Sigue volándote
Si el deseo de mi padre de que yo fuera militar se hubiese hecho realidad, hoy quizás estaría bronceado por los efectos de algún sol sobre mis hombros, o quizás con menos lunas que Venus o Mercurio, que no tienen ninguna.
Sin embargo el destino quiso que lo más cercano que llegara de serlo fuera cursar los tres primeros años de bachillerato interno en el Liceo Militar Eleazar López Contreras, donde ingresé con el corazón encogido una tarde de ventolera septembrina del año setenta y uno.
Mi adaptación no fue tan difícil como se pudo haber augurado, pero tampoco resultó fácil para un niño que aún no cumplía once años resolver las angustias de las semanas iniciales, empezando por la primera noche, en la que mi tubo de crema dental desapareció segundos después de haberla colocado sobre el colchón de la litera, un hecho contra el cual toda sospecha o reclamo era inútil e inconveniente.
Fueron tres años con salidas los sábados en la mañana para regresar los domingos en la tarde. Dos momentos muy disímiles en las emociones que producían y el tiempo que duraban, porque de la alegría y el entusiasmo se pasaba a la melancolía y la tristeza en cuestión de horas.
Pero eso se disipaba rápido, pues la dinámica misma de aquel pequeño mundo exigía estar siempre alerta y en sintonía con el entorno, incluyendo la naturaleza circundante como las inmensas matas de mango, bajo las que mis compañeros Iriarte y Rafa Limardo hacían alarde de su fortaleza física tumbándolos con bolas criollas.
De buena conducta en líneas generales, pero carente de la aureola de los santos, más de una vez sucumbí a la tentación de volarme para los mangales cercanos y para el vecino sector de Los Caribes a comprar unos famosos golfeaos que devorábamos bajo los mangales, arrugados del susto escuchando los cuentos de muertos y aparecidos que contaba uno de mis condiscípulos especialista en ese tipo de relatos.
Siempre nos volábamos en grupos de tres o cuatro, pero una vez, a pocos días de haber llegado un temible sargento de apellido Freites, decidí hacerlo solo.
La vía que utilizábamos era pasando el campo de beisbol hasta el morichal casi seco que estaba detrás, el cual pasábamos haciendo equilibrio sobre unas tablas robadas de la carpintería. Detrás del jardín derecho había una extensa línea de mereyes, y a unos cincuenta metros detrás del jardín central estaba el morichal.
Fue allí, justo cuando había llegado a la línea de los mereyes, y me disponía a iniciar el trote hacia el morichal, que escuché un grito que no logré asociar con la voz de ninguno de los otros guardias o brigadieres; era la del recién llegado sargento llamándome a gritos, ¡Acá nuevo, acá!.
Quedé casi paralizado pero intenté hacerme el loco tratando de tumbar unos mereyes inexistentes pues no había ni uno en las matas.
Otra vez la voz retumbó en mis oídos, pero ahora con un agregado: ¡Acá nuevo, salto e’ la rana!
Así, dando saltos de rana, con el sargento a mi lado reprendiéndome y dándome consejos, atravesé de regreso el empedrado campo de béisbol y todos los pasillos habidos y por haber, hasta llegar a la sala disciplinaria donde sancionaron con dos meses sin salida, lo cual cumplí íntegramente pensando en los juegos de pelota de goma que me había perdido de jugar esos ocho sábados en la calle de la casa, con mi hermano y mis amigos de la cuadra.
Así, en medio de la desolación en que quedaba inmerso el liceo los fines de semana, un pensamiento me perseguía a sol y a sombra: ¡bueno, sigue volándote, sigue!
Del libro (Inédito) Anecdocuentos y otras especies, del mismo autor.
viznel@hotmail.com
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