Opinión

Yo maté a Kennedy (Anecdocuento)

Cuando leyó en el periódico la noticia de la mortandad de los perros, un velo de palidez cubrió su rostro, y un sentimiento que no terminaba de ser culpa ni comenzaba a convertirse en pena se apoderó de su alma.
José Viznel ÁLVAREZ
lunes, 17 mayo 2021

Sabelotodo McCoy es un artista cuando se trata de alardear acerca de su erudición, especialmente de haberse leído todos los clásicos, incluyendo los nueve libros de la historia, y saberse de memoria, sin confundir la gran cantidad de nombres de personajes, sitios, países, ciudades, gentilicios y animales que allí aparecen descritos por Heródoto, un amplio conocimiento que se niega a compartir con los demás alegando excusas extravagantes para tapar la insana farsa creada en su mente. Una vez, inmerso en su aparente condición dijo saber quién mató a Kennedy, información que mantenía celosamente guardada en su casa.

El lado oscuro que todos llevamos dentro y el mal que constantemente nos acecha se mantienen en perenne contradicción con nuestra parte amable desequilibrándonos con facilidad, así es como sucede cuando el terreno se torna inseguro y da paso a la fetidez de la ira, o cuando la generosidad colapsa ante la necesidad y nuestros afectos se alteran apenas tenemos una mala racha.

Por supuesto Sabelotodo McCoy no está exento de aquellas situaciones, pero sus batallas son despliegues dialécticos propios del líder supremo de una isla rodeada de embustes por todas partes, en total armonía con el arrebatado desconcierto que mostró ante la alfombra de perros muertos en la que amanecieron convertidas las calles del vecindario aquella mañana de noviembre.

En la madrugada los gatos se volvieron ratones en busca de madriguera, y los perros hicieron cuanto estuvo a su alcance para protegerse o presentar lucha contra un misterioso asesino en serie que dejó tras de sí a sus congéneres regados sin vida en mitad de las calles y en los patios de las casas, como fue el caso del Gran Danés del vecino de los McCoy, un arlequín gigantesco con nombre de presidente que esa mañana también amaneció tieso en toda su extensión, sin que hasta la fecha haya habido alguna explicación satisfactoria a pesar de las investigaciones realizadas por la policía y algunos sabuesos de los medios de comunicación.

Son tantos los embustes que Sabelotodo McCoy ha metido en su vida, que todavía hay gente que lo trata como exalcalde del Municipio de Santa María de las Troneras, del estado de Guanabanal, región conocida por sus caudalosos ríos y minas de tierra negra, 80 por ciento de las cuales eran supuestamente de su propiedad.

Sin embargo no todo es mentira, algunas de sus afirmaciones a veces se entrelazan con pequeñas fibras de veracidad, otras se mimetizan con posibles verdades, y unas son ciertas aunque luego él mismo tenga que hacer ingeniería inversa de última generación para creérselas.

Cuando leyó en el periódico la noticia de la mortandad de los perros, un velo de palidez cubrió su rostro, y un sentimiento que no terminaba de ser culpa ni comenzaba a convertirse en pena se apoderó de su alma.

Es cierto que desde siempre y hasta el presente, —cuando ya las fuerzas lo han abandonado y la monotonía quebró sus embustes en la bolsa de valores— él ha sentido un engañoso afecto hacia los animales, especialmente hacia los perros, a quienes les habla sobre cosas insólitas, y así con los pájaros, con los gatos y con el único tuqueque en cautiverio del mundo, que ha mantenido encerrado en una alcancía de latón debajo de la cama.

Días antes de despedirse de este mundo, sacó una vieja agenda del fondo de una caja de madera enmohecida, colocada al lado de la incomoda jaula del tuqueque. En la primera página había una confesión escrita con tinta degradada por el tiempo que expresaba lo siguiente: Una mañana de noviembre del año de la mortandad de los perros del vecindario, yo, Sabelotodo McCoy, por propia voluntad, libre de toda coacción y bajo juramento, acostado bajo este techo y sobre la jaula del tuqueque, confieso que asesiné a todos los perros del vecindario incluyendo a Kennedy, el querido Gran danés de mi odiado vecino Lucrecio Materán. Que en paz descansen, aunque yo no los acompañe.

Lo siguiente que hizo Sabelotodo McCoy fue morirse llevando tras de sí una estela de embustes que aún se divisa a simple vista, a pesar de que su alma hace mucho que hizo contacto con la constelación de Orión.

Del libro Anecdocuentos y otras especies, del mismo autor.

viznel@hotmail.com

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