Por culpa del Cerelac (Anecdocuento)
Hace unos años un amigo mío, hombre sabio y escritor de los buenos a diferencia de quienes apenas rasguñamos la superficie de este maravilloso arte, me hizo un comentario con la mágica sutileza que sólo la sabiduría puede permitir; me dijo que la redacción de mis escritos de aquel tiempo reflejaban una crisis interior posiblemente fruto de la situación política, social y económica que vive el país, y con ello me dejó el alma en pelotas por que esa era la cruda realidad.
Me sugirió entonces que rescatara la frescura de los anecdocuentos, esa especie de género literario que inventé sin proponérmelo para contar anécdotas ciertas, inventadas o descaradamente híbridas, con la esperanza de que algún día al menos uno de esos párrafos se asome al olimpo garcíamarquiano y guarde la compostura hasta los predios del punto final.
Una compostura que no tuve ningún chance de guardar la vez que sin previo aviso y sin el menor control se prendió un tiroteo en pleno porche de mi casa. A los ocho años yo era fastidioso y entrépito como la mayoría de los carajitos de esa edad, con la salvedad de que en mi caso esas cualidades tenían un extra que constantemente me generaba problemas, sobre todo con mis dos hermanas mayores.
¿Por qué? Por culpa de ellas mismas, y por supuesto de mi mamá, ya que por mi parte yo no tenía nada que ver con los incidentes que me endilgaban de manera automática sin el debido proceso, como si yo fuera el único habitante de la casa, aunque –debo reconocer- me reivindicaba el hecho de que mis hermanas estaban obligadas por disposición matriarcal a prepararnos a mi hermano y a mí una licuadora de Cerelac cada noche, lo que por supuesto ellas consideraban injusto e incluso violatorio de sus derechos humanos porque a pesar de que yo les amargaba la vida durante todo el día, ellas tenían la obligación de prepararme aquella bebida antes de acostarse.
Una injusticia que ellas padecían con legítima indignación y bajo protesta permanente.
Otro de los motivos por el que quizás mis hermanas me hubieran asesinado con mucho agrado, era que el primer chicharrón que estaba en el porche de la casa cuando algún enamorado las iba a visitar, era ni más ni menos que éste que está aquí.
Fue así como un día se presentó el tercio de mi hermana mayor con unos amigos, quienes a través de la niebla de los años creo que andaban en son de parranda, pero total es que antes de que ella saliera a recibirlos, ya yo los había hecho pasar y estaba sentado con ellos en el porche. Ha debido ser un poco más tarde que de costumbre, pues cuando esa gente llegó, mi hermano y yo habíamos despachado el Cerelac y estábamos acostados, él seguramente repasando el Padre Nuestro, y yo diseñando algún plan para joder a mis hermanas al día siguiente.
Mi papá generalmente estaba en las minas y cuando estaba en la casa no ponía reparos a las visitas a mis hermanas, en cambio mi mamá trataba a los visitantes con el mismo rigor conque los guardias de seguridad cumplían su trabajo en la antigua prisión de Alcatraz, lo cual obviamente no era tomado con mucho beneplácito por las partes involucradas.
Si mal no recuerdo aquel día habían planificado algo especial pero con cautela suficiente para que yo no sospechara nada; a lo mejor –supuse en cavilaciones posteriores- el procedimiento pautado era llegar cuando ya yo estuviese dormido, pero obviamente algo les falló en la coordinación del evento, porque cuando mi hermana salió al porche yo le estaba ofreciendo un mango a uno de sus invitados como señal de paz, amistad y solidaridad humana.
Lo que sucedió a continuación me quedó grabado en la mente tal como la filmación de la llegada del hombre a la luna ese mismo año 1969, cuando yo apenas tenía ocho de haber empezado mi tránsito terrenal. Así, como en cámara lenta, la mirada de mi hermana se posó sobre mí, o mejor dicho, se posesionó de mí, me quemó las retinas, me atravesó el cerebro, derritió la silla de hierro en la que yo estaba sentado al lado de su invitado de honor, le abrió un hueco al carro donde andaban los visitantes, y aún siguió y tostó los panes que un inocente transeúnte llevaba en una bolsa del otro lado de la calle.
Pero eso no hubiese sido nada de no haberse desatado el tableteo que explotó repentinamente con tal intensidad que desplazó cada uno de los átomos de oxígeno que ocupaban el ambiente. Alguien dirá que así suenan los AK-47 en Afganistán, que así sonaron en el asalto al banco en North Hollywood, pero nada de eso, aquellas armas funcionan con pólvora y plomo, y lo que sonó aquella memorable noche en la avenida Nueva Granada Nº 56 de Ciudad Bolívar lo que llevaba era Cerelac puro, pólvora amarilla revuelta con leche y agua que sin ninguna sutileza desgarró la fina tela de la noche, y produjo en mí un deslave sólo comparable con el tsunami de Sumatra, y un descalabro moral que sembró en mi ánimo la idea de un armisticio entre mis hermanas y este pobre ser que inesperadamente había sido abatido por las balas amigas del Cerelac.
viznel@hotmail.com
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