No es “discurso de odio”, es odiar el discurso

El asesinato de Charlie Kirk, activista conservador que desde su plataforma Turning Point USA impulsó ideas católicas y republicanas clave para movilizar al voto joven en la victoria de Donald Trump en 2024, ha dejado a Estados Unidos ante un espejo incómodo. Más allá del shock inicial, lo que resulta inquietante es la rapidez con la que muchas voces han justificado su muerte. En redes sociales abundan comentarios que relativizan el crimen: “sembró odio, cosechó odio”, dicen. Pero esa frase, que parece un argumento moral, es en realidad un síntoma de la polarización que corroe a la sociedad norteamericana.
Kirk no era un desconocido. Era polémico, incisivo, incluso provocador. Sus críticas al progresismo, su defensa férrea de valores cristianos y su activismo juvenil lo convirtieron en una figura central para el conservadurismo contemporáneo. Sus detractores lo acusaron de promover “discurso de odio”, un rótulo que hoy se usa con ligereza para encasillar ideas que incomodan. Pero hay una diferencia esencial entre discurso de odio, que incita a la violencia contra grupos o personas, y discurso que alguien odia, que simplemente desafía la sensibilidad de otros. Confundir ambos conceptos es peligroso: abre la puerta a que el desacuerdo político se considere delito moral y, peor aún, a que la violencia se perciba como una respuesta legítima.
El debate público estadounidense se ha vuelto un campo de trincheras. La política, amplificada por redes sociales, premia la indignación inmediata y castiga la matización. En ese contexto, un asesinato puede terminar visto como “inevitable” por quienes se sienten moralmente superiores. El problema no es la existencia de discursos fuertes, en una democracia robusta deberían coexistir visiones radicalmente distintas, sino la incapacidad de aceptar que el otro tiene derecho a expresarse sin temer por su vida.
Cuando se justifica un crimen porque la víctima “provocaba”, se normaliza una lógica escalofriante: la idea de que la violencia es una extensión válida del debate político. Hoy es un activista conservador; mañana puede ser un progresista, un periodista, un ciudadano común. La pendiente es resbaladiza y, una vez recorrida, no hay garantías de retorno.
Estados Unidos ha sido históricamente un laboratorio de libertad de expresión. Su Primera Enmienda no protege las palabras agradables, sino precisamente las impopulares. La verdadera prueba de una democracia no es permitir los discursos que celebramos, sino proteger aquellos que nos incomodan. Y esa protección no implica impunidad ni aplauso: significa reconocer que las ideas, por ásperas que parezcan, se combaten con mejores ideas, no con balas.
La muerte de Charlie Kirk no es solo una tragedia personal ni un episodio aislado. Es una advertencia. Muestra hasta qué punto la polarización ha convertido al adversario político en enemigo existencial. Mientras la conversación pública siga reducida a etiquetas de “buenos” y “malos”, mientras sigamos llamando “odio” a lo que simplemente detestamos, la espiral de violencia seguirá encontrando justificaciones.
La democracia se sostiene en la premisa de que nadie debe pagar con su vida por lo que piensa. Recordarlo, en tiempos de pasiones desbordadas, es un acto urgente de defensa cívica.
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