Opinión

Unidos a Dios por una cuerda

Tendremos ocasión de escuchar este domingo próximo un aspecto bien curioso de nuestra historia.
jueves, 10 septiembre 2020

I.
Alguien llegó a decirme que él se imaginaba estar unido a Dios a través de una cuerda. Sí. Una cuerda. Nuestro Señor, Dios, sostenía un extremo de ésta, mientras que mi amigo agarraba el otro. En esta imagen, Dios está en los cielos, y mi amigo acá en la tierra. Para mi pintoresco amigo sucedía que cada vez que pecaba —según él— la cuerda se rompía, y él se desconectaba de Dios. Cada vez que reconocía su pecado y pedía perdón, Dios hacía un nudo a la cuerda. Llegado a este punto mi amigo concluía con una mirada bañada de esperanza: “Sé que llegará el día en que la cuerda se hará tan pequeña, que podré sentir la cercanía física de mi Dios”.

Días atrás esta historia volvió a asaltarme, considerando que era una señal divina dada su coincidencia con la liturgia dominical, de la que me sirvo semanalmente, para abordar aspectos de nuestra realidad humana, tal como se nos presenta en Ciudad Guayana.

II.
Tendremos ocasión de escuchar este domingo próximo un aspecto bien curioso de nuestra historia. Es decir, no se puede estar “bien” con Dios al tiempo que se está “mal” con los demás, con los hermanos, con el prójimo.
Esta afirmación se apoya en el evangelio de Mateo, quien vuelve a insistir en el tema del perdón y la reconciliación entre los hermanos de la comunidad. La semana pasada nos indicaba cuál era el “modo de proceder” cuando el conflicto se hacía presente entre los miembros de la Iglesia; esta semana nos hace saber que debemos perdonar siempre. Ambas afirmaciones están ancladas en una verdad meridiana: nuestra condición cristiana no nos exime del pecado, de la ofensa y de faltar al otro en lo que se suele llamar “la ley de la caridad”, del “Amor”. Mi fe y mi confianza en Jesucristo no erradican de mi existencia ni el equívoco ni la capacidad de hacer daño a terceros y, consiguientemente, pecar. No estamos exentos del pecado.

III.
Esta realidad fue comprendida bien pronto por la Iglesia, que se dio a la incesante tarea de sentar las bases para el perdón y la reconciliación. El pecado no nos debe paralizar. No debemos cansarnos de pedir y acoger el perdón. Nuestras faltas y limitaciones no nos definen, sino la conciencia de nuestras acciones y omisiones, del híbrido de que estamos hechos. La “cuerda rota” no es nuestra tarjeta de presentación, sino la realidad de ser pecadores perdonados.

Retomando la historia del amigo de que nosotros estamos unidos a Dios por una cuerda, recuerdo igualmente que alguno llegó a decir que convenía pecar consistente y frecuentemente, de manera que aceleráramos el encuentro con Dios, porque la cuerda se acortaba con mayor rapidez. Aquí valen las palabras de san Juan: “No pequen nunca. Pero si alguien lo hace, que sepa que tiene en el cielo un abogado, Jesús de Nazaret”.

Vayamos por la vida con la férrea intención de no pecar. Si llegamos a ceder “setenta y siete veces siete”, abracémonos a la esperanza de que Dios acogió de buena gana nuestro corazón arrepentido y ha hecho un nudo en la frágil cuerda que nos comunica, acercándonos un poco más al Corazón de Aquel que tiene sus manos, pies y costados atravesados por clavos y lanza, dejando esas heridas como prueba de su amor por nosotros.

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