Una Ley a nuestro alcance
Un aeropuerto es siempre un buen lugar para escribir. El vaivén de pasajeros, además de todo lo que supone un viaje, me sirve de ambiente para lo que deseo transmitirte esta semana, a la luz de las lecturas de la Décima Quinta semana del Tiempo Ordinario.
Dentro de mí
El Señor se mostró a su pueblo mediante su creación, dándole la enorme responsabilidad de administrarla con criterio; pero Dios se hizo igualmente presente a través de hechos históricos y realidades; una de éstas es su Ley, o mandamientos, como comúnmente la conocemos. Los mandamientos son normas cortas y sencillas en su expresión. El domingo tendremos ocasión de oír que la Ley no está ni en lo alto del cielo ni en las profundidades del mar, es decir, no está lejos de nosotros. La Ley viene de Dios, pero para poder acercarla a nosotros, debemos internalizarla, tenemos que hacerla nuestra hasta el punto de que forme parte de nuestros discursos y sentimientos. Vivo y proclamo, pues, que soy fiel cumplidor de la Ley.
Él, la plenitud
Permíteme una anécdota personal. De visita a mi familia en San Félix, en pleno desarrollo de una acalorada discusión, mi hermano mayor dijo: “¿Perfecto? Solo Jesucristo”, para después de una pequeña pausa preguntarme: “¿Es así, cierto?”. La Carta a los Colosenses se abre con un himno solemne que proclama la grandeza de Jesús, por quien todo fue hecho, y para quien todo fue hecho. En Jesucristo reside toda la plenitud. Todo cuanto concierne al ser humano, a lo bueno de la persona, él lo ha expresado de formas que escapan a nuestra imaginación, llegando al punto de expresar el rostro de Dios. Gracias a Jesucristo sabemos algo sobre quién sea Dios. Este conocimiento ahora hay que profundizarlo, pues no acaba nunca.
El samaritano bueno
El evangelio del Domingo está tomado de san Lucas; la lectura es famosa y de fácil interpretación. Es el pasaje del buen samaritano. La historia es conocida: un “maestro” de la Ley interroga a Jesús Maestro sobre la vía para llegar a Dios. Jesucristo le responde con una pregunta: “¿Qué dice la Ley?”. El maestro de la Ley contestó que hay que amar a Dios sobre todas las cosas con el alma, cuerpo y corazón, y al prójimo como a sí mismo. Jesús se congratula por las palabras del maestro, animándolo a preguntar nuevamente: “¿Quién es mi prójimo?”. Jesucristo contará entonces la parábola del buen samaritano.
Por cuestiones de espacio me remito al final de la parábola: un samaritano —un hombre que “no sabe” de Dios, pues su pueblo de origen tiene sus propias ideas de cómo se le adora— encuentra a un extraño a la orilla del camino, robado y maltrecho después de una paliza, agoniza solo, abandonado. El samaritano se conmueve ante aquel atroz espectáculo y reacciona en cuestión. Cura a la víctima con vino y aceite, venda sus heridas y lo deja a buen resguardo, pagando techo y mesa, y comprometiéndose a pagar la deuda que genere el enfermo. Terminada la historia, Jesús le pregunta al maestro quién cree se haya portado como prójimo para el desdichado hombre. El maestro contestó que el samaritano; Jesucristo le recomendó al maestro que se comportara de igual manera, que hiciera lo mismo.
A Dios gracias, hay más buenos samaritanos que salteadores de caminos, ladrones inmisericordes para quienes las cosas justifican que la vida del semejante se irrespete. Los buenos samaritanos han interiorizado de tal manera la Ley, que la respetan a pies juntillas superándola, y no se conforman con cumplir su deber.
Vista nuestra realidad desde estas lecturas, la situación ha puesto en primera fila a un número ingente de personas a quienes les duele hondamente el país, siendo este honesto sufrimiento el que los mueve a actuar para acabar precisamente con él. Por muy penosa que sea nuestra realidad, los buenos samaritanos la ven directamente a los ojos con “una mirada democrática”, que es la única que conocen y gracias a la que actúan, juntando justicia y misericordia, o sea, garantizando que se cumpla cabalmente la Ley, salvaguardando la dignidad de todos los implicados siempre.
Asimismo, podemos entender el país como la víctima de asaltantes insaciables, violentos desenfrenados, y porque solo miran a sus propios intereses no ven un país, sino un botín a rapiñar. El país agoniza vapuleado, mientras “representantes” de todo tinte conscientes de la situación —porque la lectura dice que dos judíos pasaron antes que el samaritano— voltean la mirada a otro lado, preocupados por cumplir con sus agendas. Buena parte de la población está encorvada por el peso de la desgracia histórica que padecemos. Se sueña y trabaja en favor de alternativas democráticas en climas donde los acuerdos valen poco o nada. Ambas realidades se juntan buscando esperanzas, respuestas inmediatas pues las heridas a flor de piel requieren remedio.
La salida del túnel se aleja o acerca, dependiendo del lugar de donde se observe. Hay venezolanos a quienes no les duele el país. Éstos no reconocen siquiera que haya un túnel. Hay venezolanos a quienes nos duele el país, por partida doble: porque formamos parte del enorme grupo que sufrimos los embates de la situación socioeconómica, y porque consideramos que no nos merecemos semejante situación. Sufrimos lo injusto de esta situación. Pero el sufrimiento no nos frena, sino que visto con misericordia, nos anima a eliminarlo. El propio y el del prójimo.
Jesucristo finaliza su parábola con una invitación: una vez que el maestro sabe quién se hizo prójimo del hombre herido, dice que se comporte de igual forma. ¡Haz tú lo mismo! Esta es la Ley que esta a nuestro alcance, y que motoriza toda acción.
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