Opinión

Las habichuelas del terror (Anecdocuento)

Un día de estos de semana flexible Covidio iba para su casa con el aliento en estado bochornoso rebotándole del pedacito de tela a la nariz, y viceversa, una incomodidad insoluble que supuestamente ha salvado tantas vidas como los más celebrados avances médicos.
lunes, 21 junio 2021

A Covidio Loperan le hace poca gracia este asunto de la pandemia. Él entiende que la situación haya sido causada por un tal coronavirus llamado SARS-CoV-2, que es altamente contagioso, que mucha gente ha fallecido alrededor del mundo, que hay que cumplir con las medidas de seguridad, que hay que vacunarse, etc., pero que el nombre de la enfermedad que produce difiera del suyo apenas por un diptongo, eso se ubicó en un nivel que lo ha forzado a incrementar su capacidad de tolerancia ante el inclemente chalequeo de sus paisanos.

Pero no todo es malo para él. El uso del tapabocas ha sido incluso providencial, pues le ha permitido cubrir la falta de uno de sus preciados incisivos y de hecho retomar su antigua costumbre de reír a carcajadas, sin la vergüenza de alumbrar con el insolente bache en esa parte de su anatomía.

Un día de estos de semana flexible Covidio iba para su casa con el aliento en estado bochornoso rebotándole del pedacito de tela a la nariz, y viceversa, una incomodidad insoluble que supuestamente ha salvado tantas vidas como los más celebrados avances médicos.

Él es un tipo menudo sin ninguna señal externa que delate su desaforada afición por comer en cantidades no acordes con su aparente poca capacidad de almacenaje y procesamiento: extrañeza de la ciencia que ha desconcertado por años a los pseudocientíficos de su familia y amistades en general. Esa tarde llegó más cansado que de costumbre.

Desde que sus hijos emigraron del nido para hacer sus propias vidas el protocolo de llegada al hogar ha sido pasar directo al corredor trasero de la casa, quitarse la ropa y sentarse cubierto únicamente con la prenda de vestir que colinda con la desnudez, y así mismo comparte con su esposa los pormenores del día junto a los placeres de un par de cigarritos y sendas tazas de café, rutina que incluye meter los pies en agua tibia para aliviarlos del maltrato que implica andar kilómetros en el único vehículo libre, independiente y soberano como lo es el carro de la princesa Lola.

Al anochecer de esa jornada despachó la cena más copiosa de la semana y vio televisión hasta que el sueño lo cubrió con su misterioso manto. En la madrugada la vejiga mandó una señal perentoria que lo sacó a tientas del cuarto y caminó de memoria hasta el baño orientado por algunos filamentos de luz de luna, y de allí hasta la cocina para saciar la sed. A oscuras estiró el brazo hacia donde debía estar la nevera y tocó lo que sin dudas era una mano suave pero tan fría que no podía corresponder a un cuerpo humano vivo.

De ahí en adelante todo sucedió en la menor cantidad de tiempo que ha logrado medir la ciencia hasta ahora, sin embargo en ese breve transcurso Covidio sintió que las olas de todos los océanos le aprisionaban el pecho y que su cuerpo era sepultado en lo recóndito de los hielos polares, pero sobre todo sintió el irrefrenable deslave que comenzó a perpetrarse desde sus entrañas, además, el mayor terror era que no podía abrir los ojos y cuando por fin logró hacerlo fue con la sensación de estar en un terremoto, pero en lugar de uno de los que se miden en la escala de Richter, era su esposa que lo zarandeaba para despertarlo, y aun despierto ella lo seguía sacudiendo a la vez que recitaba un mantra acusatorio según el cual el culpable de todo era el montón de caraotas que se había comido antes de acostarse, y no la mano invisible que Covidio Loperan había estrechado en su pesadilla.

Del libro Anecdocuentos y otras especies, del mismo autor. (Inédito).

viznel@hotmail.com

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