Vio y creyó
Triduo Pascual
A partir de hoy entramos propiamente en el “Triduo Pascual”. Es decir, la concentración en tres días de toda la vida pública de Jesús: su presencia servicial, permanente en medio nuestro (Jueves Santo), su entrega incondicional, hasta perder la vida (Viernes Santo) y su respuesta afirmativa a inaugurar una Vida Nueva, depositando en nuestros corazones una esperanza que no mengua (Sábado Santo).
Servicio y celebración sacramental
Tres elementos cobran especial relevancia con la celebración del Jueves Santo. El primero de éstos es el servicio: nuestra razón de ser tiene que ver con este hecho. La invitación de parte de Jesús es a darnos siempre y por completo al servicio a los demás, y de modo preferencial a los más pobres y excluidos.
Para quienes buscamos darle un sentido a nuestras vidas, que deseamos alcanzar la felicidad, Jesús de Nazaret nos sale al paso con su propuesta: la existencia cobra sentido cuando se dona; y la entrega representa la felicidad, a ejemplo de Él.
Lo ocurrido el Jueves Santo no es sino un “resumen” de todo el recorrido de Jesucristo, hasta que se sienta con sus discípulos, para compartir su Última Cena. El lavatorio de los pies es la mayor expresión de la intención de Jesús, de colocar el servicio a los hermanos como el centro y fuente de nuestra condición cristiana.
Servir no es una carga. Al contrario, es todo un placer que llega a convertirse en la razón de ser de las personas. De esto, tenemos muchísimos testimonios.
El segundo aspecto importante del Jueves Santo está relacionado con el modo como Jesús celebró la Cena Pascual con los suyos, y que a partir de ese momento ellos mismos, al igual que el Maestro, abandonaron paulatinamente la Pascua Judía para promover el “ágape” fraterno que dará origen a la Eucaristía.
En ausencia de Jesús, al no estar frente a Dios, el Sacramento de la Eucaristía nos permite comulgar con la “presencia real” del Señor, nos ofrece una Mesa donde depositar los frutos recibidos y promovidos, nos une como hermanos e hijos: nos encontramos, y ello activa espontáneamente nuestro ánimo festivo, oímos juntos la Palabra de Dios, oramos y cantamos, y nos acercamos al Altar que Dios dispuso para nosotros, para que comamos y bebamos, y esta comunión nos ayude en la tarea diaria de parecernos más a Él.
Finalmente, el Jueves Santo es un día donde se resalta la figura del Ministro Ordenado, del sacerdote que asume libremente —y así es reconocido por la Comunidad Cristiana— el servicio desinteresado y constante a todas las personas.
Sus obligaciones y deberes, sus funciones y responsabilidades tienen su fuente en la persona de Jesús, el Modelo de Pastor Bueno: los sacerdotes somos colaboradores de la misión de Jesucristo, hombres de la Comunidad Cristiana, sus servidores, dispuestos a lavar los pies siempre que sea necesario.
De las tres realidades mencionadas, hoy día es la figura del sacerdote la más cuestionada de todas. Y no faltan razones para que así sea. Consciente del espacio disponible, me permito señalar puntualmente que la crisis del sacerdocio pasa hoy por la selección y formación de los candidatos a destacarse en el servicio a la Comunidad Cristiana y la promoción de los Sacramentos. Y la formación no puede dejar de lado lo que el papa Francisco ha llamado la “cercanía” a Dios, y la “cercanía” al pueblo de Dios.
Entregar la vida por los amigos
El Viernes Santo es la celebración litúrgica que resalta la solidaridad con el Crucificado, que “va camino a su Pasión” para darle sentido a nuestras vidas, que no acaba con la muerte.
La entrega de Nuestro Señor llega a su culmen con su Pasión y muerte, como prueba indiscutible de una existencia coherente en todo momento y circunstancia. El Señor no fue el único Crucificado por los dirigentes de entonces, pero su muerte en cruz cambió el rumbo de la historia, porque implica la oferta de nuestra salvación.
Así como los pueblos crucificados podemos entender mejor la Pasión de Jesucristo, de igual manera su Pasión aclara el oscuro camino que aún hacemos, cargando pesadas cruces injustamente impuestas.
Mientras hacemos la ruta al Calvario, no olvidemos que Jesús decidió “entrar” en la Pasión; no obstante las vejaciones y torturas, Jesucristo no pierde su Señorío. Él es el protagonista en cada etapa, dispensador de paz y perdón incluso para sus verdugos. Con su entrega, Jesús vence la muerte, pone coto a la maldad y coloca en nuestras manos el don de la esperanza.
Ver y creer
Esta esperanza cobra cuerpo el Sábado Santo, con la Resurrección de Jesucristo.
El Evangelio del domingo habla del sepulcro vacío: Magdalena, Pedro y Juan son testigos de ello. Lo curioso del relato evangélico son las palabras finales de san Juan: “vio y creyó”. ¿Qué fue lo que contempló? Que el Señor ya no estaba en la tumba. Este hecho es suficiente para Juan.
Es así como se enciende la luz de la esperanza para la humanidad entera, especialmente para disipar toda sombra que amenaza con cubrirnos definitivamente.
Este relato de la Resurrección nos habla de un Jesús presente en su ausencia, que proclama la verdad del triunfo de la vida sobre la muerte, a través de su silencio. Es un hecho sin parangón, que petrifica a los discípulos por un momento, para luego convertirlos en testigos, al igual que lo somos nosotros.
Reitero lo que he dicho en otras ocasiones: da la sensación de que aún transitamos camino al Gólgota, pues nuestros dolores y sufrimientos, lejos de desaparecer, aumentan; estamos deseosos de estrenar Sábado Santo. Quizá este año tenga esta particularidad. Es decir, que a pesar de contemplar una tumba vacía, la nada, esta ausencia es premonición de la Buena Noticia de la Resurrección de Jesús. ¡Felices Pascuas de Resurrección!
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