Mis adultos mayores: “Más hambre que el perro del afilador”
Hola, saludos a todos. Continuemos con los refranes.
Valentín Gismera Lastras, nacido en Madrid. Tras emplearse como aprendiz en un taller de ebanistería, se dedicó al oficio toda su vida, hasta jubilarse.
En los años 40, yo vivía por el barrio de Tetuán de las Victorias, y trabajaba en una empresa en Ríos Rosas. Era un taller de ebanistería; entré allí de aprendiz, cuando no tenía ni los trece años, aunque estaba a punto de cumplirlos.
Entonces era muy habitual aprender un oficio de esta manera. Había aprendices en todas partes, cosa que ahora ya no existe. En aquella época tampoco había Seguridad Social, ni nada parecido, todo eso vino después.
Cuando empecé a trabajar, si tenía que firmar en una hoja, lo hacía con la huella del dedo: era analfabeto. Aprendí a leer después, en el metro. Iba juntando letras, y poco a poco fui aprendiendo. Así que yo, hoy día, leo, pero leo despacio: Cojo un libro y necesito mi tiempo, no como la mayoría de la gente, que lee de corrido.
Durante la guerra, a mí me habían evacuado a Alarcón, en la provincia de Cuenca: Nos mandaron a Valencia, pero nos dejaron a medio camino. Allí estuvimos hasta que todo acabó, y volvimos a Madrid andando: siete, ocho días, de pueblo en pueblo. En algunos, nos daban cobijo en las cuadras, y en otros, ni eso. Y de comer, nada. Nos negaban la comida.
Y de vuelta a Madrid, había muchísima necesidad. Así que entré en aquel taller para poder ganarme la vida.
Una anécdota que recuerdo bien sobre el hambre que se pasaba entonces, es la siguiente: Muchas tardes, mi jefe, que vivía en Cuatro Caminos, me decía esto: Valentín, ya que vas para arriba, ¿podrías subirle un poco de leña a mi cuñada?
Yo aceptaba. Iba a buscar la leña a dónde me dijera, y se la llevaba a la cuñada. Le subía la leña y a cambio ella me solía dar una barra o un trozo de pan, y una naranja.
Vivía en un segundo piso; pues bien, cuando yo estaba de vuelta en la calle, ya ni llevaba pan, ni naranja, ni había tirado ni una monda. Tenía tanta hambre que, en lo que bajaba los dos pisos, ya me lo había zampado todo, cáscara de naranja incluida.
He pasado hambre, y he trabajado mucho para poder vivir honradamente. Después de muchas horas trabajando en el taller, ganaba un poco más llevando muebles de cocina a una tienda, en la calle Pez.
Cogía mi carrito de mano, cargado con dos o tres muebles, y para allá me iba. No estaba tan mal, porque era cuesta abajo. Pero a la vuelta, aunque venía descargado, me costaba muchísimo hacer el camino cuesta arriba con el carrito, que tenía que dejar en su sitio antes de poder irme por fin a casa.
“Más hambre que el perro del afilador” Popular chascarrillo de origen desconocido, que recuerda la dura profesión del afilador ambulante. Quienes desempeñaban este oficio recorrían las calles de las ciudades o pueblos sobre una bicicleta o motocicleta, en la que llevaban todo la logística necesaria para afilar a sus clientes cuchillos, tijeras, herramientas, etc. La rueda de afilar, un disco de piedra que iba integrado en su vehículo, soltaba chispas al contacto con el metal.
La más probable explicación de la génesis del refrán, une de manera ingeniosa varios conceptos: El hambre que se supone pasaba el perro que solía acompañar al afilador ambulante, ya que la profesión no producía grandes ingresos y resultaría difícil alimentar a una mascota, y la reacción que provocaría en el perro ver las chispas saltar, de manera que el animal, curioso, intentaría cogerlas con la boca, al igual que suelen hacer los perros cuando vuela una mosca cerca.
De la unión de ambas ideas probablemente nace este refrán, que se suele completar: “Más hambre que el perro del afilador, que se comía las chispas para comer algo caliente”
Para finalizar, por primera vez en mi época universitaria, escuché en Valencia estado Carabobo, al afilador.
Al preguntar por el “pitico”, me dijeron: “Es el amolador de cuchillos”, a su vez que era costumbre en la localidad que, al escucharlo, me colocara algo sobre la cabeza y pidiera un deseo; con la aclaratoria que debía ser antes de las 10:00 de la mañana.
Si mi deseo era muy grande, entonces me levantaba temprano en la calle Díaz Moreno, en una ventana de mi residencia que daba a la calle a esperar al afilador. Amor, alguna materia que no pasaba, algún chico que me gustaba, y otros cuantos, de una lista de deseos que aún no acaba.
Ocasionalmente, sigo escuchando el afilador en Puerto Ordaz, y me sigo colocando lo que tengo a la mano en la cabeza, verifico la hora y pido mi deseo. Mi lista de deseos eran y siguen siendo interminables. Cuentos de caminos.
Psicóloga y abogado Maria Quiroz.
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