Opinión

Lecturas de papel: Patán

Deberían ser estos, en primer lugar, quienes modelen en el habla estructuras lingüísticas que orienten y den luces al común del hablante, para que acceda a comprender la gravedad de su entorno y busque soluciones a su crisis cotidiana.
miércoles, 29 septiembre 2021

“Quien habla como un patán, terminará por pensar como
un patán y por obrar como un patán. Hay una estrecha e
indisoluble relación entre la palabra, el pensamiento y la acción”.
Arturo Úslar Pietri.

De manera acertada, Úslar Pietri calificó a los ‘malablaos’ como gente de almas enfermas que se convierten en seres pedantes y descalifican constantemente a sus semejantes hasta degradarlos cuando están en posiciones de poder. Son esos venezolanos de la nueva clase dirigente, en la economía, finanzas, milicia, política, que han terminado despreciando hasta su propio pasado.

Los pedantes y su pedantería son la práctica común en la Venezuela actual. Transformados en los nuevos amos de un territorio que era un país, una nación y una república, portan el estandarte de la total y absoluta informalidad en la práctica de un lenguaje, de un idioma terrible y groseramente pisoteado, donde no hay espacio para la decencia ni el respeto a la tradición idiomática.

Esta degeneración del hablante venezolano comenzó con el modelaje por los medios de comunicación donde sus primeros auspiciadores fueron dirigentes de la política venezolana, transformados de repente en figuras de lo que hoy pudiera denominarse, ‘influencer’. Privaba (hoy es una constante) más el interés personal que el servicio público. Podría afirmar, que en la actualidad los políticos venezolanos son unos indigentes idiomáticos. Carecen del principio elemental de la comunicación: comunicar.

Esa informalidad fue arrastrando progresivamente a nuestro idioma, sus maneras de expresión, las hablas regionales hasta ser degradado a expresiones de un neo lenguaje, donde lo soez, lo vulgar y el constante atropello a las expresiones que indiquen decencia y respeto por el semejante, se han apartado por una mal entendida informalidad donde supuestamente debe permitirse la entrada de hablantes que no poseen en su instrumento lingüístico las mínimas nociones de la comunicación socialmente aceptadas. Lo peor, esta nueva clase social construida al amparo de la noche oscura de las prebendas de la oportunidad política, han comprado su estatus a ‘realazo limpio’ creyendo que también lo pueden hacer con el idioma.

Delicado esto que indicamos pues alguno pudiera reclamar que se vulneran los derechos humanos de la comunicación, o se segrega a determinados hablantes. Pero esa no es nuestra intención. Indicamos acá la norma idiomática donde todos cabemos y debemos respetar para entendernos como “Dios manda”. Y es acá donde, precisamente, esas minorías están acabando con la tradición de una cultura que tiene más de 500 años en su cotidiana práctica idiomática de nombrarse y nombrar el mundo donde habita.

La perversión del lenguaje en boca de la dirigencia actual venezolana, desde todos los ámbitos del poder, constantemente son una afrenta contra la cultura y la historia de la lengua nacional. Ese empobrecimiento idiomático que se ve, la pus de la cloaca idiomática, se palpa en la calle, se evidencia en la nulidad de conceptos, de reflexiones, de planteamientos esclarecedores que permitan superar la crisis generalizada que ahoga al hablante.

Deberían ser estos, en primer lugar, quienes modelen en el habla estructuras lingüísticas que orienten y den luces al común del hablante, para que acceda a comprender la gravedad de su entorno y busque soluciones a su crisis cotidiana.

Soy testigo, en mi propio entorno, dolorosamente, de esto que afirmo cuando escucho a parte de mis vecinos y personas cercanas, en su básica manera de expresarse. Hay un vacío conceptual, una pobreza idiomática en la expresión de sus ideas.

Todo su mundo se reduce al uso de una docena de términos donde la gran mayoría de ellos son recursos del lenguaje donde impera la obscenidad, la grosería sin más, las estridentes vulgaridades expresadas sin mayor rubor ni vergüenza. Lo triste de ello es que son personas jóvenes, muchos de ellos profesionales o con experiencia en sus oficios, con familia e hijos.

Les escucho vociferar a viva voz los términos más soeces que se pueda uno imaginar. Esto no implica, sin embrago, que, en determinados estados o situaciones, se pueda optar por el uso de uno de estos términos.

Ocurre que mientras quienes podamos usarlos por razones específicas y en justificados momentos, estos hablantes han hecho de estas excepciones su lenguaje cotidiano, su día a día. No se dan cuenta para nada que esa práctica de degradación idiomática, progresivamente les está cercenando sus propios espacios idiomáticos, les seca el alma y los arrastra inevitablemente al quiebre moral, ético y de principios y valores que son la piedra angular de eso que se llama ‘ser humano’.

Porque no es suficiente con ser hombre o mujer; es imperativo trascender lo básico de ser hombre y alcanzar la estatura de lo humano. Es imprescindible, urgente, contar con un lenguaje que adecente, que ilumine, que muestra el perfil amoroso de una humanidad que nos dignifique y dé sentido a lo que debemos ser como humanos.

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