Opinión

Los animalitos de Ramona (Anecdocuento)

Ya en la oficina, Ramona prendió la computadora y fue directo a la página de la lotería de animalitos.
lunes, 07 septiembre 2020

Ramona es una mujer joven todavía. Ella se levanta todas las mañanas para ir a su trabajo en una oficina pública donde lleva tantos años que ya el horizonte de la jubilación se refleja en sus párpados, lo siente en los huesos que a veces como que se le recalientan, y en el acobardamiento muscular que le entra cuando tiene que hacer limpieza en su casa.

El asunto de archivar papeles y ordenar carpetas se le ha vuelto una rutina sin sentido, tanto el hecho de hacerlo como el de saber que ese montón de cadáveres vegetales en algún momento irán directo al basurero municipal sin nadie que los extrañe, aún así, a pesar de la aparente merma en el rendimiento físico a Ramona todavía le roncan los motores cuando algún roce mañanero con la piel de su consorte les alborota la sangre y sucumben al frenesí de la carne.

Uno de tales eventos tuvo lugar una mañana en que los fuegos de artillería comenzaron poco antes del amanecer, los mismos que fueron dolorosamente interrumpidos por un alboroto en la papelera del cuarto donde un ratón desató una repentina lucha para salir de la trampa en la que se había metido por su propia estupidez.

Del susto Ramona brincó para el baño y desde el trono escuchó el asesinato del animalito que finalmente fue descabezado en su vano intento de escapar del aguacero de palos que le lanzó el malhumorado consorte, no tanto por intruso sino por saboteador de la intimidad ajena.

Una vez sosegado y luego de que el agua de la ducha le aplacara los calores en la ingle, el hombre se alistó y tomó el desayuno que Ramona le preparó con el cariño de siempre a pesar del calambre en el cuello que ella, fiel a su manía de no ceder ante las evidencias, no terminaba de atribuírselo a la súbita interrupción del amoroso encuentro matinal.

Luego abrió la bodega que construyeron adosada al paredón del frente de la casa, y puso a calentar el motor del carro, una rutina que además sirve para fumigar las espesas nubes de plaga invernal.

Ya en la oficina, Ramona prendió la computadora y fue directo a la página de la lotería de animalitos para asegurarse si era verdad lo que su comadre le había dicho en un mensaje la noche anterior: ¡Comadre, salió el burro a las 7, nos jodimos! Desde aquél momento se encontraba en un estado de negación lúdica, pues todavía guardaba la esperanza de que hubiese salido la paloma.

La página abrió como de costumbre, incluso más rápido, pero a ella le pareció una eternidad hasta que aparecieron los resultados del día anterior. Dentro del circulo correspondiente al sorteo de las 7 p. m., plantado de perfil con la cabeza vuelta hacia ella estaba el cuadrúpedo orejón exhibiendo una amplia sonrisa que la hizo mascullar una sólida mentada de madre, a la par de una agria corriente de frustración que se lanzó aguas abajo por todo el canal de sus entrañas.

El jefe no iría ese día así que era libre para bajarle intensidad a las tareas y poder analizar con calma el torrente de datos que siempre amenaza con colapsarle el teléfono.

Su mente parecía una batidora de cachos, plumas, escamas, hocicos, patas, trompas y picos cuando de pronto lo vio todo claro, un fogonazo repentino la iluminó y la voz del maestro lotero interior le ordenó descartar los datos del chivo, la jirafa, el gallo, la ballena, el pescado, el toro, e incluso el burro que era candidato a repetir, y sustituirlo por un solo animalito; claro, cuál otro iba a ser, estaba clarito y la razón era obvia. Saltó de la silla y fue directo al quiosco de la esquina.

El golpe de fe que la movía era tan intenso que en el camino fue planificando lo que iba a hacer con la plata que se ganaría. Pagaría deudas, le cambiaría el aceite al carro, además compraría dos cajas de cerveza y varios kilos de cochino para matar un antojo que estaba pendiente desde hacía tiempo.

Cuando llegó había una cola como de doce personas. Delante de ella estaba un niño como de doce años con una bolsa en una mano y un papelito en la otra. Cuando le tocó su turno el muchacho colocó sobre la taquilla cuatro pacas de billetes que llevaba en la bolsa y recitó el contenido del papelito: deme el chivo, la jirafa, el gallo, la ballena, el pescado, el toro, y el burro.

A Ramona le iba a dar un desmayo por ver a un niño en eso, y apostando tanta plata, ¡Padre amado! La jugada del muchacho activó la duda en su licuadora mental de opciones, pero el episodio vivido esa mañana finalmente se impuso ante cualquier duda, así que le entregó a la vendedora todo lo que le quedaba de la quincena, y le pidió con forzado tono de seguridad, ¡dame todo eso al ratón!

Las deudas tuvieron que ser pagadas íntegramente con dinero de la bodega, el cambio de aceite fue pospuesto para otra época, la carne de cochino fue declarada altamente perjudicial para la salud, y la cerveza resultó catalogada como un caldo demoníaco que arroja las almas hasta lo más profundo del averno.

Los planes de Ramona sufrieron estos drásticos cambios cuando, llegada la hora, el resultado proyectó en el monitor la inconfundible figura del cuadrúpedo orejón viéndola con la misma sonrisa insolente, que la hizo exclamar una mentada de madre mucho más categórica y sonora que la anterior, y sentir otra vez una sensación en las tripas como de un tsunami moviéndose en intensas oleadas de rabia y frustración.

Posdata: He notado la ausencia de Cheo Gómez en la página de opinión del diario PRIMICIA, si la misma se debe a problemas de salud le deseo la más pronta y total recuperación.

viznel@hotmail.com

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