Opinión

Síntesis de una noche sin luz (Anecdocuento)

Justo en ese momento, en el tris mágico que separa el sueño de la vigilia, sucedió lo que daba por sentado que ya no sucedería: se fue la luz.
lunes, 09 agosto 2021

En un mundo donde la tinieblas reinen con sus cabezas coronadas de laureles etéreos, donde no exista arriba ni abajo, donde la izquierda sea igual que la derecha y el centro sea una fantasía elevada al cuadrado; donde el cubo y el circulo carezcan de líneas por estar abrazados para siempre en un solo punto que no se puede ver por que no existe, y donde nuestros ojos no tuvieran razón de ser; allí, en ese mundo de sombras infinitas, estas líneas serían inventos espurios, o cuando menos entelequias sobrantes del remoto big bang, que por supuesto ni el mismo Aristóteles podría entender.

Pero como la realidad es otra, es decir, la que tengo ante mis ojos que me permiten ver todo a mi alrededor, es entonces cuando reconozco una vez más el valor de la luz, el de la natural que nos ilumina por la gracia del increado, y por supuesto el de la artificial, inventada por el creado por fuerza de la necesidad de ver luego de cada puesta de sol. En este contexto, aprovechando los beneficios de la energía eléctrica, pongo los dedos en el teclado y plasmo lo que podría llamarse la “Síntesis de una noche sin luz”.

Aunque los nubarrones que se aproximaban por el sureste eran como de tormenta diluviana traté de pensar sin mucha convicción que solo se trataba de una nube pasajera.

Venía con un estrés afincado sobre la espalda y al compás de una falla de carburador que de pronto se le agudizó a mi vetusta Samurai del ochenta y tres, y me indujo al fatídico vaticinio de que antes de llegar a la casa me iba a dejar botado en la calle y a merced de los elementos, pero gracias a Dios llegué a la casa casi junto con la lluvia.

Entre toses intermitentes, estornudos eternos, bufidos salvajes y frustrados corcoveos, la noble camioneta logró posar sus llantas sobre el piso del garaje dejando escapar un postrer flato lleno de esencia de combustible persa y monóxido de carbono.

Los nubarrones se cernían sobre mi cabeza. La tarde de pronto se convirtió en una noche tenebrosa y de repente, sin previo aviso, de entre las nubes rasgadas con veteados plomizos se desprendió una luz incandescente que iluminó los trescientos sesenta grados de mi entorno, seguida de la explosión de un espantoso trueno que hizo chillar al perro y correr como loco más rápido que el rayo que momentos antes partió el horizonte en dos mitades. Cerré el portón lo más rápido que pude y saqué las cosas de la camioneta, incluyendo la batería por del raterismo desatado como nunca en el vecindario.

Antes de cenar me senté en el porche a despachar cuatro dedos de licor que había sobrado inexplicablemente de una jornada etílica previa. Me fumé cuatro cigarrillos escuchando un poco de música y viendo caer la lluvia, sinceramente extrañando de que todavía no se hubiese ido la luz. Despaché el último trago de un sólo golpe y decapité el cigarrillo contra el fondo del cenicero.

Cerré las puertas, cumplí con la ceremonia del aseo personal y me acosté al lado de mi esposa, que estaba viendo la novela de las nueve, con el volumen puesto como si quisiera compartir el sonido con todos los habitantes de la parroquia.

Molido por el cansancio, en plena digestión del par de perros calientes que constituyeron mi cena y algo aturdido por el escocés, cerré los párpados con la intención de dormir pero sin voluntad de pedirle a mi mujer que bajara el escándalo del televisor.

Justo en ese momento, en el tris mágico que separa el sueño de la vigilia, sucedió lo que daba por sentado que ya no sucedería: se fue la luz.

Creí estar soñando. Súbitamente me sentí inmerso en una especie de crema espesa que me taponaba los oídos casi hasta el dolor. Me debatí entre dos causas a las cuales atribuirle el denso silencio que me aturdía: o la mujer apagó el aparato en un repentino ataque de consideración, o la protagonista de la novela se tragó la lengua, provocando que todos se quedaran mudos.

Ni lo uno ni lo otro, simplemente se había ido la luz. De ello quedé definitivamente convencido cuando la escuché susurrando una mentada de madre entre dientes, como pretendiendo con ello darle su merecido a la gente de la electricidad.

Pasaron los minutos. Traté de mantenerme sosegado para retardar el momento en que el calor inevitablemente se posesionaría de mi cuerpo. Sin embargo, el sólo movimiento involuntario de los globos oculares provocaba que la espalda se me comenzara a sancochar, a fuego lento al principio, luego no tan lento, hasta que comencé a sentir unos pequeños dardos que me pinchaban la espalda.

