Opinión

Lecturas de papel: El ángel innumerable

En la alegre charla descubrí que ese nuevo personaje había concurrido con nosotros en un mismo lugar, la insufrible e histórica Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela.
Juan GUERRERO
miércoles, 10 febrero 2021

Fue en una mañana de febrero de 1997, cuando mi entrañable amigo, Ángel Valencia, se apareció acompañado con una persona, que, a cierta distancia, por su porte al caminar un tanto desgarbado, alto, y con un maletín de semicuero negro, parecía un cobrador de impuestos municipales. De hecho, creo que estaba trabajando en algo así.

Era ya el final de la mañana, y entre las mesas todas ocupadas en la famosa heladería 4D, en la concurrida avenida 4 de mayo, en la isla de Margarita, nos quedamos un buen rato conversando mientras decidíamos dónde poder almorzar.

Nos decidimos por un comedor vegetariano, en lo alto de un edificio al doblar la esquina, a sugerencia de mi amigo, Ángel, quien profesaba unas creencias sobre la transmigración del alma a través de las ingestas frugales y vegetales.

En la alegre charla descubrí que ese nuevo personaje había concurrido con nosotros en un mismo lugar, la insufrible e histórica Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela.

Teníamos poco más de 18 años de no vernos. Mientras Ángel ordenaba las coordenadas del tiempo para lograr conectar con la isla del presente, el personaje que estaba sentado a mi lado, de pronto alzó el maletín, lo colocó en la pequeña mesa, apartó sellos húmedos, papeles y copias al carbón, libretas de pago, una grapadora, y demás rudimentos oficiales, y del fondo sacó un libro. Después de escribir algo en él, me lo entregó.

-Esto es para ti, mi olvidadizo amigo. Nosotros nos conocimos en la Escuela a mediados de los años setenta, ¡para que no te olvides de mí, chico! Después todo fue una peladera de dientes, entre risas, recuerdos, menciones de otros amores, preguntar por viejos amigos, profesores, hasta ese presente que ya tiene más de 24 años de aquel día.

Día que se alargó en más de dos en celebraciones, entre el mediodía de su salida del trabajo y escaparse o acompañarlo en su recorrido de centros comerciales y locales, oficializando cancelaciones o multas.

Ahora tengo otra vez su libro entre mis manos, El ángel innumerable, de Carlos Cedeño Gil, (1952-2021), libro que fue premiado en el Concurso de Poesía “Madre Perla”, en 1992 y editado por Fondene, 1993.

Termina su dedicatoria, así: “…antiguo compañero en cualquier lugar donde la poesía y el amor convivan su aventura de riesgo y dioses. Afectuosamente, El Ángel Innumerable de Carlos.”

Lo leí inicialmente cuando, regresando una noche a tierra firme, después de ese largo encuentro, tuve que pernoctar toda una madrugada, frente al embarcadero de Porlamar, para salir rumbo a Cumaná en un viejo ferry que solo transportaba camiones y gandolas.

Mientras veía a los recios choferes encontrarse e intercambiar sus botellas de ron y guarapitas, mi mirada se alargó hasta el frente de la larga fila de vehículos y se detuvo, mientras afinaba el oído para escuchar a un Javier Solís que dejaba salir su voz melodiosa y melancólica, entre un grupo de hombres sudorosos, semi descalzos y sin camisas, que, botellas en mano, permanecían hipnotizados por esa ternura de voz. –¡Échese una, hombre! No ve que es mejor escuchar el mal querido tomando ron.

Lo agradecí, también por escuchar al trovador, Chelías Villarroel y a Francisco Mata, y allí permanecí gran parte de la noche larga. Después, regresé a mi camioneta y con el ron entre los labios, me dediqué a leer el libro de mi viejo amigo.

Ahora, releo otra vez ese incandescente libro y me asaltan las olas (alas de un ángel) de una obra en verdad luminosa, esplendorosamente viva en sus imágenes que traen el viento fresco de la mar eterna, que es memoria, encantamiento y lucidez.

Porque este libro es un cuerpo vivo, sensual, construido desde la riqueza idiomática poblada de sabores, colores, de memoria y resquicios. –Este es el otro ángel, más rebelde y caribeño, que Rilke dejó atrapado en el castillo de Miramar, en Trieste. Sonreímos mientras terminamos nuestro vegetariano almuerzo, tan soso y desabrido.

Así habla la voz poética de Carlos Cedeño Gil: “A qué Dios imaginas reinando/ En parajes donde impera la vastedad del agua y la nostalgia/ Al sumergido anclaje de la melancolía/ O al nombre grabado entre ventiscas/ Cuál voz ocultas/ Entre oquedades de pajuelas errantes/ El misterio encerrado en tu mirar profundo/ Cuál lenguaje y qué gesto tiene el viento y su imagen/ Codiciados espejismos de mar/ Irradiando aquel verdor paisaje y su música/ Donde doras tus senos al alba/ Sobre aquel cuerpo desnudo la memoria detiene su viaje.” (Dios memorable).

Muy temprano partió mi amigo, Carlos Cedeño Gil. Sin embargo, además de este libro del cual comentamos, El ángel innumerable, también publicó: Poema sencillo, Bajo la sombra del vuelo, Poemas de la mujer de otro sueño, Socaire. Fue merecedor de varios premios literarios, entre los cuales mencionamos: Premio de Poesía, Luis Castro, Finalista del concurso de cuentos Empresas Polar, Premio de Poesía, José del Valle Lavaux, Premio de Poesía, José del Carmen Rosa Acosta.

Hoy debo borrarlo de mi lista de poetas con quienes deseo conversar, dialogar, entrevistar, y que, por tantas otras razones, han sido olvidados por la ventisca del momento.

Sin embargo, su poesía es luz de talismán que descubre una obra de revelaciones, elegante, sensual y de claros amaneceres, donde la imagen de un ángel dibuja la sonrisa del eterno enamorado de la vida y sus instantes.

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