Opinión

Milagro en el páramo (Anecdocuento)

Aunque lo primero que pensaron fue que era un accidente también temieron que se tratara de un señuelo para un asalto, lo cual no era ni lo uno ni lo otro pues el sujeto a quien correspondía aquella cápsula corpórea lo que estaba era inmerso en una pea intergaláctica que le había dejado seco de fuerzas para llegar a destino.
José Viznel ÁLVAREZ
lunes, 31 mayo 2021

Desde su primer llanto en Isnotú hasta el nefasto accidente que le quitó la vida en una esquina de Caracas, el doctor José Gregorio Hernández no pudo imaginarse siendo lo que es y será siempre para el pueblo venezolano, ni que su icónica figura sería sinónimo de milagros en la memoria de todos e incluso de anécdotas populares como la que le sucedió hace unas cuantas décadas a los hermanos Miguel Ángel y Antonio Itriago en su viaje de Caracas a Mérida para asistir al matrimonio de su hermano Francisco.

El que ha conducido de noche por el páramo merideño sabe que toda precaución parece insuficiente, y si a ello le agregamos imprevistos adicionales entonces el asunto se torna de otro color. Esto les sucedió en algún punto del gélido tramo entre Mucuchíes y Apartaderos.

De pronto la luz de los faros alumbró una pierna; dicha pierna estaba pegada a un torso y éste a las demás extremidades que con la cabeza conformaban un cuerpo humano completo tendido en medio de la carretera junto a una bicicleta que brillaba como un arbolito de navidad a medida que el carro se abría paso entre la espesura de la niebla. Fue una visión fantasmagórica que les terminó de congelar la sangre en las venas.

Aunque lo primero que pensaron fue que era un accidente también temieron que se tratara de un señuelo para un asalto, lo cual no era ni lo uno ni lo otro pues el sujeto a quien correspondía aquella cápsula corpórea lo que estaba era inmerso en una pea intergaláctica que le había dejado seco de fuerzas para llegar a destino.

Sobreponiéndose al susto y guiados por el sentido humanitario se dispusieron auxiliar al pobre hombre que en lugar de dejarse ayudar optó por aferrarse como un pulpo a la bicicleta creyendo que se la querían quitar, hasta que cuando por fin lo convencieron se dejó llevar casi a rastras hasta la orilla de la carretera, donde pudiera esperar a que saliera del trance etílico con menos riesgo de que un carro acabara con su historia y la de su amado medio de locomoción del que no hubo manera de despagarle brazos y piernas.

Pero ahí no terminó todo, de pronto pareció que el vaporón le había desaparecido y como si el alma le hubiera vuelto al cuerpo se incorporó de un salto y con ojos atónitos clavó la mirada en Miguel Ángel, quien cubierto con su paltó negro para protegerse del frío le escuchó pronunciar una especie de mantra de una sola palabra: ¡doctor, doctor!, náufrago de un estado de éxtasis profundo.

Los hermanos se miraron las caras y sin decir palabra corrieron a montarse en el carro para no congelarse, pero principalmente para perderse de allí lo más pronto posible. Antes de arrancar Antonio volteó a ver al sujeto y lo vio con las manos levantadas al cielo y el rostro embelesado repitiendo la misma palabra, ¡doctor, doctor!, totalmente convencido de que había tenido ante sí al mismísimo Santo de Isnotú, que en pleno páramo había obrado en él otro de sus tantos milagros.

Del libro Anecdocuentos y otras especies, del mismo autor.

viznel@hotmail.com

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