Luz para la calle, oscuridad para la casa: la paz empieza a lo interno

Donald Trump no pierde oportunidad para recordarle al mundo que, según él, ha “terminado siete guerras” y que, en apenas nueve meses de su segundo mandato, logró lo que nadie había conseguido: un acuerdo de paz entre Israel y Hamas que puso fin a dos años de conflicto. Con ese currículum, cualquiera pensaría que el Premio Nobel de la Paz era cuestión de tiempo. Sin embargo, no ocurrió. Y no es porque el comité no haya escuchado sus discursos… es porque entiende algo que a veces olvidamos: la paz no es solo geopolítica, es convivencia.
Cometemos un error cuando tomamos el concepto de “paz” en su sentido más literal: que no haya bombas, que no haya guerras, que se firme un acuerdo. Pero el Nobel no se otorga solo por apagar incendios en el extranjero. También se mide la capacidad de un líder para construir cohesión social, promover el entendimiento y fortalecer la convivencia dentro de su propia nación. La paz verdadera no es solamente el fin de un conflicto, sino la construcción de un clima donde el conflicto no se vuelva inevitable.
Y ahí es donde Trump fracasa de forma estruendosa.
Porque mientras presume de resolver guerras en Medio Oriente, Europa o Asia, en su propio país ha hecho lo contrario: ha sido uno de los mayores aceleradores de la polarización en la historia moderna de Estados Unidos.
Su retórica ha convertido la política en una guerra cultural permanente. Ha presentado al adversario como enemigo, al crítico como traidor, al periodista como enemigo del pueblo. Ha alimentado teorías conspirativas, ha capitalizado el resentimiento y ha dinamitado los puentes entre ciudadanos que piensan distinto. Ha logrado algo peligroso: que millones de estadounidenses sientan que ya no comparten un país, sino un territorio fracturado en tribus políticas irreconciliables.
¿De qué sirve negociar paz en el extranjero si incendias tu propia casa?
¿De qué vale acabar con conflictos afuera si siembras conflictos dentro?
La paz no se mide solo en tratados firmados entre gobiernos, sino en el tejido social que une a la gente. Y Trump, lejos de coserlo, lo ha rasgado con entusiasmo. La democracia necesita competencia, sí, pero no odio. Necesita debate, no destrucción del adversario. Necesita disenso, no deshumanización. Un líder de paz no es el que gana guerras diplomáticas, sino el que evita guerras civiles simbólicas dentro de su propia sociedad.
Por eso el Nobel no lo premia.
Porque la coherencia importa.
Porque la paz no es espectáculo.
Porque no se puede ser pacificador global mientras se actúa como agitador nacional.
Trump quiere ser recordado como el hombre que resolvió los problemas del mundo, pero la historia también lo verá como el presidente que profundizó la división en su propio país. Y esa contradicción es fatal: un líder que no construye paz interna no puede reclamar autoridad moral para exportarla.
Al final, la lección es simple y universal: la paz empieza en casa.
Si un país está roto por dentro, ninguna victoria diplomática podrá ocultarlo.
Y ningún trofeo internacional compensará la fractura de su propio pueblo.
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