Opinión

La Thunder Mix (Anecdocuento)

Aquello no podía ser. Prendí la lámpara de noche para precisar de dónde provenía el descomunal estruendo que puso a los vidrios de las ventanas a sonar.
lunes, 17 abril 2023

He buscado en internet algunos nombres de minitecas de esas que hoy en día producen tal estruendo que son capaces de poner al tanto de nuestra existencia a civilizaciones fuera de nuestro sistema solar. Encontré varios, pero por fidelidad al primer fogonazo que se me vino a la mente decidí colocar el que titula este anecdocuento.

La ciencia recomienda a los seres humanos que debemos dormir al menos ocho horas diarias, unos más otros menos dependiendo de la edad, la condición física y otros factores importantes para el acto de descansar, lo cual no siempre podemos alcanzar como Dios manda a causa de que, o bien terminamos convirtiéndolo en una extensión del trajín diario a causa del estrés laboral, situaciones familiares no resueltas, ansiedad, tristeza, y un sinfín de miedos que nos impiden reponer fuerzas a plenitud, o también puede que nuestro descanso resulte perturbado por circunstancias exógenas fuera de nuestro control, como las escandalosas parrandas del vecino o las acostumbradas interrupciones eléctricas, por poner sólo dos ejemplos.

Con respecto al vecino parrandero uno lo puede pasar por bolas, e incluso estamos obligados a hacerlo porque en otras ocasiones el perturbador ha sido uno mismo, y en estos casos no hay nada más saludable para la sana convivencia que aguantar la pela con el pico bien cerrado.

Pero cuando el escándalo no proviene de algún equipo de sonido del vecindario sino de una mega miniteca dotada de los componentes más poderosos que ofrece el mercado internacional, la realidad puede superar con creces las consecuencias normalmente previsibles.

Todo comenzó formalmente a las nueve de la noche más o menos. Digo formalmente porque desde las siete el ambiente se llenó de sonidos intermitentes de algo que amagaba con parecer música pero no terminaba de concretarse, se puede decir que eran una serie de ruidosos estertores interrumpidos por la voz grave de un tipo que no se sabe si estaba contestando el teléfono o saludaba a cada persona que iba llegando al club donde al parecer tendría lugar la madre de todas las rumbas, aproximadamente a dos y pico kilómetros de mi casa, ubicada en una calle ciega alejada de todo bullicio en el rincón más apartado de un urbanismo de Ciudad Bolívar.

En la casa vivimos mi esposa, mi suegra y yo, que esa noche cenamos sobresaltados por los truenos entrecortados que rasgaban el espacio de la noche con poderosas ondas sonoras que removían el café con leche en las tazas, y le insuflaban vida a las arepas cuyas dos mitades se abrían y cerraban en un aplauso inaudito, o quizás significando que el ruido les hacía cosquillas en la intimidad de sus entrañas.

Ha de ser que el cansancio nos abatió a los tres por igual pues habíamos estado el día entero arreglando la casa, así que las series de televisión y las redes sociales quedaron inusualmente postergadas para el día siguiente.

Al menos yo me quedé dormido antes de las nueve. Soñé con las maravillas de una cena diferente, con los enredos de Macondo, con la guerra de Ucrania, y hasta donde recuerdo también tuve un sueño que conforme al Tarot numérico, me aconsejaba jugar el zamuro en la lotería de animalitos.

Sueños tan disímiles entre los que se cruzó uno catastrófico y tan vívido como la realidad misma. Soñé que estaba en el epicentro del terremoto de Turquía. Era tan real que la cama empezó a sacudirse violentamente haciendo un ruido ensordecedor que taladraba los oídos. Me desperté pensando que seguía dormido.

Aquello no podía ser. Prendí la lámpara de noche para precisar de dónde provenía el descomunal estruendo que puso a los vidrios de las ventanas a sonar como una pandereta eléctrica.

Los utensilios personales entrechocaban unos con otros creando un ritmo tan dislocado que la ropa colgada de los ganchos cobró vida y se pudo a bailar. Me levanté impulsado por los movimientos de la cama y salí a la sala donde me encontré con que los juguetes de mi nieto se habían salido de la caja y todos, incluso los carritos también bailaban al ritmo de reggaetón.

Los clavos que sostienen los cuadros empezaron a salirse y estos caían estrepitosamente al suelo creando un despilfarro de naturalezas muertas y pinceladas abstractas cargadas de ansiedad y locura.

Todo eso lo observé paralizado en el umbral de la puerta, absorto por el espectáculo hasta que pude moverme hasta el baño donde me encontré con un concierto de agua organizado por el trío del lavamanos, la poceta y la regadera que se abrían y cerraban al son de las voces Anuel AA, Maluma y Balvin.

Salí del baño luego de suspender el evento aquífero no autorizado, y allí estaba ella. A mi derecha, parada como una estatua bíblica mi suegra me miraba atónita sosteniendo algo entre sus manos. Eran varios dientes que aprovechando la vibración sónica se le habían salido sin permiso, para unirse a la rumba que tenían los juguetes en la sala.

Ante tanta calamidad abrí la puerta de la calle donde me recibió una descarga triple de decibeles que me echó para atrás los pocos pelos que me quedan en la cabeza, viendo además que los pájaros que duermen en la mata de trinitarias celebraban a gritos una asamblea de emergencia, aterrados por el inexplicable ruido.

En el suelo debajo de ellos la manguera de regar las matas y lavar los pisos se contorsionaba erguida como una culebra encantada, en tanto que surtía de agua a cada planta, y, borracha de música, le dio por bañarme la moto como nunca lo había hecho ni el agua de lluvia, hasta que la pobre prendió sola intentando escapar, aunque de inmediato supo que no tenía chance, así que decidió rendirse y unirse a la orgía de la enloquecida manguera y las despavoridas aves.

Dentro de la casa mi esposa roncaba a punta de cansancio vigilada de cerca por mi suegra que la miraba tratando a la vez de anclarse los dientes en el lugar donde van por ley natural. Pienso que sus propios ronquidos la guardaban de escuchar el estruendo, pero llegó un momento en que se despertó, y lo hizo espantada por la repentina discordancia que produjo la alarma del carro del vecino que se activó cuando el sonido de la Thunder Mix se elevó al máximo, controlada por la euforia del “DJ Guarisnei”, que a más de dos kilómetros de distancia cantaba y se contorsionaba como poseído por algún tipo de combustible ajeno a la naturaleza, hasta las siete de la mañana que fue cuando decidió poner fin a su actuación dándole los buenos días al público presente como si nada hubiese ocurrido en este mundo.

viznel@hotmail.com

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