Opinión

Zaperoco, el Lacónico (Anecdocuento)

Su desperolado nombre no había terminado de retumbarle en la intimidad de su mente.
lunes, 21 noviembre 2022

La sustancia describió un arco fugaz antes de quedar encestada en la bacinilla que servía de escupidera. Era del color del tabaco de mascar preferido por Zaperoco Tulipán, quien adoptó esa costumbre como forma de mantenerse alejado de cualquier mortal que buscara relacionarse con él.

Una meta lograda con éxito, pues aun cuando en su juventud fue un muchacho hablador, impulsivo y notablemente embustero, con los años se convirtió en un viejo huraño, raro, y egoísta hasta con las palabras.

Lacónico incluso con las preocupaciones y el sufrimiento. Era como un retrato de la mujer con quien le tocó compartir su vida, aunque es justo reconocer que ella padecía de esporádicos espasmos de amabilidad y dulzura.

Todas las tardes era la misma postal. Zaperoco escupiendo tabaco en la bacinilla, sentado en la vieja mecedora que a pesar de crujir bajo el peso de los años, todavía se balanceaba a buen ritmo. Parecía ser una estampa concebida para proteger sus impenetrables pensamientos.

Pensaba: —Mi padre no debió hacerme esto. Por qué lo hizo. Si nací en medio del bochinche que se armó en la calle cuando capturaron aquel hombre robándose una gallina, yo no tuve la culpa, entonces por qué tuvo que llamarme Zaperoco—

Su desperolado nombre no había terminado de retumbarle en la intimidad de su mente cuando se abrió la puerta del frente. Asexia, su mujer, salió al porche y dijo: —¡Mira, ¿cuándo piensas echarle la comida a los cochinos?

Zaperoco, inmune a las asperezas de la mujer, contestó:

—Ya voy.

—Pero ya te lo he dicho tres veces y me has respondido lo mismo.

—Sí. Respondió tras un certero escupitajo al centro de la bacinilla.

Las nubes en el cielo ocupaban un amplio segmento de su espacio visual. Le pareció que una de ellas tenía forma de caballo, y que detrás se estaba formando una con la imagen de un cochino corriendo detrás de un ratón.

La mujer apareció nuevamente en el umbral de la puerta.

—Yo no quiero saber más nada de esos cochinos, por mí que se mueran; ¿quieres café?

—No.

—Y por qué no. No me hagas pensar que prefieres el de la vecina.

—El café no—. Ahora el latigazo de tabaco ensalivado rebotó de la orilla de la bacinilla y fue a dar casi a los pies de Asexia.

—Dame plata— Dijo la mujer, ignorando la tácita confesión.

Levantó la vista y observó que la nube del cochino había pasado a la del ratón y estaba por alcanzar a la del caballo. Luego dijo.

—No tengo.

La mujer dio media vuelta haciendo sonar las cholas, cuya vida útil pertenecían a un pasado con apariencia remota. Se detuvo un momento con la escoba apretada entre las manos, expulsó un enérgico resoplido que pareció salirle de los oídos, y entró a la casa dando el portazo más estruendoso de la década.

Él quedó pensativo. Se levantó en seis tiempos de la mecedora, largó otro candelazo al centro de la bacinilla, y dijo con el laconismo haciendo eco desde lo más recóndito.

—No han comido.

Fue hasta el patio moviéndose como si estuviera dentro de una piscina de miel, y retornó con un balde lleno de desperdicios. Caminó lentamente hacia el corral de los marranos, miró el cielo donde las nubes habían tomado la forma de varios cochinos atravesados por alfileres, y exclamó entre los dientes ennegrecidos.

—Tienen hambre.

viznel@hotmail.com

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