Opinión

La política del plomo

La violencia política en Latinoamérica no es nueva, mucho menos en Colombia.
viernes, 15 agosto 2025

El pasado 11 de agosto falleció Miguel Uribe Turbay, dos meses después de haber sido víctima de un atentado en un mitin durante su precampaña presidencial en Colombia. Su muerte no es solo una tragedia personal y familiar, sino una herida profunda para toda la región. En él se apagó una voz que representaba algo que, en estos tiempos, parece escasear: un liderazgo conciliador, alejado del rencor y consciente de que el poder es, ante todo, una responsabilidad.

La violencia política en Latinoamérica no es nueva, mucho menos en Colombia. Ha sido una constante que se alimenta de un patrón perverso: la anteposición de intereses personales y partidistas por encima del bien común, y el uso del resentimiento como principal motor de movilización. A lo largo de nuestra historia, demasiados políticos han encontrado en la rabia y el enfrentamiento una forma rápida y eficaz de ganar adeptos, sin medir el costo humano y social que esto genera. El resultado es una política convertida en arena de gladiadores, donde la victoria se mide en la derrota del adversario, no en el bienestar de la ciudadanía.

En este clima, los líderes como Miguel, capaces de tender puentes incluso con quienes piensan distinto, se vuelven una rareza. Entendía que gobernar no es solo representar a quienes te apoyan, sino trabajar por todos, incluso por aquellos que no comparten tu visión. Este principio, tan simple y tan olvidado, es el que diferencia a los estadistas de los caudillos: la capacidad de poner el interés colectivo por encima del ego y de la ambición personal.

Su forma de hacer política no buscaba encender hogueras, sino apagar incendios. No pretendía perpetuar las fracturas sociales, sino repararlas. Esa actitud es, precisamente, la que más falta nos hace hoy, en un continente donde demasiadas veces los discursos se diseñan para dividir y no para unir. En medio de la crispación, Miguel recordaba que la verdadera fortaleza de un líder se mide en su capacidad de escuchar, dialogar y reconocer la dignidad de todos.

La lección que deja su partida no debería perderse entre homenajes formales ni condolencias de rutina. Es un recordatorio de que, mientras la política siga alimentándose del resentimiento, seguiremos multiplicando los funerales y enterrando las oportunidades de progreso. La violencia no surge de la nada: se gesta en palabras irresponsables, en la estigmatización del adversario, en la constante incitación al “ellos contra nosotros” que algunos convierten en estrategia de campaña. En un país como Colombia, donde su actual presidente pareciera necesitar un recordatorio de estos principios, está más vigente que nunca repetirlos como mantra. 

Hoy, más que nunca, necesitamos líderes dispuestos a dejar el ego en la puerta y a gobernar con la vista puesta en lo que nos une, no en lo que nos separa. Hombres y mujeres que comprendan que su misión no es ganar debates televisivos ni acumular seguidores en redes, sino construir sociedades seguras, prósperas y justas.

Miguel Uribe Turbay no podrá seguir recorriendo ese camino, pero su ejemplo queda como guía. La política que vale la pena es la que no necesita mártires para recordarnos que la vida está por encima de cualquier ambición.

 

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