El cuello se me puso rígido como un ladrillo y los músculos me dolían. Me propuse resistir en base a dividir el tiempo en espacios más o menos iguales que fui calculando mentalmente, y reforcé la medida con una buena ración de esperanza y fe de que en cualquier momento, mas pronto que tarde, vendría la luz.

En medio de uno de los segmentos de cinco minutos en que intentaba repartir la tortura, la esperanza comenzó a desvanecerse, al igual que la lluvia que poco a poco fue amainando, y en lo que respecta a la fe, ella se vio gravemente afectada por un trueno extemporáneo que me sumió en una intensa opresión térmica.

De pronto sentí un ruido. Temí que fueran los visitantes nocturnos que le estaban sacando el motor a la camioneta pero no eran ellos sino mi esposa levantándose de la cama para ir al baño. La escuche hacer aguas. Luego me di cuenta de que no podría soportar por mucho más tiempo el vaporón que me estaba matando. Decidí levantarme.

Abrí los ojos, y a solo centímetros de mi cara había un rostro pálido enmarcado por abultadas crenchas. Era el rostro de mi esposa, que apoyándose en la luz de los relámpagos quería saber si estaba dormido. Pero antes de reconocerla, de mi garganta brotó un sonido que en vez de un grito pareció un pujido ahogado por el terror.

Al unísono estalló el de ella, pero con un tono parecido al de la protagonista de la novela. Dio un salto hacia atrás y exclamó, ¡coño me asustaste!, ¡nojoda y tu a mí también!, le repliqué con un tarugo en la garganta.

Le pedí que me trajera un vaso de agua. Ella accedió como queriendo disculparse por la conmoción provocada e inició el oscuro recorrido hasta la cocina.

Mientras esperaba el agua, cambié de posición por primera vez desde que se fue la luz. Me regocijé por esa demostración de resistencia y voluntad; sentí ganas de orinar, y justo cuando decidí abandonar mi posición de momia escuché un pavoroso estrépito de madera, vidrio y gente rodando por el suelo. Obviamente se trataba de mi esposa que se había estrellado contra la mesita que está en la sala donde hay un teléfono, un florero, un retrato de nuestras hijas y el de mi suegra. En efecto, la mujer había ido a parar de cabeza entre las patas del sofá con todo y vaso de agua.

De un salto me puse de pie y azarosamente intenté buscar en la oscuridad absoluta un cabo de vela que creí tener guardado en la gaveta de la mesita de noche, pero sólo conseguí una caja de fósforos. Inmediatamente busqué con vehemencia el pedazo de vela pero no lo conseguí. Del otro lado de la pared escuché a mi esposa que se quejaba del dolor, gritándome que la fuera ayudar a levantarse.

Tanteando en la oscuridad hallé un centro de mesa que no se por qué razón siempre ha estado sobre la peinadora: es un recuerdo del matrimonio de una de sus primas, que por cierto ya que tiene nietos. El objeto es de hierro y tiene un hueco en el medio, en donde una vez hubo una vela. Observé en su interior con la ayuda del fósforo y allí estaba pegada al fondo una conchita mugre de cera casi sellada al metal. Le acerqué el fósforo encendido y en el mismo acto la madre de alguien salió de entre mis labios, pues la candela me quemó la uña del dedo índice, pero al mismo tiempo me alegré al ver que la llama emergía, tímida al principio pero decidida y firme un momento después, en el preciso instante en que por obra y gracia del espíritu eléctrico, llegó la luz.

Corrí hasta la sala desde donde ya no se oían los pedidos de auxilio y la encontré sentada en el sofá empapada de sudor y enceguecida por el sorpresivo fogonazo del bombillo. Abrió los ojos anegados de lágrimas, me miró con expresión indefensa estampada en su cara semi escondida entre las crenchas enmarañadas, y me dijo, -papi me caí-. Por mi mente pasó responderle con una cruel ironía, pero me abstuve para no empeorar su infortunio.

La ayudé a levantarse. Renqueando se apoyó en mi hombro y caminamos hasta el baño donde se lavó la cara y se sacudió la nariz; luego la senté en la cama para untarle crema analgésica en la rodilla con la que prácticamente había bateado la mesita de la sala, y ya mas tranquilos encendí el aire acondicionado y el televisor, pero en lo que puse la espalda sobre el colchón, las tinieblas lo envolvieron todo de nuevo, esta vez para quedarse hasta el amanecer del nuevo día.

Del libro (Inédito) Anecdocuentos y otras especies, del mismo autor.

viznel@hotmail.com

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