hora, se escurrió por la puerta exprés trasera de la cancha, tomó el bus que lo llevaba justo a la entrada del Barrio donde vivía Rosa y de allí debía continuar caminando, pues no había ruta de transporte hacia su destino, o más bien hubo una alguna vez, hasta que los conductores se cansaron de ser asaltados y decidieron eliminarla.

No había recorrido ni siquiera dos cuadras cuando el sonido de una moto que venía desde atrás a mediana velocidad, acompañado de la orden: ¡QUIETO, ENTREGA BOTÍN Y NO ME MIRES LA CARA! Los nervios no lo traicionaron, una cosa es que iba solo y otra muy distinta que se dejaría robar sin pistola. Hizo un amague como si iba a quitarse el morral y se agachó intempestivamente girando hacia atrás, para tomar por el brazo a quien pretendía asaltarlo, topándose con la cara de Edwin que venía de parrillero en aquella moto y con la carcajada casi explotándole de la boca le soltó la pregunta con la que se conocieron: ¿QUÉ, ESTÁS CAGADO?.

Luego de que la chanza diluyera sus intestinales efectos, se fundieron en un abrazo fraternal y con la convicción de que Edwin cumplía con su presencia otra de sus encíclicas criminales de no “dejar morir” a sus hermanos, continuaron hasta la casa de Rosa.  

El ambiente en la fiesta estaba enrarecido y tenso, el típico “fantasmeo” se hizo presente de principio a fin, ese donde los propios ven con mirada de escaneo a los extraños, al punto de hacerlos sentir incómodos, innecesarios, de más y fuera de lugar, eso en cualquier barrio era suficiente para iniciar un enfrentamiento así de la nada. Pero en ese caso, a menos que sus miradas mataran, no tenían más con qué responder, que con sus pasos de baile criminales que no cesaron hasta entrada la noche.

“MANO VAMONOS DE AQUÍ QUE ESTAMOS DANDO BOLETA” Repitió Edwin en varias oportunidades durante gran parte de la reunión, pero el anís y los besos de Rosa que apretaban el pantalón, le produjeron sordera pasional, pero en una reacción de inmadurez provocada por el desplante de la enamorada, al no aceptar la invitación a continuar en horizontalidad la cadencia musical, lo condujeron a cumplir las súplicas de Edwin, “PIREMOS DE UNA ENTONCES”.

“BUENO AHORA TOCA ESPERAR, YA CAYÓ LA NOCHE” , fue la resolución inapelable de Edwin, su experiencia en la movida urbana le concedían los méritos suficientes para saber el tiempo exacto de la retirada.

No habían pasado más de cinco minutos luego de aquella decisión, cuando un par de delincuentes a bordo de una motocicleta, irrumpieron a las puertas de aquel rancho devenido en salón de fiesta, y abrieron fuego en contra de todo aquel que se encontraba dentro del lugar.

Edwin giró rápidamente hacia la parte interna del lugar quedando justo delante de su entrañable amigo y ahora arrepentido enamorado, como en una fila que se formara para tomar una carrera por la supervivencia y resguardo de la lluvia de balas, momentos en el que vio claramente un par de proyectiles alcanzaron a Edwin por la espalda, uno en mitad de su columna y otro en la zona lumbar, haciendo que la sangre le salpicara el rostro debido a que venía justo detrás de él con relativa cercanía.

Los gritos, el desespero y el caos se apoderaron del lugar, tomó por el hombro a Edwin cuyo cuerpo yacía en el piso de la vivienda, y este con escaso aliento le dijo casi en susurros: MANITO CORRE, QUE VENÍAN POR TI.

Las palabras de Edwin le crisparon los nervios y como si un rayo se hubiere apoderado de su voluntad motriz, salió en espantada carrera de la vivienda y echó a correr a la mayor velocidad que pudo carretera abajo, observando de vez en cuando de reojo para saber si le seguían. 

