Opinión

Un vaquero en carnaval

Por supuesto yo no estoy exento de tales situaciones, al contrario estoy claro en que las cosas se nos pierden o extravían por las razones que lo hacen, y que algunas se recuperan, otras sencillamente no.
lunes, 20 febrero 2023

Hay quienes cuando no encuentran algo importante que están buscando, entran en una especie de pánico que inicia con una súbita paralización del aliento, acompañada de un torbellino de suposiciones y preguntas sobre dónde lo habrán dejado, quién lo tendrá, cómo harán para recuperarlo, qué harán ahora sin dicho objeto, y así hasta las más descabelladas hipótesis de conspiración comienzan a pulular dentro de sus mentes a la par que voltean el escritorio, desarman el clóset, sacuden el maletín o acaban con el escaparate.

La escena generalmente se desarrolla con una intensidad que va creciendo, hasta que cuando ya se hace preciso colocarles una camisa de fuerza para impedir que demuelan la casa o desmantelen la oficina, un destello providencial les ilumina la mente recordándoles que a los documentos que buscan le están sacando unas copias; o van y ven que el costoso teléfono que se compraron en diciembre lo dejaron olvidado en el carro; o también que justo cuando le van a echar la culpa al mas pendejo de los mortales, se dan cuenta de que tienen los lentes encasquetados en sus apreciadas testas.

Por supuesto yo no estoy exento de tales situaciones, al contrario estoy claro en que las cosas se nos pierden o extravían por las razones que lo hacen, y que algunas se recuperan, otras sencillamente no.

El episodio del vaquero por ejemplo sucedió en el Paseo Orinoco de Ciudad Bolívar, adonde mi mamá nos llevó un día a disfrutar del carnaval, que en una época de nuestra ciudad se celebraba de forma muy diferente a como se hace hoy en día.

A mi hermana menor la disfrazó de angelita, y mientras caminábamos disfrutando del espectáculo alguien iba al lado mío embutido en un disfraz del hombre murciélago. Era mi hermano, quien a cada momento me decía que se estaba sancochando dentro de su ajustado traje de superhéroe.

Y me lo decía a mi, que bajo el sol inclemente padecía lo propio, trajeado de pies a cabeza con una indumentaria completa de vaquero del salvaje oeste, que incluía dos grandes revólveres que colgaban en sendas fundas a cada lado de mi cintura, a los que chequeaba varias veces por minuto por si necesitaba usarlos para defender a mi familia entre tantos Llaneros Solitarios, Supermanes y Zorros que circulaban alrededor, incluyendo un gordito disfrazado de Santo El Enmascarado de Plata, que tuvo una mala tarde a partir del momento en que se pisó la capa y aterrizó aparatosamente sobre la acera dejando regado tras de sí el refresco y restos del perro caliente que se estaba comiendo con gran gusto.

Todo se desarrolló sin novedad, vimos a los medios pinto, el desfile de carrozas presidido por la de la reina y también una que iba repleta de atolondradas ocupantes que por su vestimenta para mi eran mujeres, aunque la inocencia de la edad me impidió entonces dar con una explicación del por qué todas tenían las piernas peludas.

De regreso a casa, la mascara de Batman iba bailando sobre los hombros del mi hermano, mi mamá llevaba en sus manos una de las alas de la angelita, y yo, con la moral por el suelo, me quedé rezagado tratando de establecer el cómo, el dónde y el cuándo de mi cruda realidad, pues de mis costados colgaba solo uno de los revólveres.

Solamente Dios sabe que pasó con el otro, así que con el hecho irremediablemente consumado y aunado a las circunstancias de lugar y tiempo, de verdad que nunca tuve la más mínima oportunidad de reaccionar como lo hacen las personas según se describe en el párrafo inicial de este anecdocuento.

viznel@hotmail.com

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