No supo cómo pudo correr tan rápido, los nervios y la adrenalina le hicieron correr tan velozmente que cuando reaccionó se encontró a kilómetros del lugar. Decidió regresar a su casa pero justo al frente de la puerta le dio pánico entrar, se paralizó del miedo, sabía que en la condición en la que se encontraba, su Padre le descubriría fácilmente, los nervios no le permitían siquiera pronunciar palabras, pero la necesidad de un abrazo de alguien cercano en ese momento, le empujaron a entrar sin mayores condiciones a su hogar.

Ya se habían enterado de lo sucedido, el llanto desconsolado de la madre y la mirada intimidante del Padre le hicieron estallar en llanto, escuchó cuando informaban que Edwin había ingresado de gravedad al hospital con pronóstico reservado, el Padre en uso de sus relaciones llamó encolerizado por teléfono pidiendo apoyo policial, para que se asumiera la investigación de inmediato y se buscara a los responsables, el llanto contenido en sus ojos y la rabia no le permitieron ver la necesidad del abrazo que demandaba su hijo, le pasó por un lado y siquiera se dignó en hablarle.

Al día siguiente ninguno de los policías encargados de la investigación le quiso escuchar su versión de los hechos, intuía que su Padre había ordenado que se siguiera la investigación prescindiendo de su declaración, y así evitar verse envuelto en tan grave problema, el cual podría hacerle perder su carrera. Pero la gota rebosó el vaso cuando, surgió la versión, que uno de los hermanos de Edwin, encarcelado por su Padre, fue quien ordenó el ataque en represalias por la condena recibida. ¡FUE UNA ESTÚPIDA FIESTA!, se repetía encolerizado. 

Al salir de la comisaría con el enojo elevado al mil por ciento, se dirigió a su casa, pero tampoco su madre quiso darle el beneficio de escuchar su versión o tan solo el necesario abrazo que era lo que realmente demandaba su corazón, sumergida en un coctel de rabia, tristeza e indignación prefirió aplicarle a su hijo, la inmisericorde ley del hielo tantas veces aplicada en ese sitio llamado hogar. 

En parte le entendía, había sido y así ya lo confirmarían, el responsable de que Edwin acudiera a la nefasta reunión, todo finalmente había sido su culpa, entendió que la soledad a la que había sido arrojado era más que justa, él también lo habría hecho con el culpable de tan dramático suceso.

Al día siguiente se dirigió a la escuela, pocos de sus amigos habían ido, muchos habían preferido visitar a Edwin en el hospital, él no tenía el valor todavía de verlo, mucho más cuando escuchó en murmullos en los salones, que su gran amigo jamás volvería a caminar producto del par de proyectiles que destrozaron su espina dorsal.

Intentó conversar con alguno de sus más allegados amigos, pero la ley del hielo había sido impuesta no solo en casa, sino también en la escuela, todos lo ignoraban, nadie respondía ni siquiera su saludo, como si todos se hubieran puesto de acuerdo para hacerle sufrir por todo lo cometido. 

Abandonó la escuela y decidió irse a un lugar donde nadie lo Juzgara, recordó que iba siempre a fumar con Edwin a un parque a las afueras de la ciudad y allí se fue, solo que esta vez no estaba su amigo para darle a escondidas un cigarrillo para fumar, por ello se acostó sobre el verde engramado y viendo al cielo decidió que en reciprocidad con la estúpida ley del hielo que le habían aplicado todos, no le hablaría tampoco a nadie más, si la solución es esa, pues QUE NADIE ME HABLE.

Y justo allí, acostado sobre el mullido césped, ese cielo de aquel añorado parque, fue haciéndose más grande, más cálido y más brillante, y de repente empezó a sentir sueño, estaba cansado de luchar contra todos, sus párpados comenzaron a sentirse más y más pesados, sus ojos comenzaron a cerrarse, como se le cierra un ataúd a alguien que ha fallecido. No había forma de que Edwin, yendo justo delante fuera alcanzado por los proyectiles sin que antes le atravesaran a él.

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